POR JUAN FERNANDO VALENZUELA MAGAÑA

La superficie más entretenida de la tierra
es para nosotros la del rostro humano.
LICHTENBERG
«YO NO SÉ QUIÉN SOY»

Probablemente la identidad sea el tema de la novela como género. En su momento fundacional, don Quijote expresó la cuestión de un modo que gustaba mucho a Unamuno: «Yo sé quién soy», y el descubrimiento de identidades enmascaradas era un tópico en la época. Así que nada tiene de novedoso que el asunto aparezca por todos sitios en la novela actual. Lo nuevo es el modo en que lo hace. Invirtiendo la frase de don Quijote, diríamos que los personajes hoy proclaman con perplejidad y angustia: «Yo no sé quién soy». La cuestión de la identidad pone así en marcha el argumento. En Calle de las tiendas oscuras (1978), una novela de Modiano, el protagonista es un detective que no recuerda quién es y lleva a cabo una investigación sobre su propio y olvidado pasado, buscándose en una atmósfera más metafísica que psicológica. En El bigote, de Carrère, el narrador se lo afeita desencadenando una crisis de identidad al decirle su mujer que él nunca ha tenido tal piloso ornamento. Son sólo dos ejemplos.  Pero el yo no es tema solamente novelesco, sino una de esas cuestiones que recorre toda la historia del pensamiento del hombre, desde la mitología griega ‒Narciso‒ hasta el yo como campo de batalla en Nietzsche, pasando por el Conócete a ti mismo délfico-socrático, el Pienso luego existo cartesiano o la originalidad romántica. Trazar el recorrido de esta palabra ‒o de otras como razón o libertad‒ es trazar la historia de nuestra cultura. Es lo que le ocurre a Charles Taylor cuando en Fuentes del yo busca explicar, como reza el subtítulo, la construcción de la identidad moderna. El libro, que se retrotrae a Homero y Platón, acaba siendo una historia del yo, sí, pero también de la ética y, a la postre, del pensamiento occidental. Mi propósito aquí es mucho más modesto. Me gustaría aclarar la perspectiva desde la cual Kundera aborda el asunto de la identidad, ayudándome para ello sobre todo de sus novelas La broma y La identidad, así como de consideraciones de algunos pensadores que, como el mencionado Taylor o el filósofo italiano Agamben, han meditado sobre él.

LA IDENTIDAD COMO PALABRAS-CLAVE

Lo primero que salta a la vista al preguntarnos por la identidad en los personajes de Kundera es que esta viene dada por el código existencial que los constituye. Kafka inauguró una nueva etapa de la novela saltando de lo psicológico a lo existencial, y Kundera, para quien la historia de un arte es fundamental para tal arte, se adscribe a ella. Kafka no precisa hablar del físico, de la biografía, de los recuerdos o de los sentimientos de los personajes ‒que pueden hasta carecer de nombre: K‒ porque su propuesta es explorar las posibilidades del hombre en un mundo donde los condicionamientos exteriores son aplastantes. Los personajes de Kundera no están tan desnudos, pero su identidad tampoco la constituye lo psicológico, sino un puñado de palabras-clave. En La insoportable levedad del ser, por ejemplo, el cuerpo o el vértigo son dos de esas palabras-clave que permiten conocer a Teresa. Estas palabras, que tienen significados diferentes si cambiamos de código existencial, si nos salimos de un personaje y nos metemos en otro, nos indican que la identidad está pensada atendiendo a lo individual, a la diferencia. Kundera se aparta así del yo cartesiano, esa cosa que piensa, que apunta a lo universal, y se acerca a Montaigne: «No hay ninguna persona que, si se escucha a sí misma, no descubra en sí misma una forma peculiar, una forma regidora, que lucha contra la institución y contra la tempestad de las pasiones que es contraria a ella». Montaigne, como vemos, concibe el yo como lo peculiar, lo original, lo distinto.

 

AMIGOS ESPEJO

Y lo que nos diferencia es nuestra biografía, narrada en nuestra memoria. Es famosa la relación establecida por Locke entre identidad, memoria y conciencia: «Porque desde el momento en que cualquier ser inteligente puede repetir la idea de cualquier acción pasada con la misma conciencia que tiene de cualquier acción presente, desde ese mismo momento, ese ser es él mismo y personal». En la mencionada novela de Modiano, como hemos visto, una pérdida de memoria supone una búsqueda de la identidad. Era de prever que en un género que ha llegado a un periodo en el que se hace de la identidad una pregunta, la memoria ocupe un lugar importante. Ya vimos en un artículo anterior la relevancia de la memoria y el olvido en Kundera. Y en relación con nuestro tema, la memoria está vinculada a la amistad. En La identidad, Jean-Marc visita a un antiguo amigo que está enfermo y al que había dejado de querer y ver porque se sintió traicionado por él. El amigo le cuenta ahora que Jean-Marc le habló una vez del asco de unos ojos femeninos que parpadean. Este no recuerda nada al respecto y piensa que la «verdadera y única razón de ser de la amistad» es «ofrecer un espejo en el que el otro pueda contemplar su imagen de antaño, que, sin el eterno bla-bla-bla de los recuerdos entre compañeros, se habría borrado desde hacía tiempo». Sin embargo, a Jean-Marc le importa un comino el espejo que su amigo le ofrece. Esa imagen le resulta extraña, ajena. El profesor Cerezo ha puesto en relación, en su estudio sobre Unamuno, el símbolo del espejo con la enajenación del yo: al mirarnos al espejo nos vemos fuera, objetivados, sin alma.

Pero hay amigos y amigos. Montaigne tuvo uno muy distinto, La Boétie. Este tenía del primero una imagen fiel. «Sólo él compartió mi verdadera imagen y la llevó consigo». También en Kundera podemos encontrar esta segunda amistad en la que el yo se hace y a la vez se explora y en la que nos reconocemos en el otro. En «La enemistad y la amistad», perteneciente a Un encuentro, un libro ensayístico, Kundera distingue precisamente la amistad de la camaradería y reflexiona sobre el tiempo en el que sacrificaron la amistad a las convicciones políticas. Y en la novela que, en cierto modo, abre su producción literaria, La broma, el narrador, después de unos nueve años, se ve con Kostka, un amigo con el que le gusta discutir porque no se parecen entre sí y eso pone en evidencia «quién era en realidad yo mismo y qué era lo que pensaba».

El verdadero amigo, pues, nos pone ante nosotros mismos, nos devuelve la imagen fiel de lo que somos. Para alguien que ha vivido en uno de los regímenes del Este, la cuestión de la fidelidad de la imagen es inevitable. En La broma: «Ya estoy tan infectado por la desconfianza que cuando alguien me cuenta qué es lo que le gusta o lo que no le gusta, no lo tomo nunca en serio o, mejor dicho, lo entiendo sólo como un testimonio acerca de la imagen que pretende dar». Esa imagen que uno pretende dar se ha conocido tradicionalmente bajo el símbolo de la máscara.

 

LA MÁSCARA

Es sabido que máscara es el significado original de la palabra persona. Este último concepto adquirió en Roma, pueblo del derecho, un significado jurídico. El individuo se identificaba con su familia, representada en la máscara de cera del antepasado familiar. Pero la relación de la máscara con el teatro nos lleva a otro significado, el moral. Los estoicos desarrollaron una ética basada en la tensión entre la identificación con el papel que nos ha tocado en la sociedad y la distinción entre uno mismo y ese papel. Esa tensión, esa grieta que se abre en el seno de la identidad, aumenta en el comienzo de la Edad Moderna. La distancia entre el yo y la máscara se acrecienta. Señala Agamben que si los actores romanos miraban en sus retratos a la máscara, ahora aparecen mirando al espectador. Aunque hemos puesto al yo de Descartes como ejemplo de un yo universal ‒la res cogitans‒, su lema avanzo enmascarado recoge esta tensión. El mundo privado comienza a abrirse paso. La novela, en consecuencia, también. El yo se retira a sus aposentos interiores y cultiva sus secretos.

 

PROFUNDICEMOS UN POCO

Pero aunque la individualidad del hombre haya crecido en el sentido mencionado y su relación con la sociedad haya virado hacia una concepción atómica del individuo, nos quedaremos en la superficie de la cuestión si entendemos el yo como una figura previa y acabada a la que superpongo una máscara cuando estoy ante la gente ‒salvo si son mis íntimos, a los que dejaría ver mi verdadero rostro‒. Si así fuera, conocerse a uno mismo consistiría en cerrar relajadamente los ojos y pescar introspectivamente el yo. La cosa, sabemos por experiencia, no funciona así. Ese yo sólo puede aparecer viviendo, en la relación con el mundo y, por tanto, con los demás. El yo aparece como representación, en el doble sentido de imagen y de función teatral. Visto así, la máscara no sería un añadido al yo, sino el único modo de ser que tiene. Si lo llamamos máscara es porque es lo que ofrecemos a los demás y aun a nosotros mismos. Debemos al siglo XX una visión teórica del yo menos sustancial, más plástica. Ese yo, que Ortega concibe en esta línea como proyecto ‒es decir, algo que no es todavía‒, va adquiriendo su forma exteriorizándose