José María Fonollosa
Ciudad del hombre
Prólogo y edición de José Ángel Cilleruelo
Edhasa, Barcelona, 2016
384 páginas, 24 €
José María Fonollosa (Barcelona, 1922-1991) es un caso infrecuente de poeta: alguien que, tras alumbrar un primer libro, La sombra de tu luz, en 1945, amoroso, juvenil y ecoico –con perceptibles influencias de los principales autores del 27–, y un opúsculo, de tintes religiosos, con el título de Umbral del silencio, en 1947, no vuelve a publicar versos en España hasta 1990, salvo cinco poemas en la revista Poesía española en 1961. (Sí lo hará en Cuba, a donde se traslada en 1951 y vivirá diez años, vendiendo productos de alimentación y estampas religiosas: en el periódico habanero El País dará a conocer, por entregas, su monumental Romancero de Martí, integrado por 3505 octosílabos). Pero sólo un año antes de su muerte, en 1990, se publica Ciudad del hombre: Nueva York, una antología de su opus magna, que había empezado a escribir en 1948 con el título de Los pies sobre la tierra; y en 1996, ya póstuma, aparece otra importante selección de esa misma obra, Ciudad del hombre: Barcelona, en la entonces joven editorial DVD, de Barcelona. Veinte años después de esa última antología se da a conocer la versión completa y definitiva de Ciudad del hombre, de la que es responsable José Ángel Cilleruelo, uno de los mayores especialistas en la obra de Fonollosa, en la que incluye –además de su propia y clarificadora introducción–, en apéndice, los 28 poemas de Los pies sobre la tierra, el embrión de Ciudad del hombre; un artículo en el que el poeta reflexiona –aunque somera y, como siempre, irónicamente– sobre su propia escritura, publicado en el periódico El Sol en 1991; y un interesante aparato gráfico –que, por la tenacidad con la que Fonollosa evitaba las fotografías, resulta especialmente valioso–.
El enorme lapso de silencio de Fonollosa –toda su vida, de hecho– revela a un autor aislado del mundo literario –y casi del mundo, a secas– y concentrado en la draconiana depuración de un proyecto tan ambicioso como singular; un proyecto con un propósito épico –si entendemos por épico lo coral, lo multitudinario del lenguaje (y del yo)–, en el que alientan algunas de las grandes obras de la humanidad: la Odisea de Homero –al leerla, a los catorce años, «encargué al inconsciente hacer algo igual, hacer una obra parecida o mejor», reveló en cierta ocasión–, los Idilios de Teócrito, Hojas de hierba de Walt Whitman y el Ulises de Joyce, al igual que algunas piezas destacadas de la literatura anglosajona contemporánea, como Winesburg, Ohio de Sherwood Anderson, y Tortilla Flat, de John Steinbeck, pero sin impregnaciones expresivas, sin préstamos estilísticos, sin ecos ni reminiscencias de nada ni de nadie. Fonollosa no leía a sus contemporáneos, porque no quería recibir de ellos la menor influencia. Esa búsqueda despiadada de la propia voz, esa austeridad, o más bien ascetismo, con el que escarba en su interior para dar con la forma íntima, radical, desnuda, que mejor lo exprese, culmina en una poesía desoladamente narrativa, sin apenas imágenes, despojada de todo lirismo, filosófica por la áspera y perseverante exposición de sus razones, al servicio solamente de su pensamiento quebrantador y sus turbulencias existenciales, aunque encajada en el molde inexorable del endecasílabo blanco; una poesía que transita en todo momento, como dice el poeta en «Zeleste 2», por «el difícil camino a lo sencillo».
Ciudad del hombre –un título que Fonollosa ideó por oposición al de la célebre apología de Agustín de Hipona: La ciudad de Dios– se estructura por barrios y calles: cada una de sus cinco partes corresponde a un barrio de Barcelona, y cada poema ostenta el nombre de una de sus calles o locales (como el mítico bar «Zeleste», que da título a una serie de dieciséis composiciones). Pero, si bien esta disposición refleja el convencimiento del poeta de que la ciudad constituye el cosmos del hombre moderno –como para el antiguo era la naturaleza–, no supone que la geografía urbana, objeto de descripción o cavilación, sea la protagonista del poemario. Su verdadero protagonista son los conflictos y angustias vitales de un yo colosal y múltiple, de un yo que pasa por los poemas dejando jirones de reflexión cruda y ahogo existencial: «Esta clave», escribe José Ángel Cilleruelo en el prólogo, «resulta esencial en la comprensión de la poesía de Fonollosa como fruto de una fragmentación del sujeto poético en multiplicidad de yoes que conviven en la mente del autor, fundando en su “cerebro” una visión renovada de la realidad, de la ciudad, que no se refleja desde la convencionalidad del espacio, sino desde las múltiples personalidades que la contemplan». En muchos poemas, pese a estar perfectamente identificado el lugar en el que suceden, no sabemos lo que pasa; sólo sabemos los sentimientos, normalmente pesarosos, de quien protagoniza –o contempla, o intuye, o recuerda– eso que pasa.
Los principales asuntos de Ciudad del hombre son estos: el fracaso, la desesperación, la resignación, la muerte, el olvido. Los personajes que desfilan, anónimamente, por el libro destilan una rabia, un abandono y un miedo –aunque se muestren enardecidos a veces, electrizados por el sexo o la violencia– que son trasunto de su desconcierto por el hecho incomprensible de haber nacido y por el más incomprensible todavía de tener que morir. En Ciudad del hombre, la muerte, como aseguraban los estoicos, está en uno, en el yo, viva, activa, interior: «Está la muerte en mí. Yo la cobijo», escribe en un poema; y en otro: «Yo soy solo el lugar de muchos muertos». La muerte es el eje del ser: «La plenitud del ser está en la muerte», concluye. Esa omnipresencia de la muerte se prolonga o traduce en una sostenida reivindicación de sí misma, a través del suicidio o el asesinato. Son incontables los poemas en los que las voces a que da cuerpo Fonollosa sugieren matarse uno mismo o matar a los demás, incluso a escala masiva, con bombas de neutrones. La firmeza y sequedad con que lo aconsejan, no nos hacen olvidar su condición irónica y orquestal, pero casi lo consiguen: la detestación de la existencia parece dolorosamente real. Ciudad del hombre es una gran, tentacular proclama contra la vida, una diatriba contra sus lodos y oscuridades, su insustancialidad y sinsentido, una execración que no teme resolverse en asesinato.
Pese al carácter ominoso de los temas que articulan Ciudad del hombre, lo más gustoso del poemario, lo que sostiene la lectura con amenidad y hondura, y veces con asombro y hasta con pasmo, deriva singularmente de él: se trata del torrente de pensamiento, liberado de toda atadura y toda convención, que desata la certeza de la propia insignificancia y de lo absurda que es la vida, coronada irremisiblemente por la muerte. Ese torrente, plagado de brutalidades, de juicios atroces, hosco y sarcástico, a partes iguales, seduce por la impresión de verdad que produce, aunque no se nos escape que se trata de una ficción, de la manifestación de una polifonía apenas controlable. Cuando la poesía y, en general, los discursos públicos han perdido su espíritu iconoclasta y provocador, su ética zarandeadora, es saludable, más aún, es regenerador asistir al despliegue de misantropías que exhibe Fonollosa. Casi nada –incluyendo las muchas causas que son hoy casi intocables, como el feminismo o la ecología– queda a resguardo de su furia siempre endecasilábicamente ahormada.
La mujer, por ejemplo, es un mero objeto, una simple procuradora de placer, alguien a quien puede forzarse y hasta matar. Su naturaleza apenas excede la de las mascotas: «Deben [de] ser una especie superior / al animal doméstico, porque hablan / igual que lo hace el hombre; pero ahí queda, / comparada con él, su semejanza». Coherentemente, el poeta elogia a las prostitutas, la masturbación, el incesto y la necrofilia: el sexo –acaso la principal potencia que lo impulsa, junto con la voluntad de crear una obra literaria perdurable– aparece desvinculado del amor (contra el que se pronuncia expresamente: «está llegando, / avanzando su garra horripilante, / rozándome, el amor. […] / embustera emoción que me promete / deleites que transforma en dolor luego») y de cualquier norma social, y sólo apunta a la satisfacción de una necesidad fisiológica, tan urgente como avasalladora. Sus denuestos de la mujer se hacen, a veces, brutales, como en «Rambla dels Caputxins 2», donde reduce a una que se presenta con aires de gran dama a la condición de «puta / que sirve la lujuria de ese mierda / que te lleva del brazo». Sin embargo, Fonollosa, en la turbamulta de un poemario coral, en el que se insertan las múltiples facetas de su pensamiento, no renuncia a la paradoja, y varios poemas pueden considerarse profeministas, aunque siempre teñidos de una aura burlona o relativizadora, valga la redundancia, como «Carrer del Bisbe Laguarda 2» («debiera liberarse la mujer / de la opresión en que la tiene el hombre») o «Pla de Palau 1», donde su elogio del cuerpo femenino concluye así: «De haber sido mujer fuera lesbiana». Por otra parte, el fruto indeseado del sexo, los hijos, que representan la detestable perpetuación de la vida, son asimismo aborrecibles: monstruosos, repulsivos, rastreros, retrasados mentales, feminoides.
Fonollosa –o, insisto, esa galería de personajes que hablan, sin revelar su identidad, en sus poemas– es antianimalista y contrario a la naturaleza; y lo es radicalmente: matar animales «no es un trauma / [sino el] puro reflejo placentero / de liquidar urgencias sin reparos»; y a aquella, asoladora y cruel, habría que destruirla sin miramientos. Ambas solicitudes no son sino nuevas manifestaciones de su oposición a toda forma de vida. Las grandes causas, las ideologías, no aportan nada; ni Dios, al que el poeta no encuentra por ninguna parte, y que concluye que es «un mito, entelequia, una invención / del ser inteligente para el fuerte / y así ambos dominar mejor al débil». En la misantropía feroz de Fonollosa, en su nihilismo sin recovecos, solo un drástico individualismo le permite sobrellevar la existencia; un individualismo en soledad, necesaria para reconstruirse cada día, con la ayuda de las drogas y del jazz, uno de sus grandes placeres, sobre el que llegó a publicar, con Alfredo Papo, en 1951, una Breve antología de los cantos spirituals negros, y en el que coincide con otros grandes poetas de la segunda mitad del siglo xx, como Antonio Gamoneda, Manuel Álvarez Ortega y Basilio Fernández: «El oscuro milagro de este siglo», lo llama en «Plaça Reial 1». Ni siquiera la poesía le proporciona la seguridad o alegría necesarias para sobrevivir. En «Carrer de la Formatgeria», se burla de su propia obra; y en «Zeleste 14», detesta el soneto con un soneto. Curiosamente, la razón por la que lo hace –obliga a acomodar la dicción a la forma, perjudicando la precisión y autenticidad de lo dicho– es lo mismo que puede decirse de algunos versos suyos, que, forzados a encajar en el endecasílabo, acartonan la sintaxis –con pronombres enclíticos, conjunciones adversativas o adverbios de relativo arcaicos («mas», «cual»)– o incluso vulneran la gramática: en el poema «Zeleste 4», por otra parte, uno de los mejores del libro, leemos «Le (sic) acepté y me cuidé que (sic), año tras año, / creciéramos los dos al mismo tiempo». Si hubiese respetado el régimen preposicional del verbo «cuidarse», el verso sería hipermétrico: «Lo acepté y me cuidé de que, año tras año, / creciéramos los dos al mismo tiempo».
La acritud y crudeza de Ciudad del hombre acaso explique uno de sus principales motivos: el deseo constante de huir. En muchos poemas, quien nos habla aspira a abandonar la casa o la ciudad en la que vive y a las personas que lo acompañan («este cuarto / inhóspito, estos seres inquietantes, / esta urbe aterradora»), o a liberarse de sí mismo, o a dejar atrás los problemas y las incomodidades, o, simplemente, a desaparecer entre desconocidos. Aunque sea imposible, o no sirva de nada, porque el peor enemigo de uno es uno mismo, que siempre acaba atrapándote. Esta búsqueda de una salida, o de un lenitivo, para el horror de la existencia es coherente con el cuadro sombrío, más aún, tenebrista que es Ciudad del hombre, aunque al lector no le inspire esa misma necesidad de huida. Por el contrario, el lector es atraído irremisiblemente a estos versos demudados y demoledores, en los que quisiera sumergirse hasta desaparecer.