Marcelo Luján
La claridad
Páginas de Espuma, Madrid, 2020
176 páginas, 17.00 €
POR MICHELLE ROCHE RODRÍGUEZ

 

 

En un mundo donde Dios ha muerto y la interpretación de cada palabra se limita a su sentido secular, claridad significa de fácil comprensión. Hubo, sin embargo, un tiempo cuando así se describía la gloria del ser humano: el resplandor y la luz que emitía la materia cuando entraba en contacto con lo inefable. Los místicos llamaban iluminación al estado extraordinario de la experiencia religiosa donde el alma se unía con el amor de Dios y la limitada mente humana se volvía capaz de recibir revelaciones. Stricto sensu, la claridad es el efecto que causa un rayo de luz al iluminar un espacio oscuro, permitiendo que se distinga qué hay en la sombra. A este último sentido de la palabra hace alusión Marcelo Luján (Buenos Aires, 1973) en la colección de cuentos La claridad, que le hizo merecedor del VI Premio Ribera del Duero, convocado por la editorial Páginas de Espuma. Cada uno de los seis relatos contenidos allí apelan a una compacta simbología cristiana sobre complejos dilemas morales, como las verdaderas posibilidades autónomas que tienen las personas de tomar decisiones sin que medien la belleza, el azar o el deseo o qué forma toma la lucha entre el bien y el mal en la cotidianidad de sus mezquinas disputas individuales. Las alusiones a la religión se anuncian con los epígrafes tomados de la Biblia que aparecen en todos los textos.

Más que relatos, las narraciones de Luján son artilugios construidos con cuidado, perfeccionados entre 2016 y 2019 con el mimo de un relojero experto, gracias al oficio adquirido durante sus muchos años de experiencia como coordinador de talleres literarios. Las seis piezas tienen similares estructuras internas y funcionan como un todo: si uno se mueve de su lugar, el andamiaje narrativo entero de La claridad se desmorona. El lenguaje y los demás rasgos estilísticos de los cuentos obedecen a dos líneas que pueden ser identificadas también con los asuntos principales del libro: el libre albedrío y la cotidianidad del mal –a veces identificado con la muerte, otras con la violencia–. Con una exactitud matemática que debe destacarse, La claridad establece en cada línea temática un trío de relatos que repite estructura –como en los cuentos que comienzan con la fórmula «Puede que haya sido…»–, maneras de crear suspenso –como en aquellos en donde adelanta las reacciones de los personajes a hechos que todavía no han ocurrido y que quizá ni siquiera pasen dentro de la narración– o el lenguaje de narradores adolescentes en primera persona. No debe olvidarse que los números tres y seis tienen profundas implicaciones simbólicas. Para Juan Eduardo Cirlot, el tres remite a la síntesis espiritual y resuelve el conflicto creado por el dualismo; se trata de la fórmula matemática sobre la que se fundamenta el cristianismo: la Santísima Trinidad. El seis inspira la ambivalencia y el equilibrio y, como en ese numero se unen dos triángulos, así como los elementos contrarios del agua y el fuego, también corresponde al alma humana. Y he aquí que el asunto que unifica a todos los cuentos de La claridad es la ambivalencia del alma y su eterna búsqueda del equilibrio.

Una forma de esa búsqueda enfrenta a las personas con sus dilemas morales. Al asunto del libre albedrío se refieren «Treinta monedas de carne», «Espléndida noche» y «La chica de la banda de folk». En el primero de los relatos, una mujer se cuestiona sobre si entregar o no a la lujuria de unos atacantes a la compañera que ha salido con ella a pasear en bicicleta: Astrid, «que apenas habla español, que apenas suda y a la que se le nota su afición al deporte» y que tiene un pelo «tan rubio, tan fino y transparente, [que] parece invisible bajo la intensa luminosidad del valle». En el centro de la violencia soterrada que encierran las dudas de Marta –que tiene la certeza de que su pareja, Fran, un día la dejará por otra, pues a ella «los corticoides la han transformado físicamente y la han convertido en algo que aborrece»– palpita la posibilidad de que no sean los celos ni la envidia. «Puede que haya sido la belleza», dice, simplemente, la oración con la que abre el relato –y el libro–, porque, como se lee en las obras de John Keats, «beauty is truth», la belleza es la verdad. Pero el debate entre la culpa y la supervivencia tiene poco que ver con la estética: enfrenta a la protagonista y narradora con su propia mezquindad, como Judas cuando vende a Jesús por treinta monedas de plata, escena que aparece en el epígrafe del cuento, tomada del Evangelio de Mateo.

Pero no es la belleza sino el azar y el deseo los atributos que condicionan las decisiones de los personajes de «Espléndida noche» y «La chica de la banda de folk». En uno, lo singular no es que el conductor de un camión que transporta pollos acepte la bolsa de deporte llena de dinero que le ofrece un desconocido, sino que, en primer lugar, hubiera accedido –no, más bien sugerido–, llevarlo en el camión hasta una gasolinera que queda en el cruce con la carretera nacional. Lo más raro es que, luego, consintiera en acercarlo a un pueblo, acción que lo obligaba a un desvío de diez kilómetros de su ruta original. «No es del todo azar cuando las cosas se buscan y más tarde se aceptan», escribe el autor argentino residenciado en Madrid desde 2001: «Nadie debería llamar azar a nada que devenga de cualquier decisión tomada desde la lucidez y el discernimiento». Y quizá la belleza y el azar no sean fuerzas centrífugas tan fuertes como el deseo. De eso se trata el otro cuento, la historia un poco predecible de cómo una joven rubia, etérea igual que una heroína de Gustavo Adolfo Bécquer, encrespa la lujuria de Alberto –«con esa rara euforia de los que aún no entienden lo que les pasa»– aquel verano, cuando él está de visita en el pueblo de su amigo Teo. El epígrafe «Ilumina mis ojos, así no caeré en el sueño de la muerte», tomado de los salmos, uno de los libros sapienciales del Antiguo Testamento, conecta a este relato con los tres anteriores. Aquí no hay culpa ni desprecio por la belleza; tampoco tentación ni malas decisiones: se trata, simplemente, de la reflexión sobre los límites entre la vida y la muerte.

La otra forma de la búsqueda del equilibrio saca el debate sobre la maldad del alma y lo coloca en el mundo exterior. «Una mala luna», «El vínculo» y «Más oscuro que la luz» plantean diversas formas de intervenciones sobrenaturales, cuando se cuelan por las rendijas de la vida. En el primero, Lo (Luna) es una chica agresiva, como si estuviera siempre malhumorada –lo que explica el título del relato, pues «mala luna» significa mal humor–. Su hermano, el narrador del cuento, la describe en estos términos: «La pobre nació con algo malo dentro del cuerpo». El argumento hace dudar al lector: quizá no sea una joven aviesa, sino, en realidad, una con poderes extrasensoriales o con sensibilidad para lo inexplicable. A lo largo de la historia, el lector se acostumbra a esperar una tragedia y, cuando esta ocurre, pone de manifiesto lo más valioso del relato: el amor que su hermano siente por ella. Esto queda reforzado en el epígrafe que, de nuevo, el autor toma del evangelista Mateo: «Y cualquiera que se enfade contra su hermano, será culpable de juicio».

El tema de las relaciones fraternales también se aborda en «El vínculo», relato que Luján construye como secuela de «Una mala luna». En esta oportunidad, el argumento gira alrededor del cambio de actitud de una chica que trabaja en una clínica veterinaria, Desirée: de su derrape hacia la violencia criminal desde que apareciera una misteriosa mujer pidiéndole el sacrificio de un gato. De nuevo, el narrador es un hombre joven, el hijo del dueño de la clínica y su pretendiente, Ramón: el mismo chico cuyo primer amor fue Lo, a pesar de su «mala luna». Decía que aquí se aborda la relación entre hermanos, pero no se hace como tema central sino secundario porque Desirée, como Lo, profetiza la muerte del hermano de Ramón, Javier. El detalle sirve para crear suspenso, igual que en la precuela. Otra conexión con aquel cuento es que la mujer del gato es Ingrid Benítez, la madre de Lo y antigua empleada de la clínica, que aparece once años después «envejecida y desaliñada». También les conecta otro epígrafe de Mateo: «Más conviene que una parte de ti perezca, a que todo tu cuerpo sea condenado al infierno».

El doppelgänger es el motivo fantástico presente en el relato «Más oscuro que la luz», en donde Pepa va a pasar el verano con la familia de su tía, la gemela idéntica de su madre, después de la muerte de esta. «Era joven y guapa y buena madre y no tendría por qué haberse muerto», reflexiona la chica de 14 años. Pero contrario a la sensación que deja el resto de los cuentos en La claridad, donde lo insólito busca el terror, en esta narración, la aparición de la doble es entrañable, casi tierna. Se trata de un juego de espejos en donde aparece, por supuesto, la claridad en su experiencia vivificadora e ilumina al doble oscuro o, más bien, a la doble oscura. Aquí Luján hace el prodigio de convertir en algo amable el Apocalipsis, sin duda el libro más inquietante de los que componen el Nuevo Testamento, pues el epígrafe «El último enemigo que será abolido es la muerte», en el contexto de este relato, cobra un significado completamente nuevo, casi como la experiencia de una de las pequeñas epifanías seculares a las cuales, ya para el momento cuando leemos este último cuento del libro, nos ha acostumbrado el escritor.

La noción de epifanía no se usa en el párrafo anterior a la ligera. Luján no solo utiliza la claridad como metáfora, sino también como una herramienta de estilo: oscurece algunos aspectos de la narración para iluminar otros. Y lo hace todo con economía de recursos. «Nunca se ven venir las balas y hoy sé que nunca se ven venir los contratiempos», piensa el narrador de «El vínculo»; en su precuela, «Una mala luna», otro reflexiona: «Fue, recuerdo, como si el universo entero se congelara en un instante». Y es allí, entre la bala y el instante, donde Luján encaja la iluminación, breve pero contundente.