POR EDUARDO HALFON
Benedictus de Spinoza.

Una noche, al salir de la sinagoga, el filósofo judío Baruch Spinoza fue apuñalado en el rostro por otro judío.

O al menos ésa es una versión de la historia.

Fue escrita por primera vez —según sabemos— por el autor francés Pierre Bayle en su artículo Dictionnaire historique et critique, publicado en 1697; es decir, veinte años exactos después de la muerte de Spinoza.

Cuenta Bayle que el entonces joven Spinoza, con tan sólo veintitrés años, estaba colmado de dudas respecto a las creencias y enseñanzas del judaísmo. Su aspiración, les decía a sus amigos, era más bien descubrir verdades esenciales únicamente a través de la lógica. El que de niño había sido el alumno más brillante de la sinagoga, ahora contradecía a sus maestros y rabinos. Ridiculizaba las nimiedades de sus ideas. Despreciaba tanto la palabra de Dios como la tendencia religiosa a antropomorfizarlo (si un triángulo pudiese hablar, bromearía luego en sus escritos, diría que Dios es eminentemente triangular). Los textos sagrados le parecían contradictorios y hasta aprisionantes. Es decir, cuestionaba no sólo la existencia de un Dios creador libre, sino también el origen divino de los mandamientos y la Torá: dos de los trece artículos de fe que son obligatorios para todo judío, según el rabino y filósofo y médico medieval Maimónides («aquel que diga que la Torá no tiene origen divino será separado y destruido»). El joven Spinoza, declararía años más tarde el monje agustino Tomás Solano y Robles al conocerlo personalmente en Holanda, había «traspasado el umbral del ateísmo».

Los miembros y rabinos de Talmud Torá —la comunidad judeoportuguesa de Ámsterdam fundada en 1639 por judíos sefarditas ortodoxos huyendo de la Inquisición en Portugal y España— al inicio decidieron tolerar sus aún pequeñas herejías y deserciones, pero a condición de que participara en las ceremonias. Hasta llegaron a ofrecerle una pensión anual de mil florines por solo permanecer con ellos y asistir regularmente a la sinagoga. O sea, mil florines al año por seguir siendo un judío, o al menos por aparentar serlo. Mucho después Spinoza confesaría que no habría aceptado esa oferta ni por diez mil florines anuales, ya que él, decía, buscaba la verdad y no la simple apariencia. Spinoza entonces ignoró las amenazas y los chantajes y las ofertas por su buen comportamiento y continuó criticando abiertamente la religión de sus antepasados, hasta que una noche, al salir de la sinagoga, fue apuñalado por uno de los judíos ortodoxos de la congregación Talmud Torá.

La herida fue leve —un corte superficial en el rosto, cuenta Bayle—, pero Spinoza sospechaba que la intención del agresor había sido matarlo, y decidió no sólo dejar Ámsterdam, sino dejar total y definitivamente el judaísmo.

*

Yo también tenía veintitrés años, y también estaba colmado de dudas respecto a las creencias y enseñanzas de la religión de mis antepasados, cuando por fin me atreví —o mejor dicho, empecé a atreverme, muy tímidamente— a decirle a mi familia que me alejaría del judaísmo.

No sabía de qué me quería alejar, exactamente: si del judaísmo en sí, o si de la religión de mi familia, o si de la religión en general, o si de un sistema impositivo de reglas incuestionables que consideraba dogmático y a veces hasta cruel y represivo. No entendía, por ejemplo, por qué a las mujeres no les estaba permitido participar activamente en la sinagoga ni en los rezos privados (para que un rezo judío pueda llevarse a cabo debe haber presente un quorum de diez hombres adultos, llamado un minyan, en hebreo; las mujeres, en esta sumatoria, no cuentan). No entendía por qué había que venerar a un Dios beligerante que insistía en vapulear y castigar y hasta mandar a matar a algunos de esos mismos súbditos que lo veneraban. No entendía, en fin, por qué había que creer tan ciega y literalmente en unas historias fantásticas que para mí no eran más que meros cuentos de hadas.

Ante mi decisión —una decisión, a diferencia de la de Spinoza, mucho más visceral que intelectual—, mis abuelos estaban confundidos, en especial mi abuelo polaco, que había sobrevivido durante seis años en campos de concentración y llevaba la marca del judaísmo tatuada en el antebrazo. Mis tíos primero me cuestionaron, luego me confrontaron, luego me injuriaron, luego algunos de ellos dejaron de dirigirme la palabra. Mi padre, al igual que ese Dios siempre furioso, me amenazaba con gritos y coerciones y castigos. Mi madre sólo lloraba y me repetía una y otra vez las mismas frases, a las que me era imposible responder. Un judío, me decía, puede dejar de rezar por las mañanas y dejar de acudir a la sinagoga y hasta dejar de cumplir con todos los mandamientos de la Torá y con las leyes del Talmud, y aun así seguirá siendo un judío. Y es que un judío, me decía mi madre, jamás puede dejar de serlo.

¿Puede un judío dejar de serlo?

Yo no tenía las palabras para responder esa pregunta, ni para expresar lo que necesitaba hacer. Todavía no las tengo. No existe el verbo para la acción de dejar de ser un judío. «Dejar» es demasiado amplio, y remite más a una mala situación (dejar a una pareja tóxica) o a un mal hábito (dejar de fumar). «Renunciar» convierte el judaísmo en una doctrina o acaso un trabajo. «Marcharse» es partir de un lugar físico. «Salirse» sucede más bien cuando uno pasa del interior al exterior de algo. «Distanciarse» no sólo ubicaría al judaísmo en una especie de mapa, como si fuese una ciudad o un país, sino que también suena a alguien alejándose poco a poco, con exagerada cautela. «Huir», por el contrario, implica excesiva prisa, y quizás también algo de miedo: huimos de algo que nos acecha.

Cada uno de esos verbos se queda corto. Ninguno funciona. Aunque quizás sí funciona, se me ocurre, la sumatoria de los seis. Dejar, más renunciar, más marcharse, más salirse, más distanciarse, más huir.

Pues entonces eso hice. O más bien eso hice y eso sigo haciendo. Porque los seis verbos —que igual podrían ser siete, ocho o aún más— forzosamente tendrían que conjugarse en gerundio. Yo sigo dejando y renunciando y marchándome y saliendo y distanciándome y huyendo del judaísmo, a veces de puntillas, a veces con prisa y algo de miedo.

Pero no hay judío, sospecho, que quede ileso tras la lectura del párrafo anterior.

Desde que empecé a escribir así en mis libros, o desde que empecé hablar en ese tono hace ya casi treinta años, he percibido —y continúo percibiendo— la reprobación y hasta la ira de algunos judíos. Como si mis palabras de dimisión fuesen ataques personales. Como si mi retirada de su mundo fuese un insulto.

*

Aunque no consta ninguna evidencia al respecto, se puede conjeturar que, tras el episodio del puñal, el discurso crítico de Spinoza en contra del judaísmo sólo arreció. Porque al poco tiempo, tal vez semanas o meses, el rabino de la comunidad Talmud Torá, un cabalista muy respetado de apellido Aboab, por fin decidió excomulgarlo, incluso en ausencia, desde lejos, puesto que Spinoza ya se había marchado de la ciudad.

De aquel documento de excomunión, que el cabalista Aboab leyó durante una ceremonia oficial en la sinagoga portuguesa de Ámsterdam, y cuyo legajo Spinoza recibió viviendo y trabajando en Leiden (ahí se convertiría en experto pulidor de lentes de gafas, microscopios y telescopios; la acumulación de polvo de vidrio en sus pulmones terminaría matándolo a los cuarenta y cuatro años), nada más se conserva una versión original en portugués, que actualmente se encuentra en uno de los libros del archivo de la comunidad Talmud Torá.

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Yo aún tengo en mi biblioteca de Guatemala un papel amarillento con aquel texto completo del cabalista Aboab y los demás rabinos de Talmud Torá, traducido al español y mecanografiado por uno de mis profesores de filosofía en la universidad (mis primeros pasos hacia el universo de las letras), que he guardado durante más de veinte años, doblado en cuatro y metido entre las páginas de uno de los libros de Spinoza en mi biblioteca: una edición barata y muy deteriorada de Editorial Porrúa que reúne varios de sus escritos, con la ilustración del rostro algo tristón de Spinoza en la cubierta, en un cuadro verde.

Que yo también era un apóstata, al igual que aquel gran filósofo judío, me había dicho el viejo jesuita al entregarme el papel con su traducción del texto mientras caminábamos por los pasillos de la universidad una tarde de lluvia, al salir de su cátedra sobre el origen y el sentido de la palabra «possest» (inventada por Spinoza, de los dos términos en latín posse y est). Que lo leyera cuidadosamente, añadió casi con un guiño, que yo lo entendería. Pero aún pasaría mucho tiempo antes de que yo empezara a entender las palabras de uno (inventadas o no) y las palabras del otro.

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Así de lúgubre era la ceremonia oficial de excomunión judía —o herem, en hebreo, que significa la mayor de las censuras o la reprobación rabínica—, en las sinagogas de la Edad Media:

Con la comunidad entera reunida dentro de la sinagoga y el arca de la Torá ya abierta, el acto de excomunión de uno de los miembros se iniciaba haciendo sonar el shofar, el instrumento de viento elaborado del cuerno de un «animal puro», como puede ser un carnero o una cabra o un antílope o una gacela (no una vaca ni un toro). Todos en la sinagoga gemían y se lamentaban ante el sonido del instrumento sagrado; todos sostenían una vela negra ya encendida en sus manos, como si estuviesen enterrando a un muerto. El rabino principal, entonces, de pie en una tarima ligeramente elevada, primero enumeraba cada una de las causas de la excomunión y luego procedía a leer el texto del edicto, gritándole maldiciones bíblicas a la persona condenada (en casos de inculpaciones de blasfemia, otro rabino subía a la tarima y encendía la llama de una vela en forma de cuerno y dejaba que las gotas de cera cayeran en una vasija llena de sangre), mientras que los presentes iban apagando sus velas negras con la parte cónica de un pequeño extintor de bronce. Para finalizar el ritual, el rabino decretaba una exhortación pública que prohibía a cualquiera de la comunidad volverse a relacionar con el excomulgado; ni siquiera acercársele, advertía el Talmud, a menos de dos pasos.

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El anuncio de excomunión de Spinoza fue escrito y pronunciado en su ausencia, el 27 de julio de 1656, y es sin duda el más virulento y rabioso de los cuarenta emitidos (a treinta y nueve hombres y una mujer) por la comunidad Talmud Torá entre 1622 y 1683.

Empieza con una exposición o un recuento:

Los señores de la maamad [la junta de gobierno laica de la congregación], conociendo desde hace tiempo los malvado actos y opiniones de Baruch de Spinoza, han intentado por diversos medios y promesas apartarle de sus caminos desviados. Sin embargo, no habiendo logrado que enmendara sus viciados hábitos y, por el contrario, recibiendo cada día más y más grave información sobre las abominables herejías que practicaba y enseñaba y sobre sus monstruosos actos, y teniendo para ello numerosos testigos dignos de confianza que han declarado y dado testimonio a este efecto en presencia de dicho Spinoza, se convencieron de la verdad de este asunto. Después de que todo esto ha sido investigado en presencia de los honorables jajamim [sabios rabinos], los señores de la maamad han decidido, con el consentimiento de los rabinos, que el dicho Spinoza debe ser excomulgado y expulsado del pueblo de Israel.

Luego sigue la condena —terrible, aunque no desprovista de cierta poesía—:

Por decreto de los ángeles y por mandato de los santos varones, excomulgamos, expulsamos, maldecimos y condenamos a Baruch de Spinoza, con el consentimiento de Dios, bendito sea, y con el consentimiento de toda la santa congregación, y delante de estas santas escrituras con los 613 preceptos que están escritos en ellas; maldiciéndole con la excomunión con que Josué destruyó Jericó y con la maldición que Elías lanzó sobre la juventud y con todos los castigos que están escritos en el libro de la Ley. Maldito sea de día y maldito de noche; maldito al acostarse y maldito al levantarse. Maldito sea cuando salga y maldito cuando entre. El Señor no lo perdonará, sino que la ira del Señor y sus celos humearán contra ese hombre, y todas las maldiciones que están escritas en este libro caerán sobre él, y el Señor borrará su nombre de la faz de la tierra, y el Señor lo separará para su perjuicio de todas las tribus de Israel con todas las maldiciones del pacto que están escritas en este libro de la ley. Pero vosotros, que estáis unidos al Señor vuestro Dios, estáis todos vivos en este día.

El documento finalmente concluye con una fuerte advertencia, casi un mandato o mandamiento para los «unidos al Señor vuestro Dios»:

Ordenamos que nadie debiere comunicarse con él de palabra o por escrito, ni concederle favor alguno, ni permanecer con él bajo el mismo techo, ni acercarse a menos de cuatro brazas de su vecindad; ni tampoco leer ningún tratado compuesto o escrito por él.

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Yo había olvidado el papel doblado en cuatro en mi biblioteca, con la traducción arriba reproducida del edicto de Aboab y los demás rabinos. Hasta que, hace poco, de paso por la feria del libro de Madrid, le mencioné a un periodista español las reacciones algo agresivas de ciertos judíos que habían leído mi último libro, y el periodista me recordó la historia de Spinoza y el puñal.

Al nomás llegar a Guatemala, entonces, busqué el viejo libro de Editorial Porrúa en mi biblioteca, saqué el papel amarillento, lo desdoblé con cuidado y lo volví a leer, y de inmediato me asaltaron las mismas preguntas de siempre. ¿Habrá algún judío de aquella época leído los escritos de Spinoza? ¿Se habrá algún judío atrevido a desobedecer?

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En noviembre de 2021, el profesor israelí Yitzhak Melamed, catedrático de filosofía en la Universidad Johns Hopkins y uno de los principales académicos de la obra de Spinoza, solicitó permiso a la congregación Talmud Torá para llegar a Ámsterdam a investigar personalmente en sus archivos, quizás estudiar en el mismo salón de la sinagoga donde hacía más de 350 años había estudiado el joven Spinoza. Uno de los dirigentes de la congregación, el rabino Joseph Serfaty, le comunicó al profesor Melamed en una carta oficial que ellos habían excomulgado a Spinoza y sus escritos con la prohibición más severa posible; una prohibición, aclaró, que permanece vigente para siempre y no puede ser rescindida. «Usted ha dedicado su vida al estudio de las obras prohibidas de Spinoza y al desarrollo de sus ideas», continuó el rabino en su carta. «Por lo tanto, rechazo su solicitud y lo declaro persona non grata en el complejo de la sinagoga portuguesa.»

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Se cree que Spinoza, al recibir en Leiden el legajo del anuncio de excomunión, se sentó a escribir un texto en español supuestamente titulado Apología para justificarse de su abdicación de la sinagoga, que quizás envió a los rabinos de Talmud Torá, o que quizás, siguiendo el consejo de algunos de sus amigos, ocultó o destruyó. Era, se cree, una especie de folleto —un libellum, lo llamó en una carta el entonces regente de Rotterdam, Adriaen Paets— en el que además de explicar las razones de su abdicación o abandono (dos verbos más) del judaísmo, Spinoza presentaba ya el germen de las ideas sobre la religión que años después formarían parte de uno de sus libros, el famoso Tractatus theologico-politicus, originalmente publicado bajo seudónimo, y tachado de sacrílego por católicos y protestantes, y condenado por el consejo calvinista de Ámsterdam con una cita tan gloriosa que cualquier escritor, o al menos este escritor, la desearía en la contracubierta de uno de sus libros: «una obra forjada en el infierno por un judío renegado y el diablo».

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Pero existe, al igual que con todas las historias de puñales, otra versión de los hechos.

Esta segunda versión fue escrita y publicada en 1705 —es decir, ocho años después que la de Bayle, y veintiocho años después de la muerte de Spinoza— por un pastor luterano de la La Haya llamado Johannes Colerus, en su texto Korte, dog waaragtige levens-beschryving, Van Benedictus de Spinosa, o Breve pero fidedigna biografía de Benedictos de Spinoza.

Escribe Colerus que él supo de la historia del puñal por un miembro de su congregación en La Haya, un pintor holandés llamado Hendrik van der Spijk, que fue, junto con su esposa, el último hospedero o casero de Spinoza desde 1670, y a quien el mismo Spinoza se lo había relatado en múltiples ocasiones antes de su muerte en 1677. Cuenta Colerus que le contó van der Spijk que le contó Spinoza (así de enredadas son las historias, como juegos ancestrales de teléfono descompuesto) que una noche, al salir de la sinagoga (a veces decía teatro), fue asaltado desde atrás con un puñal (a veces decía una daga), pero que, al nomás darse cuenta de lo que estaba sucediendo, dio media vuelta para enfrentar a su verdugo o posible asesino y entonces recibió la puñalada no en la cara, como había escrito Bayle, sino que en el torso, rasgando así su casaca.

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Hay un detalle más en la versión de Colerus. Un último detalle a forma de epílogo que el francés Bayle nunca supo o que quizás decidió dejar fuera de su texto.

Cuenta Colerus que le contó van der Spijk que le contó Spinoza, casi jactándose, que durante el resto de su vida conservó esa casaca —la cual uno, sin mucho esfuerzo, puede imaginarse guardada en el fondo de un baúl o de un viejo armario, toda rasgada y tiesa y llena de manchas oscuras de moho y sangre seca—, aunque ni Colerus ni van der Spijk ni Spinoza jamás cuentan por qué. Pero a mí se me ocurren, acaso, cuatro posibles explicaciones. Primera: Spinoza decidió conservar la casaca como un recuerdo o memento. Segunda: Spinoza, con el orgullo de un soldado, decidió conservar la casaca a modo de un trofeo de guerra. Tercera: Spinoza, siempre científico, decidió conservar la casaca como una prueba tangible de su historia con un puñal. Cuarta: Spinoza entendió o al menos intuyó que aquella casaca se había convertido en algo mucho más siniestro que una vieja y rasgada prenda de vestir; era ahora un símbolo irrefutable de la intolerancia y el fanatismo religioso del hombre.

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Y yo entonces vuelvo al papel doblado en cuatro y me pregunto por qué aún lo conservo ahí, bien metido entre las páginas de uno de los libros de Spinoza de mi biblioteca en Guatemala, como si fuese una extraña flor disecada, o como si fuese la versión en palabras de aquella antigua casaca.

Sospecho que, en efecto, ese papel es un recuerdo de una época importante de mi vida, en la cual todo empezó a cambiar y el mundo a mi alrededor de repente cobró sentido. Y también es un tipo de trofeo (o cicatriz) de las guerras que he librado y que sigo librando en contra del mandato de la religión de mis antepasados; un término, «mandato», muy significativo para mí y para esas guerras, ya que nada me cuesta conjeturar la posibilidad de haber batallado toda una vida no contra una religión, sino contra el mandato de esa religión que recibí al nomás nacer. Pero el viejo papel es además una prueba contundente y tangible de la acción en gerundio que no tiene verbo, o que es la sumatoria de tantos otros verbos. En fin, lo cierto es que ahí, en ese papel arrugado y cada vez más amarillento, he ido encontrando las palabras que yo necesitaba y aún necesito encontrar sobre los extremos de la intolerancia religiosa del hombre y también sobre la fortaleza y la dignidad de un solo hombre para resistir esas palabras condenatorias, esas palabras violentas, esas palabras que terminaron desterrándolo de donde él más se quería desterrar. Yo recibí aquel papel doblado en cuatro durante una tarde de lluvia y sentí como si Aboab y los demás rabinos de Talmud Torá también me estuviesen desterrando a mí, tres siglos y medio después de haber escrito esas palabras condenatorias y violentas y ahora traducidas y mecanografiadas por un viejo filósofo jesuita.

*

Pero si a partir de esas palabras escritas me sentí desterrado, ya lejos del judaísmo, fue asimismo a partir de otras palabras escritas —las mías propias, al empezar a descubrirlas y a cultivarlas, cuando estaba a punto de cumplir treinta años— que irónicamente, y casi sin darme cuenta, también empecé a recorrer el camino de vuelta hacia el judaísmo.

Aunque un judaísmo ahora distinto. Basado éste no en la obediencia de aquel mandato divino o mandato heredado al nomás nacer. Ni tampoco en la imposición de enseñanzas y creencias y actitudes dogmáticas. Sino un judaísmo fundamentado y determinado por el sinfín de historias que me conforman. Un judaísmo, de pronto, literario.

Y es que un judío, me decía mi madre, jamás puede dejar de serlo.