A finales de ese mismo año, en diciembre, Gaziel regresó a Francia, ahora ya como corresponsal de La Vanguardia y hasta el final de la guerra permanecerá allí, desde donde enviaba sus puntuales crónicas que posteriormente recogía en libros: De París a Monestir (1916), En las líneas de fuego (1917) y El año de Verdún (1918).

Josep Maria Sagarra era de los que pensaba que París, como el resto del mundo, se había vuelto más estúpido y confuso, más inhóspito, a partir de 1918, al término de la gran guerra europea. Según Sagarra, la sublime imagen de la ciudad comenzó a derrumbarse con la declaración de las hostilidades entre Francia y Alemania en 1914. Por suerte, él llegó a tiempo de conocerla unos meses antes, cuando en mayo de aquel año realizó su primer viaje a la capital francesa, en donde permaneció dos meses en compañía de su padre, que le premiaba así su aprovechamiento en los estudios de Derecho. Como ya hemos visto en el caso de Carmen Baroja y Gaziel, y veremos también en algunos más, este premio constituye un clásico de la burguesía culta y moderna de la época, que festejaba de este modo a sus vástagos aplicados.

Sagarra, por razones culturales y familiares, mantuvo una estrecha relación con Francia y realizó numerosos viajes y estancias prolongadas en París a lo largo de su vida, pero en sus Memorias (1954), al detener el relato autobiográfico en 1918, sólo da cuenta de la impresión que le causó en su primer viaje la ciudad del final de la belle époque. Guarda imágenes contradictorias de aquella estancia, felices pero también pesimistas, comenta por igual el París histórico-cultural y el frívolo, el Louvre, el cabaret y la revista musical. Sin embargo, por debajo de esa mirada amable, Sagarra atisba (y no sabremos nunca cuanto de construcción retrospectiva hay en esta imagen) el afloramiento de un mundo mezquino y materialista, hipócrita y cínico, gobernado por una escandalosa falta de principios morales, obediente sólo al imperativo tintineo de las monedas de oro y en el que era norma hacer burla de todo sin respetar nada. Percibió que, junto a los emblemas históricos y culturales que prevalecían del pasado aristocrático y señorial, estaban floreciendo señales preocupantes y negativas de la modernidad. En definitiva, Sagarra vislumbra, en el París de la época, un mundo podrido y adorable, burgués y señorial, que está a punto de fenecer y que Marcel Proust se encargaría de inmortalizar, como atinadamente comenta el memorialista catalán.

No obstante, como es de sobra conocido, después de la guerra, París recobró el pulso y vivió, en las décadas de los veinte y treinte, unos años de especial agitación cultural y política con el nacimiento y desarrollo de las vanguardias, aunque lejos de la brillantez de la belle époque, que la contienda europea había clausurado dramáticamente. De ese periodo irrepetible e insuperable de creatividad y libertad artística, tenemos, entre otros, los testimonios de Josep Pla, de Salvador Dalí y Luis Buñuel. En mayo de 1920, Pla, que el año anterior había terminado sus estudios de Derecho, fue nombrado corresponsal de La Publicidad en París, publicación en la que venía colaborando desde algunos meses antes. Así que se estableció en París durante un año más o menos. Durante ese tiempo fue enviando periódicamente, además de informaciones de carácter general, sus crónicas de la ciudad para su publicación en Barcelona. Estas crónicas fueron después publicadas en forma de libro, debidamente corregidas y mejoradas bajo el título de Notas sobre París. Uno, quizá, está acostumbrado al Pla maduro, lleno de sabiduría y profundidad observadora, que ejerce de escrutador implacable de las ciudades y de los hábitos de sus habitantes, y encuentra que estas notas primerizas sobre París desmerecen muchas veces de la perspicacia y penetración de sus observaciones que, como «lector» de ciudades, nos acostumbrará después cuando gane en experiencia y madurez. (Aunque uno también podría equivocarse, pues desconozco hasta dónde llega la reescritura y reelaboración de las crónicas periodísticas publicadas después en libro). ¿Por qué digo esto? Sencillamente, encuentro a Pla más atento a la monumentalidad artística e histórica de la ciudad y a la Cultura con mayúsculas que a la vida cotidiana de la ciudad. Hasta cierto punto es lógico, París atesoraba tal carga cultural que no podía dejar indiferente al Pla veinteañero, que por vez primera asumía una responsabilidad de este tipo y que, por primera vez, no se olvide, visitaba la Ciudad de la Luz. No obstante, hay crónicas en la que encontramos el Pla capaz de tomar la temperatura vital de la ciudad y de medir el grado de felicidad de los parisinos atendiendo a pequeños detalles, pues como el mismo cronista confiesa: «¿Cómo voy a sentir alguna atracción por la política, si a mí lo que me apasiona son las cosas claras, concretas, limitadas?». El toque personal lo consigue cuando aplica su mirada al espectáculo callejero, a los espacios en los que late la cotidianidad. Y, aunque es un seguro y crítico analista de los fenómenos culturales en boga ya en aquel año (la obra de Picasso, Valéry o Proust es certeramente comentada), el Pla que más acierta es aquel que fiándose de su olfato y agudeza de trotacalles y paseante impenitente de París es capaz de ver más allá de la estampa costumbrista. En estas crónicas, el merodeador de los barrios castizos y los ambientes canallas de París es superior al visitante de salones y teatros. Pla se convence de que no es fácil conocer ni París ni Francia ni a los franceses, pues todos ellos soportan tal cantidad de tópicos y de imágenes hechas que en realidad esconden más que muestran. Pla se fía, sobre todo, del poder revelador de los gestos fortuitos y de las minucias tenidas por banales, a este propósito su análisis de los espejos en los lugares públicos y del pardon francés son admirables. Al final de su estancia, Pla concluye: «El país se descubre lentamente y cuando se ha roto la costra de la fraseología para uso externo. Entonces se constata que en Francia se vive libremente, si se parte del hecho de la omnipotencia de la policía; de la indiferencia con que se mira a los extranjeros como corresponde a un país fuerte; de la permanente sumisión de lo que parece más objetivo a la verdad nacional francesa, de la estructura social basada en la autoridad, en la desigualdad y en la jerarquía […]. Francia es un país muy desconocido. Los tópicos corrientes, la fraseología, tienen poco fundamento» (Notas sobre París).

Cuenta Luis Buñuel en sus memorias, Mi último suspiro, que, financiado por su madre, en 1925 realizó su primer viaje a París, en donde prácticamente se quedó a vivir hasta 1939, al contraer matrimonio con la francesa Jeanne Rucar. Este primer viaje resultó decisivo para su evolución tanto humana como artística, pues allí entró en contacto con el grupo surrealista con el que mantuvo buenas relaciones y sobre todo descubrió el cine de la mano del director de origen ruso Jean Epstein. Pero, a decir verdad, lo que le impresionó más en su primer contacto con la sociedad parisina fue la libertad de las mujeres, la naturalidad de su trato, acostumbrado como estaba a la rigidez que les imponía la sociedad española a estas y, sobre todo, los gestos escandalosos de libertinaje, que como provinciano contemplaba horrorizado y fascinado. Especial relieve tiene todo el relato de la gestación y realización de Le chien andalou (1928), en colaboración con su entonces amigo Salvador Dalí, que, a la sazón, se encontraba también en París. La versión que este dio en su autobiografía La vida secreta de Salvador Dalí fue bien diferente de la del aragonés. Tal como Dalí lo cuenta, pareciera que Buñuel nada tuviera que ver con esta obra, pues ni lo nombra: «Le chien andalou era la película de la adolescencia y la muerte, que iba yo a clavar en el corazón mismo del ingenioso, galante e intelectualizado París, con toda la realidad y todo el peso del puñal ibérico…». Con razón, se extrañó Buñuel por esta apropiación de la película, claro que aún se extrañó más de la respuesta que Dalí le dio: «Si hago un pedestal no es para subir tu estatua encima, sino la mía». Buñuel comprendió que Dalí no tenía remedio, que ni en nombre de la vieja amistad era capaz de abdicar de su megalomanía.

En aquel tiempo, concretamente a finales 1924, Unamuno se encontraba también en París, a donde se había autoexiliado de una manera un tanto atrabiliaria, al huir de su exilio en Lanzarote, justo al ser amnistiado por Primo de Rivera. En aquel momento prometió no regresar a España hasta que no cayese el dictador, cosa que cumplió, permaneciendo primero en París y después en Hendaya hasta 1930. Curiosamente, una de las primeras cosas que Buñuel hizo a su llegada a la capital francesa fue ir a rendir homenaje a don Miguel en su tertulia del café La Rotonde. Fueron años de zozobra y soledad para el rector de Salamanca y la imagen que de París deja traslucir en Cómo se hace una novela (traducción francesa de Jean Cassou de 1925; ed. española de 1927), cuya acción trascurre en esta ciudad, es el de un lugar tenebroso y depresivo, en el que el río Sena se convierte en un espejo de la muerte, frente al tópico de presentar ciudad y río en imágenes simbólicas del vitalismo parisino y de su característica joi de vivre.

También en 1925 viajó por vez primera a París César González Ruano, y ni que decir tiene que le pareció sublime: «París era entonces todo», sentencia en sus memorias Mi medio siglo se confiesa a medias (1951). París fue para Ruano la ciudad en la que se podían seguir todavía las huellas casi vivas de Baudelaire y de toda la bohemia mitificada por los años y la distancia. Ahora bien, estas memorias tienen el interés de ofrecernos, a pesar del carácter cosmopolita, dandi y vividor de su autor, el reverso de la imagen del mito del París acogedor y amable, pues, en esta ciudad, sufrió también la experiencia más dura de su vida. En octubre de 1940, Ruano se instaló en París, según su propia versión, para tomarse unas vacaciones, reponer su quebrada salud y huir del hastío de Berlín en donde desempeñaba labores periodísticas para diferentes medios españoles. Dejó sus muy bien remunerados trabajos y decidió descansar en la capital francesa, entonces ocupada por los alemanes y controlada por la GESTAPO. Allí llevaba una vida de fiestas y de juergas, muy por encima de sus supuestas posibilidades económicas de escritor y periodista, alternando por igual con la alta sociedad y con los bajos fondos. Llegó a tener hasta cuatro casas alquiladas en aquel tiempo en que, según él mismo dice, no trabajaba. Una conducta como esta infundió sospechas en la policía alemana, que le detuvo el 10 de junio de 1942. Sometido a numerosos y desconcertantes interrogatorios, permaneció dos meses y medio en la prisión parisina de la calle de Cherche-Midi, en donde pudo comprobar en sus propias carnes las duras condiciones que padecían los judíos, los izquierdistas, los patriotas de la resistencia y los presos comunes. De esa experiencia límite, en que temió por su vida, saldría la que quizá sea la mejor prueba de la poesía de Ruano La balada de Cherche-Midi, un largo poema autobiográfico, y dos novelas autobiográficas, Manuel de Montparnasse (París, 1940-1943) y Cherche-Midi. Salió en libertad vigilada y permaneció en París hasta septiembre de 1943, en que, sin revelar a las autoridades alemanas sus intenciones, regresó a España, encontrándola más acogedora y entrañable que nunca. De cualquier modo, las memorias de Ruano, como su propio título avisa, son confesionales a medias, pues en ellas se refiere a un futuro libro autobiográfico titulado Archivo privado, que nunca vio la luz, en el que prometía contar todo lo que no había contado en el volumen primero. Por ejemplo, podría haber aclarado las verdaderas razones de su detención y de la consiguiente cárcel.

Jesús Pardo, que conoció y trató a Ruano, nos dejó una completa y explicativa semblanza biográfica en la que alude a la procedencia ilegal de los fondos que le permitían llevar un nivel de vida impensable en un escritor de periódicos, incluso de la categoría de él. Su proximidad al régimen de Franco le propició un lucrativo derecho de importación, venta de antigüedades, algún que otro contrabando beneficioso. Con respecto a este pasaje de su vida en París escribe Pardo: «Se decía, por ejemplo, que en el París ocupado por los alemanes, César había ganado mucho dinero vendiendo carísimos papeles falsos, a sabiendas de que lo eran, a judíos desesperados y ansiosos de escapar de Europa. […] A mí, conociendo el tremendo oportunismo de César, no me extrañaría que esa acusación fuese cierta, pero, insisto, no hay, ni es fácil que haya ya ninguna prueba a favor o en contra».

Poco después de la guerra civil española, en 1940, como acabamos de entrever por su propio testimonio, aunque a César G. Ruano no pareció importarle mucho, más bien al contrario, hasta que no se vio él mismo damnificado, el totalitarismo nazi confirmó los más aciagos presagios, pues no tardó en asestar su temido zarpazo a las democracias europeas. Al finalizar la segunda guerra, ya nada fue igual: París comenzó una lenta decadencia en el protagonismo de la cultura occidental, extinguiéndose paulatinamente su función simbólica de guía y meta universal. A pesar de la luz intelectual que había de irradiar la bohemia existencialista y su literatura, en realidad, París ya no alcanzaría nunca más el brillo del periodo anterior. La ciudad en los cincuenta estaba teñida ya de una pesadumbre y un desánimo, que hacía presagiar el final del mito. El París dorado había firmado su propio certificado de defunción mítica al final de la segunda guerra. Esto lo capta Jorge Semprún perfectamente en su libro La escritura o la vida, cuando de regreso a la ciudad, después de escapar al infierno de la deportación de Buchenwald, se pasea por sus bulevares como un sonámbulo y, preso de sus recuerdos, busca inútilmente el París que ya no existe.

Hasta 1936 los escritores españoles se habían acercado a París por devoción artística. En los años de la guerra y del franquismo el viaje a París cobró un sentido diferente, pues estuvo casi siempre marcado por la necesidad de escapar a un entorno hostil y mediocre, sin libertad. En este contexto, a los ojos de los españoles exiliados o autoexiliados, la ciudad recobró por razones obvias durante la guerra civil y en la posguerra el significativo título de capital de la libertad, que había florecido en el siglo xviii, afianzándose en el xix (Michel Winock, 2005). Para algunos privilegiados españoles, París se convirtió en una tabla de salvación durante la contienda civil, donde, huyendo de la guerra, encontraron seguridad. Este fue el caso de Pío Baroja, D’Ors, Sagarra, Gaziel, Buñuel, Azorín, etcétera. Todos ellos, desde sus diferentes y muchas veces encontradas posturas, dejaron huella autobiográfica de su experiencia de la guerra, de sus miedos, componendas o mecanismos defensivos. Todos, menos Azorín, que, aunque como otros muchos vivió en la capital francesa entre 1936 y 1940, no dejó sorprendentemente ni una sola referencia precisa a la guerra y a su postura en esta, pues es capaz de pasar por encima de esos años como si nada hubiera ocurrido (París, 1941, y Memorias inmemoriales,1946).[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]

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