Después de Cumbres borrascosas (incluso de la Tara de Lo que el viento se llevó) ha habido otras casas en la literatura y, sobre todo, en el cine, que no deja de ser la forma narrativa por excelencia del siglo xx. Algunas fueron tinta primero y celuloide después, como Grandes esperanzas, de Charles Dickens (1860) y Satis House, la mansión de la pobre Miss Havisham que logró conservar la residencia (si bien en estado lamentable) pero no al futurible marido; Rebeca, de Daphne du Maurier (1938) y Manderley, o El misterio de Salem’s Lot, de Stephen King (1975), que nos abre las puertas de la casa Marsten y recupera otro de los elementos fundamentales del gótico: es un relato de los miedos humanos sobre un escenario realista. King seguirá en nuestra era el hilo quizá más puro y directo que surgió del gótico original y que pasó por Poe, aunque nunca se ceñirá ni a un entorno ni a un tema estanco: en El resplandor trata la cuestión de lo sobrenatural desde la óptica de un hombre (escritor, por más señas, como el protagonista de Salem’s Lot y como él mismo) que enloquece quizá, sólo quizá, por estar encerrado y aislado, en esta ocasión en un hotel que se compromete a guardar y mantener cuando está cerrado, fuera de temporada. El Hotel Overlook es probablemente el equivalente del castillo de Otranto en nuestros días y en nuestro imaginario terrorífico actual, junto al de Norman Bates en Psicosis (donde Alfred Hitchcock recupera sin fisuras la silueta aterradora recortada sobre el cielo del crepúsculo, un lugar donde necesariamente tiene que haber crímenes y seres desdichados escondidos o prisioneros de sus propias pasiones, de sus propias maldiciones) y el cementerio indio de Cementerio de animales es el escenario perfecto para que una familia estadounidense, suburbana, moderna y de clase media, entre en contacto, mediante los modernos miedos y peligros, con la superstición, la maldición y el mito de Frankenstein, con jugar a ser Dios y con el resurreccionismo, con la transgresión que separa la vida y la muerte y con la posibilidad de pasar al más allá y regresar después, utilizando la tierra, como Drácula.
Con Anne Rice y su Entrevista con el vampiro regresa Drácula, aquel ente que inventó Polidori la misma noche que Mary Shelley concibió a Frankenstein (mujer Shelley que, por cierto, arrastraba también la frustración de no haber logrado dar un hijo a su amante, algo sí había hecho la legítima esposa de Percy Bysshe pocos meses antes) y cuya historia también conocimos a través del cine en Remando al viento, de Gonzalo Suárez (1988). El vampiro —ser torturado más parecido a otro producto muy bien aprovechado en el cine actual, el zombi o muerto viviente— que también es víctima de una maldición que le condena a la tierra, a la vida en un territorio intermedio, una especie de limbo, y a una existencia monstruosa y antinatural, evolucionó después adquiriendo tintes y matices diversos con el paso de los años, con los cambios de mentalidad y de las formas de expresión que los humanos tenemos a nuestro alcance. Se dice que ya Polidori se inspiró en Byron, en su porte aristocrático y en su carácter manipulador y algo chupóptero, si se me permite la expresión, pero ha sido un símbolo rico y flexible que el paso del tiempo ha ido transformando y la contracultura de los sesenta acabó convirtiendo en otra cosa: de monstruo marginal que vive en la oscuridad a personaje que escapa al aburrimiento y la grisura de lo cotidiano, de extranjero exótico a outsider irresistible, de ser que lucha contra sus instintos atroces a miembro de la sociedad atractivo y aceptado. Y Angela Carter, lectora de las novelas de vampiros de Anne Rice, nos regaló en 1997 su compendio de relatos La cámara sangrienta. No podía titularse de otra manera.
En el año 2000, como un intento macabro de cerrar siglo y milenio cual ataúd de Drácula, salió a la luz La casa de hojas de Mark Z. Danielewski (publicada en España mucho después, en 2013, por Alpha Decay con traducción de Javier Calvo), una novela de más de setecientas páginas con formato de texto experimental (distintas tipografías, párrafos codificados, escritura en espejo, notaciones musicales e incluso braille) que es parte historia de amor e historia de terror (¿no estamos viendo, a lo largo de este recorrido, que ambos son una misma cosa en más de una ocasión?). La casa es una auténtica criatura maligna que, según descubre su inquilino, mide tres cuartos de pulgada más por fuera que por dentro.
Casas espantosas, terroríficas, fantasmagóricas, han seguido poblando el cine a partir de Stephen King. Hay una anterior, La semilla del diablo, donde al tratarse de un bloque de pisos urbano (el neogótico edificio Dakota de Nueva York, junto a Central Park, donde vivía John Lennon cuando fue asesinado en la misma puerta) entra en juego otro elemento monstruoso del terror actual: la comunidad, en general, o la de vecinos en particular, que en la novela de Ira Levin y después en la película se llamará «Edificio Bramford». Pero la estela de King dejó en los setenta horrores —y aquí utilizo el término en su sentido amplio— como Terror en Amityville, que también había sido novela (de Jay Anson, 1977) y que llevaba el subtítulo de «una historia real». De ahí beberán luego películas como las de Expediente Warren, donde la casa lleva hasta tal punto el papel protagonista que sus habitantes acarrean la maldición aunque cambien de residencia, lo que demuestra que las maldiciones adosadas a casas y mansiones tienen los tentáculos largos y terroríficos. Curiosa una historia posterior de animación, Monster House (2006) con todos los elementos de lo gótico: mansión medio derruida con habitante que asusta, paradigma del malhumor y de lo asocial, cuyo jardín, como una prolongación de sí mismo, se traga los juguetes de los niños molestosos que deambulan por allí. Los acontecimientos suceden la noche de Halloween, con todos esos elementos —molestosos también— que hemos llegado a aceptar los europeos como parte de nuestros otoños: niños pelmazos disfrazados de draculines, esqueletos o zombies que piden caramelos —ahora ya sin azúcar— y amenazan con una venganza si no se los proporcionas, ventanas a las que el jabón frotado ha vuelto translúcidas y calabazas con velas dentro, muy fantasmagóricas. A pesar de todo, una historia aparentemente entretenida e infantil encierra mucha miga, y muy interesante: la casa, de la que el mal encarado Nebbercracker no quiere separarse y a la que no permite que nadie se acerque, es su esposa, que murió accidentalmente cuando se estaba construyendo y quedó sepultada viva por el hormigón. Perdonen el spoiler… pero pocas historias de casas superan esto: el hombre que amaba a Constance, mujer monstruosa a la que sacó del circo, a la que construyó una casa para vivir juntos su historia de amor, y a la que la muerte le arrebató antes de tiempo, emparedada como un personaje de Poe con un entierro prematuro y convertida en la casa, confundida con ella, en plena comunión. Insuperable.
Se aleja esta historia del género cinematográfico de otras más ligeras como La mansión encantada (2003), protagonizada por Eddie Murphy, y que después parece haber seguido los pasos de Expediente Warren con su garantía de historia real o haber evolucionado hacia otra morada amenazante: el instituto o el campus universitario. El público adolescente es un target excelente para este tipo de relatos, y el cine y la literatura han encontrado ahí un filón (que también exploró King en Carrie, por cierto). A partir de ese momento, tanto la producción como la demanda parecen haber tomado otra ruta, la de la distopía, con obras como Divergente de Veronica Roth, Los juegos del hambre de Suzanne Collins o El corredor del laberinto, de James Dashner. Pero ha explorado también el vampirismo (Vampire Academy, de Richelle Mead, Crepúsculo, de Stephenie Meyer, o Cazadores de Sombras, de Cassandra Clare, con una discoteca que se llama Pandemonium), el ángel caído (Hush, de Becca Fitzpatrick) y, en un retorno al siglo xix, Oscuros, de Lauren Kate, cuya acción da comienzo en Helstone, Inglaterra, en 1854, y en cuya trama interviene también el amor, la atracción inevitable entre dos jóvenes que se conocen en una casa de campo.
Quizá la novela gótica sea el origen de todo, quizá lo es sólo de la novela, en su sentido más puro: el entretenimiento, la ficción, el afán del autor por crear un mundo que parece que podemos tocar con la mano pero no es más que un espejismo, y del lector por traspasar la página, o del espectador por atravesar la pantalla y entrar en un reducto lleno de sombras tenebrosas donde una luz que brilla promete otra cosa, quién sabe si más fantasmagórica y más aterradora aún, o el descanso al fin, y la tranquilidad. El castillo, la casa, conserva su aura porque trasciende y sobrevive a sus habitantes. Pero no sabemos si es peor quedarse fuera, o encerrado dentro. No sé si decirles que apaguen la luz al salir, y que cierren la puerta…[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]