Ese mismo año en que ve la luz Frankenstein lo hace también Northanger Abbey, de Jane Austen, aunque llevaba tres lustros escrita. Se publicó tras la muerte de su autora, que tantas novelas nos hizo llegar contando la situación de la mujer inglesa y su indefensión ante una ley que la abocaba al matrimonio como único medio para optar a un lugar donde vivir. Eso sí, sólo tenía que dar a cambio su persona, y no un heredero, aunque sabía que si tenía hijas en lugar de varones ellas tendrían probablemente que enfrentarse al mismo calvario que ella. Aunque su abadía no es la primera que traslada a literatura la visión satírica del género (ya lo hicieron El monje y, en 1813, The heroine, de Eaton Stannard Barrett), nos muestra a una joven obsesionada por los relatos góticos con referencias a Los misterios de Udolpho y El monje en un escenario gótico perfecto.

Tras Frankenstein, y a medida que nos adentramos en el siglo xix, el castillo y el trasfondo tormentoso y fantasmagórico se van refinando, convirtiéndose en elementos adyacentes o decorativos, y los relatos empiezan a explorar otros aspectos de las historias o a profundizar en ellos. Para el tema que aquí nos ocupa, que es la casa, una obra bisagra puede ser «La caída de la Casa de Usher», de Poe, incluida en una colección de relatos que con gran acierto se tituló Historias de lo grotesco y lo arabesco: lo raro y lo exótico. Aunque es difícil ir mucho más allá en una docena de páginas Poe logra incluir, magistralmente, todo lo que ha definido al estilo gótico hasta el momento y parte de lo que será después. Introduce el terror psicológico, o «del alma», hilo que retomará a finales del siglo xx otro de los maestros del terror, Stephen King. Por lo demás, en este cuento está todo: una casa familiar en ruinas, un heredero aquejado de una dolencia inespecífica, una joven (su hermana) también doliente, metáfora de la incapacidad como él lo es del deterioro, la amenaza de la extinción, que se cierne sobre la estirpe, la muerte prematura, el entierro prematuro también (al que Poe volverá en otros relatos), la enfermedad que pareció maldición pero no, no lo era, era algo científico y explicable… y más metáforas: la casa que se hunde, literalmente, en el estanque oscuro; se rompe, se hace pedazos y se desmorona tras abrirse por aquella grieta de la que se nos habla en los primeros párrafos y a la que algún lector despistado no habrá prestado la atención debida, pero es una pincelada magistral que ha de contener cualquier relato que se precie, desde el propio Poe hasta Cortázar pasando por el sacrosanto Carver: uno de esos detalles cuyo peso es inversamente proporcional a la longitud del relato.

Llegamos inevitablemente a Cumbres borrascosas, la primera novela en la que la casa, la casa familiar, es un personaje más junto a los personajes humanos que desfilan por la historia. Un paso más allá que «La caída de la Casa de Usher», donde el título, además del nombre familiar, nos da una pista del tema y desenlace del relato. La única novela de Emily Brontë, que se ha englobado tradicionalmente dentro del género gótico, lleva por título el nombre de la casa, en una declaración de principios no sólo del tema, sino de su alcance y de su trascendencia: una vez más, la existencia transversal de esa casa que no sólo nos trasciende a nosotros, los protagonistas, los que vivimos en ella: también seguirá en pie como notario de nuestros humanos devaneos, conociendo y registrando los tiempos buenos y los mejores, la salud y la enfermedad, la cordura y la locura.

En Cumbres borrascosas no hay montañas impresionantes como los Alpes o los Cárpatos, sino páramos extensos, llanos, abiertos, con un aspecto infinito que puede llegar a ser tan terrorífico y desolador como el pico más escarpado, porque a veces una extensión abierta e ilimitada nos lleva a echar de menos la cota, la referencia, el límite, y acaba siendo tan amenazadora y opresiva como el pico más escarpado. Hay tormentas, sí, de esas que impiden que el viajero se marche y le obligan a quedarse a hacer noche y experimentar la convivencia con seres que no están pero están, que no existen pero se sienten. Hay lluvia y ventanas que golpean y velas con llama titilante. En Cumbres borrascosas se llama «la casa» al piso de abajo, ese lugar abierto, familiar e indeterminado que está a un paso de la cocina y en el que se reúnen todos a la mesa, al que llegan los viajeros, donde crepita el fuego y dormitan los perros. Así explica Brontë ese espacio de convivencia al que ella denomina «the house» (aunque igual podría denominar «home», el hogar) separado del piso superior, el del salón de visitas y los dormitorios de los señores, lo que a finales del xix y principios del xx se denominaría «la zona noble». Los elementos góticos son pocos y están al servicio de un afán mucho mayor, más amplio y ambicioso: aunque también cayó bajo la etiqueta del «gótico femenino» y también nos habla de ese mundo de hombres que hacen y deshacen leyes y matrimonios, casi siempre en detrimento de la mujer, introduce de forma magistral otro factor al que ya hemos tenido ocasión de conocer: el otro, el extranjero, el ajeno, el personaje que desestabilizará una situación que no debería tener resquicios para desestabilizarse.

Y Emily Brontë creó a Heathcliff. El muchacho recogido por un hombre bondadoso para salvarlo de la mendicidad y la perdición acabará llevando la perdición a su casa y a su familia. Vuelve Frankenstein: la criatura se vuelve contra su creador. El dominado se convierte en dominador. El extranjero acaba siendo amo y señor de lo propio. El feo, sucio y de piel oscura acaba convertido en un caballero refinado y con dinero. Pero no es todo tan simple ni tan lineal: la transformación ha sido dolorosa y ha conllevado una serie de renuncias. La degeneración del verdadero amo (y su incapacidad, una vez más, para producir un heredero digno para la hacienda y la estirpe) será su baza para tomar el mando. La maldad a la que le han abocado el rechazo y el maltrato (otra vez Mary Shelley) justifican sus manejos para hacerse no sólo con la casa, emblema del poder y de la permanencia, sino con la potestad de hacer y deshacer matrimonios hasta dejarnos una novela que no se puede leer sin el árbol genealógico al lado y donde los nombres y los apellidos, cruzados y repetidos, son una broma macabra como el agente inmobiliario de Drácula. Queríais apellidos, necesitabais estirpe… ahí la tenéis. ¿Y de qué ha servido? La casa se ha conservado, sí, y ha trascendido. Pero a sus habitantes ya no les importa eso: son felices como no lo han sido sus antepasados, con un matrimonio modesto que no buscó trascender. Detrás, el amor tormentoso de Catherine y Heathcliff, que trasciende la tierra y la tumba: ambos parecen hacer el tránsito en un sentido y otro pagando como único peaje su propio dolor, que no es poco: el dolor de la no consumación. Y alrededor, la ruina, el declive, el desamparo y también la fatalidad. Hay dos obras en el siglo xx que beben directamente del concepto de casa que nos deja Cumbres borrascosas: una es Lo que el viento se llevó, de Margaret Mitchell (1936), llevada al cine en 1939 por Victor Fleming; y la otra, Retorno a Brideshead (1945), de Evelyn Waugh. En la primera, con Tara en papel destacado: la hacienda familiar que se ha llamado así en honor a su dueño irlandés, llegado a la tierra prometida en busca de una fortuna con la que acabará la guerra y lo que acarrea: la pobreza, el declive, la destrucción. Scarlett O’Hara, sin embargo, no se resigna a la pérdida y, tomando un puñado de tierra de la finca jura, poniendo a Dios por testigo, que nunca más volverá a pasar hambre: se pone a cavar ella misma, ayudada por los pocos esclavos que le quedan, y recurre a la seducción para conseguir lo que una mujer, aún en aquellos tiempos, sólo podía conseguir por el matrimonio: estabilidad económica y reputación. Cierto que se le va un poco la mano: en un momento dado su propia hermana se queja de que ha tenido tres maridos cuando ella misma no ha conseguido ninguno todavía, pero la tenacidad irlandesa de Scarlett y su capacidad emprendedora americana (salpimentada con cierta falta de escrúpulos) harán no sólo que no vuelva a pasar hambre: acabará poseyendo una mansión mucho más grande que Tara, excesiva y hortera, de nueva rica, aunque tocada por una maldición: infeliz junto a Rhett Butler (como Heathcliff y Catherine) y privada de herederos que la perpetúen. En el siglo xx, como en el Imperio Romano, la decadencia será el exceso, no la enfermedad de la sangre.

Eso es lo que sucede en Retorno a Brideshead, donde la mansión familiar también será pasto de la decadencia de la moral y las costumbres (aquí se introduce el tinte matiz religioso, la dicotomía entre católicos y protestantes que veta la historia y la literatura inglesa), y de nuevo la guerra, en esta ocasión la Segunda Guerra Mundial. Y también, cómo no, el infortunio amoroso y la incapacidad de aportar herederos capaces de procrear y perpetuar la estirpe. Temas, por cierto, que latirán en obras posteriores tan dispares como La gata sobre el tejado de cinc caliente (ninguno de los que la hemos visto podemos olvidar esa confesión velada de una Liz Taylor maravillosa, anunciando —quizá— la llegada de un heredero que ha de abrirse camino a pesar del alcoholismo y la degeneración de su padre) y Dallas, famosa serie de los ochenta donde toda la familia vivía en la mansión del gran terrateniente tejano con sus maridos, sus mujeres, sus borracheras, sus infidelidades y sus ansiados embarazos, heraldos una vez más del necesario heredero.

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