POR JUAN ARNAU
Lo hemos visto en infinidad de películas y novelas, sin muerte no hay vida, los inmortales viven un sucedáneo de vida y acaban arrastrándose hastiados por la existencia. El inmortal es como el repetidor de curso, un amargado que arranca ilusiones a los neófitos. Y pocas cosas hay más peligrosas para la paz mundial que el aburrimiento de los inmortales. El sueño tecnológico programará minuciosamente su propio infierno y, sin embargo, hoy más que nunca proliferan libros ridículos, a caballo entre la ingenuidad y el cinismo, para celebrarlo. El último ejemplar es Homo Deus, donde se postula el fin del hambre, las epidemias y las guerras, todo ello gracias al dios tecnológico. Es tan hilarante como postular que un software puede acabar con la codicia humana (que es lo que verdaderamente se encuentra detrás de todas estas amenazas). Lo que antes prometían las iglesias ahora lo hacen los tecnócratas. Dales lo que quieren oír y te seguirán. Google marca la pauta (y de paso te vende el producto, o te lo regala y vende a otro la publicidad).

Que la tecnología probablemente nos lleve a la esclavitud es vaticinio de algunas magníficas creaciones literarias y cinematográficas. Hace ya casi un siglo de Metropolis (Lang, 1927), Brave New World (Huxley, 1932) o Modern times (Chaplin, 1936). En los sesenta y setenta la conciencia de esa amenaza revive con las magníficas Fahrenheit 451 (1966), escrita por Bradbury y dirigida por truffaut, y la versión televisiva de la novela de Huxley. En la primera, el poder político ordena destruir todos los libros; en la segunda, una humanidad desenfadada y saludable, sin guerras ni hambrunas, vive una felicidad boba tras eliminar la diversidad cultural, la familia, el arte, la religión y la filosofía. En la extraordinaria Soylent Green (1973), de Richard Fleisher, el desarrollo tecnológico y el calentamiento global ha llevado a la población al hacinamiento, físicamente separada en una pequeña élite que mantiene el control político y económico, con acceso a ciertos lujos como verduras y carne, y una mayoría que malvive alimentándose (sin saberlo) de cadáveres humanos. Una situación parecida a la de Matrix (1999), donde los humanos sirven de baterías a las máquinas, o en Hijos de los hombres (2006), del mexicano Alfonso Cuarón, donde la infertilidad global ha llevado a la civilización al borde del colapso. En este tipo de distopías no faltan los inmortales, que no saben vivir sin combatir entre ellos y decapitarse mutuamente (Highlander, 1986), hombres que se enamoran de máquinas (una mujer nunca lo haría: Blade Runner, 1982; Her, 2013 o Ex-machina, 2015), ni historias donde las grandes corporaciones amenazan tanto la intimidad como la libertad de jóvenes ingenuos (The Truman Show, 1998; the Circle, 2017). Todas ellas reproducen un antiguo mito hebreo y esbozan, de un modo u otro, un mundo donde primero los ingenieros y posteriormente las máquinas acaban por someter al hombre, donde la tecnología ya no está para satisfacer nuestros deseos sino para crearlos, para indicarnos qué y cómo desear. En todas ellas el Mesías que ha de llegar, el libertador definitivo, está hecho de silicio y, lo que es peor, esconde a un tirano.

En toda esta historia hay un momento clave. En 1460 un monje llega a Florencia con un manuscrito griego procedente de Macedonia. Cosme de Médicis, que es dueño y señor del Google de su tiempo, encarga a Marsilio Ficino (1433-1499) su traducción inmediata al latín. Quiere saberlo todo de esta antigua sabiduría, recogida por un sacerdote egipcio llamado Hermes trimegisto. El manuscrito incluye catorce de los quince tratados del Corpus hermeticum y pertenece a una tradición marcada por la magia que será fundamental en el surgimiento de la ciencia moderna. Bajo la rúbrica de Hermes aparecerán gran cantidad de manuscritos griegos de astrología y ciencias ocultas que desvelan los secretos de las plantas y los minerales y contienen detalladas instrucciones para fabricar talismanes que permitan aprovechar la energía de los planetas, junto con una justificación filosófica de estas prácticas.

Cosme el Viejo, que se encuentra próximo a morir, ansía disponer de la traducción de Ficino de las obras de Platón, pero éstas tendrán que esperar a que traduzca a Hermes. Ambos están convencidos de que Hermes es el primero entre los profetas, contemporáneo de Moisés, y muy anterior al divino Platón. Ambos viven un mito que venera el pasado, que obtiene su vigor e impulso emocional de una mirada retrospectiva. Una gloriosa antigüedad donde fue revelada al hombre una prisca theologia, una única y verdadera enseñanza que discurre a través de todas las corrientes religiosas y filosóficas (idea que resurgirá con Leibniz, el deísmo inglés y la «filosofía perenne» de Huxley). Desde ese momento el interés por el hermetismo será frecuente en la gnosis del Renacimiento. Lo encontramos en Da Vinci (1452-1519), Pico della Mirandola (1463-1494), Paracelso (1493-1541) y, posteriormente, en Giordano Bruno (1548-1600). Los alquimistas Robert Boyle (1627-1691) e Isaac Newton (1642-1727) vivirán en ese mito, que no les impedirá abrir las puertas de la ciencia moderna. Todos ellos experimentan cierto estupor y temor reverencial ante las revelaciones que traen estos viejos manuscritos. Ya en la época de la República romana, Marco Tulio Cicerón afirmaba que Mercurio (Hermes) había dado letras y leyes a los egipcios. Para Ficino, Hermes era el testigo privilegiado de aquella prisca theologia, el depositario de una antigua sabiduría, que sería transmitida a Orfeo, posteriormente a Pitágoras y finalmente, a través del Filolao, al divino Platón.

Ficino, médico y sacerdote, no propone un ejercicio contemplativo, sino todo lo contrario. Lo que pretende es huir del determinismo astrológico (de su propia genética) mediante la adquisición del poder de los astros. No es tanto un camino de salvación como una estrategia para escapar del destino. No hay en su proyecto una profundización en la cultura mental o en la devoción a lo divino, sino un interés por la manipulación y canalización de las energías cósmicas. Sin embargo, a diferencia del padre de la ciencia moderna, Francis Bacon, que nacería medio siglo después, Ficino se embarca en este proyecto de un modo moderado y dubitativo, trata de modificar su propio horóscopo saturnino, triste y taciturno, orientándose hacia influjos astrales más propicios, fabricando efigies y talismanes que puedan atraer el poder de los decanos, estudiando las «pertenencias» de plantas y minerales a los diferentes planetas, destapando su simpatías ocultas y elaborando colecciones de imágenes de planetas, signos zodiacales y decanos con las correspondientes instrucciones para la fabricación de talismanes. La premisa de todo ello, mencionada en el Asclepio, es que cualquier mineral o planta, cualquier objeto material de aquí abajo puede entrar en contacto (y de hecho se encuentra ya en contacto) con las cosas superiores, como el espejo que refleja un rostro o la montaña que devuelve un sonido. Y todo ello gracias al alma del mundo, a la maravillosa y omnipresente fuerza vital, que tiene la capacidad de integrar lo más diverso y conciliarlo todo. De ahí que los antiguos sacerdotes egipcios fueran capaces de introducir «cierta admirable divinidad» en las estatuas. No introducen espíritus sino mundana numina. Con la ayuda de hierbas, árboles, piedras y sustancias aromáticas, Hermes logra imbuir a las estatuas de un poder natural y divino, precursor del poder mecánico y terrenal de nuestros robots y autómatas.

Hoy vivimos el reflejo especular de aquellos tiempos. Veneramos el futuro y los ejemplos del cine y la literatura no hacen sino anticipar situaciones que antes o después deberemos afrontar. El arte (expresión de lo imaginal) acaba dictando los procesos históricos. Nuestro mundo vive hoy una batalla latente entre tecnócratas y humanistas (que los últimos perdemos por goleada), sin embargo, es posible perfilar posturas que se distancien de ambos mitos y se arraiguen no en el pasado o el futuro sino en el presente. Un nuevo humanismo que no desdeña la recuperación de textos de la antigüedad india, persa o grecolatina a la hora de hacerse con una visión del mundo, aunque tampoco los glorifica. Y mantiene esa misma actitud respecto al desarrollo tecnológico. Estamos donde estamos y la evolución de las ciencias no es algo que se pueda obviar. La historia nos ha traído hasta aquí y toca asumir el desafío. Pero ese humanismo que proponemos cultiva cierto escepticismo respecto a esa magia tecnológica que despertó en el Renacimiento y culminó en la revolución científica. El nuevo humanismo comparte la idea de Bergson de que no existe un punto de contacto entre los cualitativo y lo cuantitativo, que el conocimiento poco tiene que ver con la información y que el lenguaje que habla la vida y la conciencia está lejos de ser el matemático. Las ciencias proceden necesariamente de una marea dogmática y cada una de ellas ofrece su propia visión del mundo (sin que necesariamente sean coherentes entre sí). Entiendo aquí por dogmatismo la necesidad de consenso, de llegar a acuerdos para poder seguir avanzando (que es lo que hacemos en los congresos científicos). Y el nuevo humanismo está ahí para inyectar una dosis de escepticismo, para ironizar (sin que esto signifique reventar) las conclusiones a las que llegan las diferentes disciplinas científicas (que no hay sólo una, hay que insistir en ello).