POR MANUEL ALBERCA
Durante cien años, desde mediados del siglo xix y hasta mediados del xx, París fue el destino obligado de todos los creadores que querían ser alguien en el concierto de las artes. En este periodo, la ciudad vivió quizá los años de máximo esplendor. La legión de los que allí acudieron llegó henchida de ambición artística y, a veces, con la esperanza ilusoria de que el «genio» de la ciudad les impregnase. Lo fue también para los jóvenes curiosos y hedonistas que se acercaron a la capital francesa por la promesa de diversión e intensidad vital que resonaba en la eufonía de su nombre. Como anotaría con acierto Gaziel en sus memorias al recordar la magia de la ciudad en sus compañeros de estudios y en él mismo: «Mai un nom sol no ha tingut tant de prestigi. Només de sentir-lo, als meus companys se’ls encenia una flameta als ulls. […] París: ¿seria possible d’anar-hi?» (Tots els camins duen a Roma).
Tal vez uno de los momentos más relevantes en estos cien años coincidió con la llegada a la ciudad de Gertrud Stein, cuya casa se convertiría en el centro en torno al cual girarían algunos de los artistas y escritores más relevantes del siglo xx. Fue la época del decadentismo, de la bohemia, de la belle époque y del desarrollo de las vanguardias artísticas y políticas. Picasso, Matisse, Apollinaire, Joyce, Hemingway… confluyeron desde distintos sitios y al unísono en aquella ciudad y alrededor de la escritora norteamericana. La muerte de Gertrud Stein en 1946 y, antes, la invasión alemana de Francia en 1940 cerraron simbólica e históricamente está época esplendorosa de París que la norteamericana se encargó de registrar y mitificar en su famosa Autobiografía de Alice Toklas.
Del mismo modo, los españoles abrazaron también París como el paradigma de la modernidad, aunque la ciudad nunca llegó a significar quizá tanto como para los creadores hispanoamericanos, que, huérfanos de identidad cultural después de la independencia, convirtieron la capital francesa en su patria. A este propósito, Elías Piterberg decía en clave de humor que los argentinos, cuando morían, no iban al cielo, sino a París (Cristóbal Pera, 1997). En cualquier caso, veremos que, en este capítulo de la irresistible atracción que la capital francesa ejerció sobre los creadores españoles, se pone de manifiesto también, a veces de manera anecdótica, la función de puente modernizador que Cataluña habría cumplido en el proyecto europeizador de España (Amat, 2007).
Al registrar sus estancias parisinas, los españoles confiesan por lo general que, cuando vieron colmado el deseo de viajar a la ciudad por primera vez, sintieron que habían llegado a la meca de la cultura y que habían cumplido un rito indispensable para el currículo de un artista que aspirase a alcanzar la gloria. De este modo se apropiaban y hacían suyo el mito que, con algunas décadas de existencia como construcción conceptual o imaginaria, había acabado por producir efectos reales.
El mito del París moderno alcanzó su cenit en la llamada belle époque (más o menos entre 1900-1914), pero su prestigio se había gestado en el siglo anterior. La atención, que los escritores españoles prestaron a la ciudad antes del siglo xx, atención a veces vacilante, entre la admiración y la incomprensión, tiene dos insignes ejemplos en el diario de Leandro Fernández de Moratín y en las memorias de José Zorrilla. En las anotaciones del diario del primero quedan impresas las huellas de su paso por la ciudad en 1792 con un laconismo telegráfico y en un leguaje críptico en el que se mezclan, sin estructura sintáctica definida, palabras castellanas, francesas, incluso italianas e inglesas, con algunos latinismos. Las anotaciones, sin embargo, se revelan muy eficaces para registrar su ociosa y crapulosa vida en París y el horror que le producen los desmanes revolucionarios: «Tuilleries attaque, massacre Esguizarii, ego pavor. Cum Chabanot, rue San Antonio y Boulevard, têtes in lanzas, pavor; Café»-anotó asustado el 10 de agosto de aquel año (Diario, 1968).
Más articulados resultan los juicios de José Zorrilla sobre París, de cuyas estancias allí, a mediados del siglo xix, deja una visión ambivalente en sus memorias, un sentimiento doble y contradictorio atraviesa su balance de la ciudad: «París tiene dos fases: es el manicomio de los ingenios y el paraíso de los tontos. En el primero, se forjan sus grandes elucubraciones todos los grandes locos, que con sus inventos y con sus escritos impulsan hacia el progreso el movimiento social europeo; y en el segundo pierden su tiempo, su salud y su dinero, en el turbión de marionetas, charlatanes, estafadores y mujeres perdidas, que pueblan aquel falso edén […]. De París salen simultáneamente los gérmenes de todo lo bueno y de todo lo malo, sobre todo para nosotros los españoles; que, sea dicho sin que nadie se ofenda, o aunque se amosque conmigo la mitad de la nación, solemos tomar todo lo malo y poquísimo lo bueno» (Recuerdos del tiempo viejo).
La ciudad fue testigo de algunos de los hechos más desgraciados y embarazosos de la vida de Zorrilla, pues, si a París llegó huyendo de la vergüenza de tener que hacer frente a las numerosas deudas de su padre a la muerte de este, huyendo también, salió de París hacia México, obligado, según sus palabras, a abandonar a la mujer que amaba y al «hijo natural» de ambos, poniendo mar por medio. Antes de la fuga fue detenido por el impago de un pagaré que él junto a otros había avalado.
Ya en el siglo xx, en esta misma estela crítica, encontraremos a Baroja, a Gómez de la Serna, a Sagarra o González Ruano. Todos reconocen la importancia de la ciudad para su formación cultural y el evidente atractivo que ejerció sobre ellos, pero no ocultan tampoco que la unanimidad que el mito despertaba en la mayoría no dejaba de ser un modo de pereza intelectual, de papanatería (así lo considera Baroja) o una manera de ocultar lo desabrido que París podía resultar a veces al forastero.
Para los escritores de la edad de plata, París fue antes que nada un rito de paso o un momento epifánico de su formación artística. Como es sabido, Pío Baroja no era amante de unanimidades. A su talante «liberal», estas le parecían cuando menos sospechosas o fruto de la idiotez. En sus memorias, Desde la última vuelta del camino, Pío Baroja dejó claro que, aun siendo un asiduo visitante desde su primer viaje en 1899 y de pasar numerosas temporadas en la ciudad, nunca fue un admirador incondicional de la misma, pues dio pruebas simultáneamente de su admiración y de su reserva por la ciudad, por Francia y los franceses, particularmente por sus intelectuales y escritores. Así en las cien sustanciosas páginas dedicadas a sus tres primeros viajes a París en el tercer volumen de sus memorias, precisa la función de balcón europeo que París cumplía para un español, un lugar privilegiado desde donde asomarse al mundo. Es decir, una cuestión casi de puro pragmatismo: […] desde que comencé a escribir, he solido ir a París a pasar largas temporadas. No para conocer la ciudad, que, viéndola una vez, basta, ni para visitar a los escritores franceses, que, en general, se consideran tan por encima de nosotros, que no hay manera decorosa de abordarles, sino para tener un punto de observación más ancho y más internacional que el nuestro. Si hubiera sabido inglés o alemán, habría ido con más frecuencia a Londres o a Berlín» (Desde la última vuelta del camino, III).
Como no podía ser menos en alguien de tal independencia de criterio, se resistía con rotundidad a la unanimidad que despertaba el mito de París: «[…] no basta que una obra literaria, científica o artística salga de París para que sea una gran cosa. Yo creo que la medida debe ser para todos igual. Yo no he tenido esa tendencia a la papanatería de muchos escritores españoles, italianos, americanos para creer que un escritor o un artista, por vivir en París, sea una maravilla. El número de tontos en París es infinito, como en todas partes».
No fue Pío el único Baroja que incurrió en el ritual parisino ni en dejarlo por escrito en sus memorias, pues su hermano mayor, Ricardo, y su hermana Carmen anotaron también en las suyas su paso por la ciudad. A mi juicio, mayor interés que las de Ricardo tienen las memorias de Carmen Baroja, pues la valoración de su experiencia parisina como mujer española del fin de siglo las hacen más apreciables. Carmen viajó a París en 1906, acompañada de su hermano Pío, «comisionado» por la familia para que «velase» de la joven, mientras esta seguía un curso de pintura y grabado. Recuerdos de una mujer de la generación del 98, que así se llaman sus memorias, es un magnífico testimonio de los obstáculos insuperables que las españolas de la época encontraban para realizar cualquier empresa personal sin la tutela de un hombre. De vuelta a Madrid, comprobó que los proyectos artísticos planeados en París resultaban ilusorios en los estrechos límites de la sociedad española.
En su impagable Automoribundia (1948), Ramón Gómez de la Serna cuenta que, entre los años 1909 y 1911, en que ocupó un cargo político en el secretariado de la junta de pensiones de París (un momio que le «regaló» su padre como premio al término de la carrera de Derecho), se encontraba de vez en cuando con Pío Baroja y confiesa que siempre le «le daba la cena»: «Yo vivía de pequeñas ilusiones, de mucha buena fe literaria, de oler las violetas de la admiración esparcidas por los poetas y los bohemios, cuando Baroja se empeñaba en ensombrecer la vida. Su monserga era la ciencia, y como nombre de combate tenía el del biólogo Metchnicov, que estaba entonces de moda».
Posiblemente, no hubiese en las letras españolas de aquel momento dos escritores más antagónicos ni actitudes más divergentes. Con el paso del tiempo, Ramón resultó ser un elegido de la fortuna parisina: el único escritor español de su época (con la excepción de Blasco Ibáñez), que consiguió hacer realidad el sueño juvenil de triunfar en París. Ramón, que estaba llamado a ser un escritor madrileño, se salvó del localismo por la apertura a lo europeo y, sobre todo, a lo parisino. En los años veinte, fue traducido al francés, publicado por Flammarion, requerido por la Nouvelle Revue Française de Gallimard, aunque este había rechazado años antes el consejo de Valéry-Larbaud de editar las greguerías al francés, reconocido como uno de los grandes y homenajeado en diversas ocasiones. Una ha sido muy celebrada por la historia literaria, pues, con motivo de la traducción al francés de su novela El circo, agradeció el gesto pronunciando un discurso subido en un elefante en el Circo de Invierno de París. Por todo ello alcanzó una notable popularidad en Francia. Además de la estancia de dos años ya citada, Ramón residió otras temporadas e hizo numerosos viajes a la ciudad, experiencia que relata siempre con sentimientos ambivalentes de atracción y desasosiego en Automoribundia, en sus novelas autobiográficas que están ligadas a París, como El chalet de las rosas, El incongruente, La viuda blanca, El caballero del hongo gris, y en las crónicas periodísticas para el diario El Sol, que escribió en los seis meses de estancia, cuando se refugió allí a consecuencia de la ruptura sentimental con Carmen de Burgos, recogidas después en forma de libro bajo el título de París.
Unos años antes que Ramón se estableciera en la ciudad, a un muy joven Eugeni d’Ors se le propuso ser corresponsal en la capital francesa de La Veu de Catalunya, a lo que accedió entusiasmado. Con este fin, en mayo de 1906 se trasladó allí y unos meses después, en otoño, ya casado, ocupó un piso en la rue du Jasmin, en Passy. Al mismo tiempo, durante unos años disfrutó de una beca de la Diputación de Barcelona para ampliar estudios. Después de esta primera estancia que acabaría en 1911, regresó a Barcelona al ser nombrado secretario general del Institut d’Estudis Catalans. Pero, durante toda su vida, la vinculación con la capital de Francia fue permanente, especialmente en 1927, año en que volvió como representante de España en el Instituto internacional de Cooperación Intelectual. Allí permaneció hasta 1937, cuando en plena guerra civil decide regresar a España para colaborar con el régimen de Burgos. La ciudad tendría una importancia decisiva en su vida y en su obra, no en vano allí comenzó a escribir sus primeras glosas para La Veu, que le harían famoso y llegarían a constituir el Glossari, su obra más representativa y personal. La presencia de la ciudad se desparrama por todas sus glosas, pero cobra un relieve sobresaliente en las que escribe en los primeros años, al quedar galvanizado por el peso cultural y la modernidad de la ciudad del Sena: «El alma de París tiene un secreto. Este secreto no puede expresarse con palabras. Cuando estás allí cada cosa te lo revela como un lenguaje mudo. […] Deseo vivir. Tengo una sed ardiente de vida» (La Veu de Catalunya, 4.12.1909).
No cabe la menor duda que, para la biografía de Agustí Calvet «Gaziel», el paso por París representó también una experiencia decisiva, en la que se amalgamaron el rito de paso y la revelación epifánica. La importancia de París, por tanto, no fue para él menor que para Xènius, pero de sentido diferente. A este la ciudad le confirmó su declarada vocación intelectual y filosófica, y a Gaziel se la cambió. Sus estancias, más o menos largas, y sus idas y venidas a la ciudad jalonan a manera de hitos su vida desde sus años juveniles. La ciudad resultó tan importante en su proyecto personal que funcionó como un correlato compensatorio de la realidad interior española que tanto le desazonaba. No tenía todavía veinte años cuando Gaziel planificó una huida a París con dos compañeros de estudios universitarios en plenos exámenes finales. Un día de junio de 1907, sin pensárselo dos veces y sin decir palabra a sus padres, Gaziel vendió su flamante bicicleta francesa por seiscientas pesetas. De los tres que huyeron, era el que disponía de más dinero para iniciar la aventura parisina. En Tots els camins duen a Roma, Gaziel cuenta los pormenores de este primer viaje y sobre todo la impresión que le produce la ciudad de la belle époque. Una vez instalados en una modesta pensión, una de las primeras visitas cursadas fue a D’Ors en su casa de Passy. Fue precisamente esta visita la que les va a delatar y será la pista para que la aventura termine dos semanas después.
En 1909, una vez acabados con éxito los estudios de Filosofía y Derecho, sus padres le regalaron una estancia en París, durante los meses de agosto y noviembre, con la excusa de ampliar sus estudios. Por lo que él mismo cuenta buena parte del tiempo se le fue en mantener una hermosa relación amorosa con una joven de Tours que trabajaba de bailarina en el cabaret Rat Mort. Con ella vivió una apasionada historia que acabó de manera imprevista por la interferencia de un cura, tío de la joven. En fin la historia constituye una preciosa «novela» de formación sentimental, que merece por sí sola la lectura de las memorias de Gaziel.
No volverá a París hasta mayo de 1914 con la idea de prepararse para unas oposiciones a cátedra de Filosofía, ignorante de la amenaza que se cierne en el horizonte sobre Europa. Buscó una pensión en pleno barrio latino y se instaló en una de la placeta Fürstenberg, que es, según sus palabras, «un dels llocs del mon on m’he sentit més bé». La felicidad dura poco y la de Gaziel se interrumpe a primeros de agosto, cuando Francia es invadida por las tropas alemanas y se declaran las hostilidades. La anécdota es bien conocida, pero no me resisto a contarla: Gaziel que había ido a París a formarse como profesor de Filosofía, se va a encontrar de cara con la Historia y el desafío que esta le lanza va a orientar su vocación y su vida hacia el periodismo. Cuando todos los clientes de la pensión han huido de París y hasta la propietaria y su familia se han retirado a la Provence, Gaziel decide permanecer en París llamado por no se sabe bien qué instancias y, solo, se prepara para vivir un momento histórico del que irá levantando acta en las anotaciones de su diario entre el 1 de agosto y el 4 de septiembre, que, de vuelta en Barcelona y debidamente rescritas, darán lugar a las crónicas que publicará La Vanguardia y más tarde recogidas en el Diario de un estudiante en París (1915).
Saldría trasformado de esta experiencia: estaba abocado a ser profesor de Filosofía y si no lo fue, si su vocación viró al periodismo, se debió en parte a estas crónicas, que tuvieron tanto éxito que recondujeron su derrotero profesional. En la soledad de sus últimos días en París, contemplando, como si de un mándala se tratase, los tejados de la ciudad, sin luces nocturnas por miedo a los ataques de las baterías enemigas, y bajo un cielo estrellado de una intensidad desmesurada e inaudita, va a interrogar su destino, que en una manifestación imprevista y súbita, le va a revelar su verdadera vocación. Dicho así podría parecer un pelo pedante, pero sin duda es mi culpa, pues los que conocen el final de Tots els camins… saben que el texto de Gaziel respira sinceridad y verdad:
Però què hi feia, jo? ¿Què esperava desvagat, sol i pobre? Si he de dir-ho francament, penso que esperava, de una manera confusa però convençuda, que els esdeveniments mateixos dictessin la meva conducta. No podia explicar-m’ho (ni ara tampoc ho entenc), però intuïa que en rondava com una força misteriosa i estranya, del tot inconeguda, que s’ocuparia de mi, que faria per mi. […] Era un pressentiment, que en diem avui, amb una paraula que no val la veritable, la que usaven els antics: un presagi. El camí de la meva vida, sempre obstruït per un o altre obstacle, ara jo «sentia» como si es volgués obrir.