Jordi Doce
Nada se pierde. Poemas escogidos
(1990-2015)
Prensas de la Universidad de Zaragoza,
Zaragoza, 2015
170 páginas, 18 €
POR JOSÉ LUIS GÓMEZ TORÉ

Toda antología personal esconde una reflexión más o menos implícita, una lectura de la propia obra, puesto que en ella el escritor debe ejercer en gran medida como crítico de sí mismo, como autor y lector a un tiempo. En el caso concreto de esta selección de Jordi Doce (Gijón, 1967) esa mirada retrospectiva se hace evidente tanto en la ordenación de los materiales, que aquí prescinde de la separación habitual de los textos a partir de los títulos de libros publicados, como en la «Nota del autor», con la que se cierra el volumen y que, en este caso, resulta de obligada lectura. En ella leemos: «Las cinco secciones en que se divide la antología se corresponden, a grandes rasgos, con ciclos de escritura claramente diferenciados. La quinta y última incluye fragmentos de mi libro más reciente, Perros en la playa (La Oficina, 2011) y unos pocos inéditos, anticipo de un libro en curso. Son ellos los que han dictado el tono y alcance del conjunto. La selección, por así decirlo, se ha hecho hacia atrás, empezando por lo más reciente y empleando ese germen primero para retroceder en el tiempo y obrar las elecciones y los descartes oportunos» (la cursiva es mía).

Esta antología resulta así de gran interés tanto para quienes se acercan por primera vez a la poesía de Doce como para aquellos que ya somos lectores habituales de su obra y que tenemos la oportunidad de volver a recorrerla desde otra perspectiva, a través de la relectura que nos propone su autor. El hecho de que, como ya se ha indicado, las secciones aparezcan separadas por años de escritura y no se haga mención alguna de los libros de los que los textos proceden resulta no poco revelador. Da la impresión de que el poeta necesitara mirar hacia atrás, hacer –parafraseando a Nietzsche– una suerte de ensayo de autocrítica que permita asumir la obra como propia y abrir así nuevos espacios de escritura, encontrar el cauce secreto que une los primeros textos con los últimos. No es que sorprenda la afirmación de que es el último libro, de próxima publicación, el prisma desde el que se mira el camino recorrido (siempre es así, en todo verdadero escritor). Con todo, la lucidez a la hora de afrontar esa labor de criba nos muestra a un poeta muy consciente del oficio, pero también, y ello es más importante, revela esa necesidad imperiosa de seguir haciéndose preguntas sin la cual el oficio no vale nada. No es de extrañar, desde luego, esa mirada autorreflexiva en un poeta que es no sólo uno de nuestros más importantes traductores de poesía en lengua inglesa sino también un brillante ensayista en títulos como Imán y desafío o La ciudad consciente. Señalemos, de paso, el acierto de incluir aquí, como textos poéticos, algunas de esas formas breves, de difícil clasificación (no todas se dejan acomodar con facilidad bajo la etiqueta de aforismos) que encontramos en libros como el citado Perros en la playa. Uno de los rasgos más visibles de la escritura de Doce es precisamente el rigor y la diversidad formal (no en vano uno de sus últimos libros de ensayo se llama Las formas disconformes). El poeta explora con acierto las posibilidades tanto del texto extremadamente breve, en la tradición del haiku, como del poema meditativo de cierta extensión, pero puede recurrir asimismo a la escritura fragmentaria ya citada (¿aforismos, apuntes, monósticos?) y a la prosa.

Aunque nunca han ocupado el centro de su escritura, tampoco han estado nunca ausentes las referencias metapoéticas en Doce. No obstante, llama aquí la atención el hecho de que, entre los poemas tempranos, encontremos «Biografía», dedicado a Van Gogh, así como la serie «Sylvia Plath». En un poeta tan poco propenso a la mitificación del artista y al malditismo me parece significativa la inclusión de estos textos dedicados a dos creadores suicidas. Más allá de su valor estético, parece insinuarse una preocupación, ya desde el comienzo, por los secretos lazos que unen vida y escritura (una pregunta que, sin complacencia alguna, se repite en un texto muy posterior, «Viejo poeta»). El propio título de la antología, Nada se pierde, tomado del poema «Apariciones», evoca esa necesidad de mirar hacia atrás, como Hänsel y Gretel (tomo la imagen de un hermoso poema de Ida Vitale), para buscarse en los propios escritos e intentar salvar las huellas de lo vivido antes de que algún pájaro, o el simple olvido, de buena cuenta de ellas. Y no faltan precisamente las aves en estos poemas (cuervos, grajos, gorriones, gaviotas…), esas presencias vivas cuyo carácter esquivo evoca la dificultad de apresar la existencia. Son invitaciones a descifrar el trazo que dejan en el aire o los signos de una enigmática caligrafía sobre un fondo nevado: «Sombrío invierno / sin tregua: sobre la nieve / –negro cuerpo ingobernable– / despunta un cuervo».

Los versos que acabo de citar nos sitúan ante una presencia, la de la nieve, repetida en no pocos poemas. Este motivo, ya en uno de los primeros textos, «Preámbulos del poema», apunta a una lectura metapoética, que parece aludir así al silencio que rodea al decir, al perturbador blanco de la página: «No soñé con nieve, pero todo lo soñado se asienta en ella. Luego, cuando salga a la calle, será ese territorio el que pise, seré yo quien entre como una prolongación furtiva en mi sueño; y quien tome residencia con la primera palabra pensada o escrita sobre la nieve». Sin embargo, esa nieve que cae o que cubre el suelo en tantos poemas no se limita a una visión más o menos mallarmeana, por más que todo poeta consciente de la modernidad difícilmente pueda sustraerse por completo a la herencia de Mallarmé y del simbolismo. Si mi lectura no es errada, la nieve es en Doce algo más que un símbolo, en cuanto lo simbólico suele apelar a una realidad oculta, y por tanto a una ausencia. Nieve, pájaros, luz… aquí ante todo son presencias, y es su presencia muda lo que da su máximo espesor al enigma. Y es que nos hallamos ante un poeta muy atento al mundo que le rodea, al que se empeña en percibir con gran angular, por citar uno de los títulos más significativos de su trayectoria. Los paisajes nevados asimismo funcionan en buena medida como correlato de una disciplina mental, del empeño en mirar y mirar bien (recordemos el interés del poeta por autores cuya obra toma como sustrato básico el acto de la contemplación, como Charles Tomlinson o John Burnside, a los que ha traducido).

No creo casual que la célebre cita de Wallace Stevens («One must have a mind of winter») preceda a un poema titulado significativamente «Invernal». A dicho texto pertenecen estos versos tan precisos como iluminadores: «El invierno / lo hace todo más simple, / con su buril de frío y de carencias. / Es una disciplina, un acuerdo entre el mundo y su reverso, / el lado de penumbra en que se apoya». El lector habitual de Doce sin duda reconoce esa mente de invierno a través de la que se filtra lo vivido (teniendo en cuenta que en esta escritura lo vivido, y ello es prueba de su lucidez, no excluye lo pensado o lo imaginado). En otro poema, «En la terraza», se hace alusión a esa vía purgativa, a esa suerte de ascesis que el escritor se impone: «Es una disciplina, / un trato entre el mirar y lo mirado». Jordi Doce puede parecer en ocasiones un poeta frío, pero no creo que ese rasgo de su escritura sea en absoluto un demérito –más bien lo contrario, excepto para quienes confunden poesía con sentimentalismo. De lo que se trata (me parece) es de depurar la emoción, de no ceder a las solicitaciones del yo, demasiado proclive a teñir con su subjetividad lo contemplado en detrimento de la exactitud, de eso otro que escapa a toda proyección personal. El resultado es un equilibrio difícil, pero sostenido, no sólo entre el mirar y lo mirado, sino también entre soñar y mirar, entre la memoria y la imaginación.

Si se comparan los libros en verso del autor, los que más cómodamente entran dentro del marbete de lo «poético», con entregas como Hormigas blancas o Perros en la playa, uno se siente tentado a pensar que en los primeros (con la excepción quizá de Otras lunas) el escritor tiende a veces a reprimir la imaginación, incluso cierto gusto por lo grotesco y lo onírico. Por el contrario, lo imaginativo parece sentirse mucho más a sus anchas en los libros de aforismos y otras formas breves. Creo, sin embargo, que hay que entender esa contención dentro de la disciplina del mirar a la que acabamos de aludir. En «Sin adiós», poema de El vuelo de la celebración, Claudio Rodríguez declara que «El soñar es sencillo, pero no el contemplar», afirmación que probablemente también firmaría Jordi Doce. Y es que, si en una primera aproximación sorprende esa tendencia a cortarse las alas en un poeta tan dotado para el vuelo imaginativo, la lectura (o mejor todavía, la relectura) de Nada se pierde nos confirma que no se trata de un simple capricho. Tenemos que ganarnos el derecho a soñar, esa parece ser la convicción que late tras no pocos de estos versos. La imaginación (se percibe aquí a un atento lector del Romanticismo inglés) necesita del peso de lo existente, de una cierta renuncia al ojo que mira para asumir lo contemplado y darle espacio: «Algo debe ceder en ti para que seas».

En uno de los últimos libros de Doce, Don de lenguas, que recoge las entrevistas realizadas a figuras tan diversas como Umberto Eco, Paul Auster o Caballero Bonald, el autor de Nada se pierde le pregunta a este último: «¿Qué pesa más en su trabajo poético, la memoria o la imaginación? ¿O es la memoria, más bien, un subproducto de la facultad imaginativa?» Cuando un escritor reflexiona sobre la obra de otro a menudo está interrogándose sobre su propia poética. No sé hasta qué punto es así en este caso, pero lo que parece evidente es que Doce es muy consciente de que la objetividad es un espejismo. No estamos, en absoluto, ante una poética ingenua: de ahí la prevención constante para no reducir la complejidad de lo real, para que el pensamiento surja de la observación, y no al revés. Ello explica probablemente la frecuencia en estos poemas de lugares de paso, de reflexiones al hilo de un paseo, de fragmentos de tiempo que aluden asimismo al tránsito (agosto es «tierra de nadie entre dos frentes»), a fronteras borrosas como el amanecer o el duermevela («La mañana es un parque de paso»). Es en la grieta, en el umbral, en la sutura donde lo real se revela de pronto, donde es posible sorprender su movimiento oculto.

Aunque en esta poesía no faltan evocaciones y recuerdos, teñidos en ocasiones de cierta tonalidad elegíaca, creo que la escritura de Doce se asienta (y ese es uno de sus mayores atractivos) de una forma muy personal en el presente. Un presente, claro está, sobre el que gravitan con fuerza futuro y pasado. En este sentido, un espléndido texto como «Elegía» resulta, paradójicamente, muy poco elegíaco (el autor parece haber buscado de manera consciente el contraste entre el título y el desarrollo del poema). Estos son los versos finales: «¿Qué importa si hubo vértigo, si el baile / fue a veces aquelarre, / premonición de ruina? / Ahora sólo escucha el parpadeo de las ramas / y la carne de su carne ensanchando el presente. / Lo profundo es la luz aquí dentro». Asumir el presente es renunciar a la fijeza, obligarse a estar atento a lo que cruza de pronto ante nuestros ojos, aceptar precarios equilibrios. Pero en esa apuesta de equilibrista sobre la cuerda floja del vivir cotidiano, asiste el poso de lo vivido, esa «luz aquí dentro» donde lo que fue sigue de algún modo siendo. En ese sentido, y frente a todos los pronósticos, efectivamente «nada se pierde», pero es gracias a la poesía, a la lúcida inteligencia de estos poemas, como se alumbra una cierta posibilidad de permanencia.