POR CARLOS BARBÁCHANO
EL NUEVO CINE ESPAÑOL Y SU CONTEXTO
Los años sesenta se inician con la llegada de Fraga Iribarne al Ministerio de Información y Turismo, lo que supone una política de cierta apertura bajo el famoso lema «España es diferente». Entre 1962 y 1967, José María García Escudero, rara avis en la España de la época, vuelve a tomar las riendas de la Dirección General de Cinematografía y Teatro, de la que se había responsabilizado por breve tiempo en los años cincuenta, y eso supone un nuevo aliento para el cine español. Una oleada de jóvenes directores ruedan sus primeras películas en esa década, entre ellos Julio Diamante. Justamente en 1961 dirige su primer largometraje, Los que no fuimos a la guerra, que va a contar con graves problemas de censura, lo que difícilmente hubiera ocurrido un año después con García Escudero a cargo de la Dirección General. Al poco, el Instituto de Experiencias e Investigaciones Cinematográficas, donde Diamante había realizado sus estudios de dirección, pasa a ser la Escuela Oficial de Cinematografía, de la que será profesor entre 1964 y 1975, fecha en la que se clausura. Demasiados rojos encerrados en un solo juguete.
La política de subvenciones al nuevo cine español, la calificación de películas de interés especial, siguiendo el modelo proteccionista francés, multiplica el número de producciones cinematográficas. Proliferan las revistas especializadas, destacando entre ellas Film Ideal y Nuestro Cine. En la segunda mitad de los sesenta se crean las salas de arte y ensayo, con lo que el cine alternativo europeo y de otras cinematografías comienza a llegar a esos pequeños y minoritarios locales. Algunos productores, acogiéndose a las subvenciones, como Querejeta, Otero o Matas, apuestan por los jóvenes directores. La nómina de debutantes es extensa: Saura, Camus, Regueiro, Diamante, Eceiza, Patino, Summers, Picazo, Suárez, Grau, Fons, Nunes, Egea… Todos ellos realizando filmes que más que gratificar al espectador, requieren su juicio, su inteligencia. Las películas de los nuevos directores tienen ya presencia en los festivales internacionales. Este cine alternativo convivirá con las grandes superproducciones que comienzan a poblar el suelo español; paralelamente las coproducciones europeas apuestan por el spaghetti western, que encuentra en los desiertos almerienses su paraíso. España es la sede del imperio de Samuel Bronston y grandes estrellas del firmamento cinematográfico mundial ruedan en nuestro país. Puro cine comercial aunque no exento de cierta calidad. Incluso algún productor español, como Emiliano Piedra, consigue levantar una de las obras maestras del gran Orson Welles: Campanadas a medianoche. Pero no todo es aire nuevo, la censura sigue haciendo de las suyas y la década se estrena, por ejemplo, con el caso Viridiana. En un alarde de apertura por parte del gobierno, la película, que supone el regreso profesional de Luis Buñuel a su país tras un largo exilio, es presentada, bajo pabellón español, al festival de Cannes en 1961 donde gana la Palma de Oro. L’Observatore Romano, el periódico oficial del Vaticano, la tacha de inmediato de sacrílega. El director general de Cinematografía, que había recogido el premio, es destituido. La película no podrá verse en España hasta muchos años después.
LOS QUE NO FUIMOS A LA GUERRA
Algo parecido, aunque a menor nivel, le ocurre a la primera película de Diamante, que es presentada en el festival de Venecia en 1962. Los que no fuimos a la guerra no había sido seleccionada por las autoridades españolas, sino que fue el propio festival quien la requirió con gran enfado de los organismos oficiales. La película, que perfila una suerte de «realismo expresionista», confiesa su realizador, estaba basada en un relato de Wenceslao Fernández Flórez que, más que una novela, era un anecdotario humorístico que recogía las reacciones de los habitantes de una pequeña población española, Iberina, simbólico y gracioso nombre que podría abarcar cualquier ciudad de provincias, en este caso Alcalá de Henares, ante lo acaecido en la Primera Guerra Mundial. Los paisanos se dividen en dos bandos, francófilos (luego aliadófilos) y germanófilos, enfrentados, a veces algo más que dialécticamente, en las tertulias, principalmente del Casino municipal. Memorable la panorámica en la que se nos describen los personajes a través de los sombreros colocados en la repisa del guardarropa; como lo es el tratamiento de la imagen, a cargo de Manuel Rojas.
La adaptación cinematográfica es libérrima, Diamante cambia incluso la edad del protagonista, Javier (un personaje más en la novela de Fernández Florez); y así se inicia la película, con un anciano que sale del cine, «esa barata morfina de nuestro tiempo», le oímos decir en off, lamentándose de haber visto una película bélica, al formar parte de una generación que, si bien no participó en la guerra del 14, quedó marcada por ella. En el guión original se añadía: «Y vino después la otra guerra que todavía fue peor», en clara alusión a la Guerra Civil, que la censura suprimió al momento. No obstante, el trasfondo del enfrentamiento entre las dos Españas que vertebra, en este caso humorísticamente, la película no pasó inadvertido por una censura que, tras la cálida acogida veneciana, no permitió su exhibición, parcial (pues fue mutilada con grotescos cortes), hasta varios años después de su realización. Y con cambio de título, Cuando estallo la paz, bastante irónico por cierto y que no fue percibido por la censura al celebrarse en ese año los 25 años de paz…; requisito, además, indispensable para su estreno tardío. De hecho, su segunda película, la excelente Tiempo de amor (1964), se estrenará un año antes que su opera prima. Afortunadamente, al cabo del tiempo, Diamante pudo remontarla tras recuperar los fragmentos cortados por la censura.
Javier es un joven risueño e inocente (interpretado por un desconocido y candoroso Agustín González, que hasta luce una estupenda cabellera), cuyo padre es el germanófilo maestro del barrio (don Arístides, José Isbert, en un papel que le venía como anillo al dedo). Javier está enamorado de la vecina del piso de abajo (Laura Valenzuela), cuyo padre es el francófilo secretario del ayuntamiento (don Amado, un Félix Fernández en estado de gracia, como todo el plantel de actores). El amor que mutuamente se profesan se ve condenado a la clandestinidad por el radicalismo de sus respectivos padres. Despedido del periódico local por la presión que ejerce sobre el director el principal publicista, francófilo por supuesto, Javier se ve obligado, como los antihéroes de las novelas picarescas, a ejercer todo tipo de oficios, a cada cual más ruinoso. Uno de ellos es el de explicador de los documentales bélicos mudos que con gran éxito de público se proyectan en el corralito de la tasca del gallego Fandiño, en sesiones separadas para francófilos (en ese caso, el explicador es su estrambótico amigo Aguilera, «inventor, sirvergüenza y filósofo») o germanófilos (que, como buen hijo de su padre, comenta él mismo). Secuencia que aprovecha inteligentemente Diamante para hacernos ver cómo unas mismas imágenes, pues pertenecen a los mismos documentales, pueden ser manipuladas por uno u otro comentarista.
La inestabilidad laboral de su novio hace que la paciente Laura, cuya vida, como la de toda señorita decente, consiste en «comer, coser y pasear», y siempre acompañada, pierda la paciencia y decida ponerse a trabajar como cajera en el recién abierto Gran Bazar, con gran disgusto de su pretendiente al que le replica con garbo: «Y si hago sumas, ¿me saldrá la barba?». El dueño del negocio, que sólo quiere contratar mujeres («son más agradables, más eficientes, más económicas»), acepta encantado a tan bella candidata. Cuando Javier regresa de uno de sus viajes —ahora es representante de extravagantes productos parafarmacéuticos— lleva un regalo, un costurero, cómo no, a casa de la novia. Le cae un cubo de agua fría: Laura se ha prometido con Alberto, el dueño del Gran Bazar, y cree que es el primer regalo de boda que reciben…
La amplia galería de personajes que desfila por la película es digna de reseñar, aunque sea parcialmente. Entre ellos destaca el aguerrido Pons (Ismael Merlo), el pícaro que simula enrolarse en el ejército francés para combatir a los alemanes y consigue largarse a Madrid con los fondos de una ilusa colecta cívica. Javier, sorprendido, se lo encuentra en la castiza verbena en la que liga con Eusebia (una pizpireta Gracita Morales), la antigua criada de la casa paterna, convertida en la cupletera Flor de Alelí. Ni uno solo de esos variopintos personajes desentona en un logro de coralidad actoral que nos recuerda a las mejores películas de Berlanga, uno de sus indiscutibles maestros. Aconsejo al lector de estas líneas que busque en la red la letrilla que Diamante improvisa y canta en el funeral de Berlanga y que dice así: «Las lágrimas y las risas / con Plácido y El verdugo / nos hicieron comprender / lo agridulce de este mundo. / Cuando se muere algún pobre / qué triste se va el entierro / y cuando se muere un rico / va la música y el clero. / Cuando se muere Berlanga / se entristece el mundo entero».
Disfrútenlo, en sus tres tomas. Me lo agradecerán.