Ignacio Echevarría
El nivel alcanzado. Notas sobre libros y autores extranjero
Debate, Barcelona, 2021
385 páginas
POR WILFRIDO H. CORRAL

Echevarría constantemente dedica sus columnas a novelistas extranjeros nada extraños para sus lectores asiduos. Sus reseñas son otro ente, llenas del detalle que da oxígeno a dramas emergentes, elevadas a un nivel vital más revelador que el del autor o libro original. Su trayectoria como editor, estilismo y erudición exhaustiva sin lata universitaria hacen de él uno de los más trascendentes y respetados críticos iberoamericanos. Es seminal Desvíos. Un recorrido crítico por la reciente narrativa hispanoamericana (2007), que incluye una selección de 45 reseñas fundacionales para entender plenamente esa narrativa. Como director de reseñas de una revista universitaria, le pregunté a una profesora norteamericana si reseñaría libros de su campo. Contestó desdeñosamente que no «contaba» para su college. Junta, su obra no tiene los lectores o cuenta como los escritos de Echevarría, irreducible latinoamericanista o hispanista.

Aquella visión utilitaria del arte no mata o resucita lecturas académicas sino que precisa que las reseñas meditadas iluminan a lectores cultos y comunes, los que según Virginia Woolf leen por su propio placer, «en vez de para impartir conocimiento o corregir las opiniones de otros». Para El nivel alcanzado Jaume selecciona artículos, conferencias, prólogos y reseñas de tres décadas. En la Nota preliminar Echevarría dice «Una vez apartado del ejercicio regular del reseñismo más o menos militante, recobré mi disponibilidad como lector» (p. 37). Si deja fuera ensayos de posibilidades mayores, palia esas ausencias añadiendo «de manera discrecional, consideraciones de muy varia naturaleza, que se presentan bajo el titulillo de “posdatas”» (pp. 37-38). Su compromiso literario, recato y facultad para estar al día de impulsos culturales, y por ende jerarquizarlos, demuestran que las rúbricas bajo las que publicó sus escritos no reflejan su red referencial que contextualiza la historia, política, realidad y significado de libros o autores. En ese derrotero es especular «El crítico en la encrucijada» (sobre Benjamin como alquimista, estratega y ensayista, pp. 298-310), que junto a seis ensayos acerca de Stendhal, Zola, Malraux, Céline, Canetti e Iris Murdoch compone la segunda parte.

En las últimas dos décadas el interés académico en una nueva [sic] literatura mundial no da señal de disminuir, desdeñando la clásica y sus estudiosos, prefiriendo teorizar [sic] sobre su propia práctica y supeditar que se trata de literatura en inglés, o traducida a esa lengua. No hay o se habla de críticos «primermundistas» que escriban sobre literaturas o lenguas menores o periféricas y, más grave, no hay interés en la literatura en sí o en consultar críticos o novelistas que escriben en español sobre literatura extranjera («se entiende que traducida», dice Echevarría), a no ser que sean autores como Vargas Llosa. Si nuestra crítica se mueve entre el español y la hegemonía del inglés, no cabe duda de que este libro debe ser traducido a otras lenguas. 

Los 36 textos de la primera parte reseñan obras canónicas, advirtiendo que «la constelación de libros y autores sobre los que aquí se trata no propone ni mucho menos un canon personal» (p. 39). Aparte de Benjamin y su calibración adorniana, analiza a críticos tan diferentes y valiosos como Hazlitt, Eliot, Williams y Steiner; y cuando se dedica a Murdoch sobresale el discurso filosófico que caracterizó a ella y a Canetti (con quien tuvo una relación, pp. 201-203, 365-368). Los apuntes de este merecen otra posdata enjundiosa (otra versa sobre Faulkner y la dificultad, pp. 165-170), resaltando que sus reseñas no codifican lecturas sino que son fuentes de conexiones. También se desprende que tiene en mente las ideas del novelista como crítico, como con Valéry, Musil, Camus, Gracq y Coetzee. Lo mismo ocurre con el crítico como novelista, he ahí Duhamel o Jünger, y con este último se aproxima al fuego.

En la larga posdata (varias son bipartitas) a su reseña-artículo sobre los cuentos Juegos africanos del alemán asevera «La frase con que termina el [párrafo anterior] me valió una apesadumbrada amonestación por parte de una amiga a la que profeso un gran respeto intelectual. Yo era un treintañero cuando la escribí, y estaba completamente fascinado por la figura de Jünger…» (p.145). Así expresa su interés en escritores moralmente «incómodos», gatillo para explicar la ética que rige en El nivel alcanzado: es razonable exigir a autores admirados que den la talla como contemporáneos, porque es una cuestión resbaladiza que «no está de más plantear, más en estos tiempos en que la corrección política pretende tener competencias retroactivas» (p.147). Desde la denostación de los clichés del reseñismo por Elizabeth Hardwick una cosa es presentar crítica preclara como ella, otra revestir prejuicios a favor o en defensa de un autor u obra. Si no se quiere aislar al reseñador del libro recensionado, ¿por qué insistir en separar a autores de sus libros? Echevarría está con Hardwick, consciente de que poca crítica influye en el gusto.

Esa consciencia persiste en El nivel alcanzado y requiere justipreciar su paciencia e inteligencia para efectivamente leer, sin señas del Groucho Marx que explicaba que se demoró tanto en escribir una reseña que no llegó a leer el libro. Echevarría relee y relee, consciente de que en otra lectura tendrá más que decir (así la columna «Musil todavía» de febrero de 2022). Proceder patente en su recensión de Monsieur Teste de Valéry; en ella se explaya sobre las «antinovelas», con la ubicuidad de Musil y sus obras, y con Gide y el tío de este (pp. 71-75). Si Echevarría es el experto en Bolaño, y este un gran forjador de reseñas de libros imaginarios, también debe destacarse la evidente e inexplorada influencia de Monsieur Teste en Lo demás es silencio de Monterroso. Si de latinoamericanos mundializados se trata, qué mejor que evaluar a William Henry Hudson y a Witold Gombrowicz.

Refiriéndose a Hudson, declara que Allá lejos y tiempo atrás le alegró indescriptiblemente y alentó a conseguir otros libros de Hudson (p.78). Durante su primera visita a Montevideo, Echevarría apunta: «a comienzos de los 2000, descubrí a Idea Vilariño, cuya poesía también me deslumbró» (p.79). Y a continuación recuerda que para Borges leer a Twain produjo similar felicidad; y que Vilariño tradujo a Hudson. ¿Cómo sopesar esa placidez con otros sosiegos en esta época apocalíptica? En «Por un humanismo de vanguardia» relata la felicidad insolente y gamberra del polaco Gombrowicz, radicado en la Argentina por 23 años; en dicho texto, Echevarría explica malentendidos enlazando con autores mundiales, afirmando: «Pues nunca se insistirá lo bastante en la dimensión humanística de la literatura de Gombrowicz y en la naturaleza profundamente moral de su arte» (180). La postdata profundiza en las conexiones bonaerenses con una reveladora discusión sobre la re-traducción (pp. 182-184), luego de proponer huellas del «ferdydurkismo» en una vanguardia iberoamericana de literaturas «pequeñas»: Pitol, Vila Matas y, sobre todo, Aira (p.181). 

Amplía su gama con James, Lodge, J. M. Coetzee, V.S. Naipul y otros, salpicándolos con apostillas, iteraciones temáticas y actualizaciones que en los dos primeros giran en torno a la «desprivatización» que «no ha hecho más que desatarse y extremarse» (223). Con Coetzee y Naipul las glosas y adiciones revelan una conciencia autocrítica inusitada. Para leer Elizabeth Costello desata su asimilación crítica afín a ensayo y novela, vuelve a Musil y su énfasis en la ética humanista, manifestando que Coetzee quizá sea el único autor contemporáneo que se atreve a convocar el modelo de Kafka «Y a su vera, concita el recuerdo de poetas como Hölderlinn o Rilke, o de pensadores como Hofmansthal o Canetti, o de artistas como Franz Marc o Paul Klee» (p. 234). Si para Naipul cita una reseña de Coetzee, vuelve a Williams, recuerda que Naipul tradujo el Lazarillo, y suma a Ishiguro, Compton-Burnett, Walser y otros para contextualizar la novelización del submundo del «servicio» (p.242); y recalca que la virtud principal del trinitario atañe «a su escurridiza moralidad y su sabiduría» (p. 239), colonial o no.

Echevarría tiene en mente observaciones y advertencias de Adorno, para quien la esterilidad de la crítica literaria se debe a la neutralización de la cultura, y que «el crítico que no la llama por su nombre se convierte necesariamente en cómplice y es víctima de la irrelevancia de sus objetos». Las lecturas y conocimientos de críticos contestatarios como él superan a cansinos «hispanistas mundialistas» que no se consubstancian con la literatura. Se espera que el reseñismo evolucione. Así, otro hilo conductor de El nivel alcanzado es preguntar qué ayuda a ser mejor reseñador, a refrescar la pasión por el género. Esa interpelación constata que las obras imponen confrontar la responsabilidad que define al crítico: encontrar el lenguaje moral para describirlas, incitar al público a leerlas hasta el fin, nivel que él sigue logrando.