Mauricio Wiesenthal
El derecho a disentir
Acantilado
400 páginas
Barcelonés de infancia y juventud gaditanas, y ascendencia alemana, Mauricio Wiesenthal (1943) ha hecho resucitar entre nosotros el espíritu de la vieja cultura europea desde hace más de tres lustros. Tal cosa se pone de manifiesto en su «Trilogía europea», compuesta por Libro de Réquiems (2004) –donde revisó sus inquietudes literarias y vitales, así como sus artistas predilectos–, El esnobismo de las golondrinas (2007) –mil anécdotas y vivencias sobre autores ingleses, franceses, germanos, rusos, italianos…– y Luz de vísperas (2008), una voluminosa novela que constituyó otro modo de recorrer Europa, con fondo intelectualista y emocional. Una querencia por el Viejo Continente que se hacía patente también en su anterior libro, Orient-Express. El tren de Europa.
Con estos y otros libros, ha destacado como un cultísimo analista del pasado, gracias a su erudición universal, y como un maestro para entender nuestro hoy, lo que en su caso equivale a estar preparados para el futuro que nos espera. Asimismo, se trata de un autor de sesgo romántico, idealista, sensible a los valores cristianos y al legado grecolatino; un viajero por todo el planeta además desde muy joven, aparte de ser un experto enólogo, sobre lo cual ha publicado un mastodóntico diccionario.
Ejemplo de la fina mirada a su entorno e historia es un libro que analizaba el carácter español a partir de su cultura y tradiciones: La hispanibundia. Retrato español de familia (Acantilado, 2018). Con este palabro denominaba lo que sería un rasgo intrínseco: cierta «vehemencia del corazón» que se manifiesta en nuestros conquistadores y políticos, en nuestros escritores y personajes de ficción. A partir del subconsciente primitivo o del lenguaje, Wiesenthal enseñaba «cómo se forjó en la historia, en la literatura y en la leyenda el carácter que distinguió al español». De tal modo que hablaba de etimologías sobre nuestra geografía, de la honra y la corrupción, de la antigua virtud de la austeridad, de la picaresca, de la envidia, del bandolerismo, de la colonización americana, de Velázquez, de la fiesta de los toros, de la Inquisición, del nacionalismo, de la emigración, de la Leyenda Negra, de la mística, de las dos Españas en litigio…
Poco a poco, Wiesenthal ha ido desarrollando este sello propio a la hora de mostrar su insobornable independencia intelectual universal mediante libros misceláneos de saberes diversos, exploración histórica y crítica a lo peor que tiene hoy nuestra sociedad. Y es que este hombre de increíble erudición, de cultura infinita –pero como la que no tiene hoy casi nadie: una cultura activa, crítica, punzante, que interpreta el pasado y lo convierte en reflexión del propio presente–, vuelve a la acción con otro libro asombroso, valiente, extremadamente interesante, con el que provocará nuestra conciencia: El derecho a disentir.
Ensayos punzantes, que mezclan biografía, análisis de nuestra realidad, crítica cultural, profundidad histórica…, que buscan ubicarse en lo que el autor llama en diversas ocasiones lo «intempestivo», es decir, como dice la RAE, «que es o está fuera de tiempo y sazón». Wiesenthal es el rebelde que no huye cada segundo de lo acomodaticio y consabido, que nos llama a horas intempestivas para empujarnos a pensar en lo que hacemos y lo que pensamos, en lo que sabemos en definitiva, y que bucea donde nadie se atreve, analizando con una audacia incomparable nuestro mundo hoy en día, regido por el materialismo vacuo y lo frívolo-instantáneo.
Si su maestro y faro intelectual y moral Stefan Zweig ya escribió y describió El mundo de ayer, y luego se quitó de en medio, Wiesenthal ha resistido, tomando el testigo de su legado europeísta, para poder llegar hasta el «mundo de hoy». Por eso, El derecho a disentir ha sido escrito, de algún modo, a lo largo de cincuenta años en el curso de sus viajes, estudios, clases… hasta conformar un testimonio crítico del tiempo presente. En él ataca comportamientos que tienen que ver con la intolerancia, la petulancia, la ignorancia, todo lo que nos embrutece y nos lleva al salvajismo colectivo, consciente de que el racismo, los fascismos, el comunismo, la homofobia, el populismo y el nacionalismo se fundamentan en el odio a las diferencias. Wiesenthal hace mucho que conoce el diagnóstico de Freud, cuando dijo que estos rasgos de intolerancia hacia el prójimo proceden del «miedo» que ciertos ignorantes sienten hacia todo el que es distinto, por su físico, por su educación, por su fortuna, por sus ideas o por sus creencias.
Ciertamente, el autor una y otra vez querrá mirar hacia el pasado lejano para extraer las mejores lecciones que adoptar a la cotidianeidad. «Sé bien que mi reivindicación de los valores y arquetipos clásicos va a contracorriente de las tendencias intelectuales. Desde Voltaire y Darwin todo el mundo quiere ser progresista y «científico» para no caer en el oscurantismo reaccionario. Sin embargo, tengo la clara conciencia de que nosotros, los europeos, al combatir la oscuridad de la Edad Media –en nuestra valiente defensa de la Ilustración– cometimos el error de socavar también los valores del humanismo, eliminando la fe», dice en la página 107, en el capítulo titulado «Salvajes y racionalistas».
Y esto es así porque Wiesenthal, en toda esa infinitud de hacer literatura a partir de toda una vida volcado en oficios variopintos y en escuchar y observar, en conversar y conocer, siempre ha afirmado que el mundo de la justicia y de la ciencia no está reñido con los principios espirituales y morales. De ahí que El derecho a disentir sea un cuestionamiento implacable al ambiente capitalista y consumista que nos empapa la existencia día tras día sin remisión. Alude, asimismo, a lo antimoderno, sabedor de la gran frase de otro de sus autores fetiche: «Si hubiese querido caer en la depravación –escribió Goethe– solo tenía que haberme dejado llevar por los que me rodeaban». Además, aplaude a Antoine Compagnon y a los autores franceses de la segunda década del siglo XX que utilizaron la palabra antimodernos para referirse a los maestros que legaron una visión desencantada de la modernidad. No eran estos reaccionarios, ni ultras, sino autores que, en efecto, podríamos llamar intempestivos (adjetivo muy querido por Nietzsche), porque no se dejaron arrastrar por las modas de su tiempo, y reivindicaron la vigencia de tareas y valores que habían sido enterrados, de manera prematura, por la soberbia de las revoluciones populistas.
Por todo lo apuntado, uno se acuerda del Henry David Thoreau que decía que «sólo uno en un millón está lo bastante despierto para el ejercicio intelectual efectivo, sólo uno en cien millones, para una vida poética o divina». Wiesenthal –una guía en los principios de integridad e independencia, una autoridad moral única– es ese individuo excepcional. Hay que felicitarse, por tanto, de tener un pensador de esta dimensión cerca de nosotros, que tan pronto es capaz de publicar una descomunal biografía de mil páginas sobre uno de sus poetas que más le han acompañado –Rainer Maria Rilke (El vidente y lo oculto) (Acantilado, 2015)–, que un estudio portentoso de Tolstói, a partir de sus viajes, en plena URSS y a Yásnaia Poliana, titulado El viejo león (Edhasa, 2010)–, o incluso una obra tan personal como Siguiendo mi camino (Acantilado, 2013).
Aquí, la experiencia íntima se intensificaba gracias a un puñado de canciones en diferentes idiomas que el propio autor solía interpretar en público de joven, en hoteles, cafés, cruceros, apareciendo en aquellas páginas boleros, coplas españolas, romanzas rusas, zambas, tangos… «Cantar fue una de las aficiones de mi vida que me ayudó a sobrevivir en mis años de bohemia», decía en aquella ocasión, la enésima, en que fundió erudición, viaje, búsqueda de los maestros de la antigua cultura europea y romántica autobiografía. No en vano: «El arte es, para mí, una emoción que, apoyada en honda experiencia sensual, nos regala el pozo de una vivencia mística o espiritual», dijo en el prólogo de su libro de versos Perdido en poesía, de continuo buscando en sus viajes el amor por la cultura, por absorber todo lo que incumbe al ser humano: al prosaico y al artístico, al más alto esteta o al vagabundo.