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Madame de Stäel
Consideraciones sobre la Revolución francesa
Edición, traducción, presentación y notas de Xavier Roca-Ferrer
Arpa Editores, Barcelona, 2017
800 páginas, 29.90 €
POR DANIEL B.BRO

 

Comencemos por el principio: madame de Stäel debe su nombre a su marido, el embajador sueco en París, el barón Stäel-Holstein; aunque, en realidad, se llamaba Anne-Louise-Germaine Necker, hija de Jacques Necker, célebre economista suizo y político, protestante, organizador de los Estados Generales de 1789, millonario, de presencia tan importante en los últimos años de Francia en el siglo xviii, y de Suzanne Curchod, mujer muy culta, hija de un pastor calvinista. Nacida en París en 1766, durante el reinando de Luis XV, y fallecida en 1817, la señora Stäel fue una de las personas más cultas de su tiempo y una de los grandes intelectuales, sin duda, la primera entre las mujeres. Fue hija única y apasionada de su padre. Pero fue, sobre todo, una denodada politóloga, novelista, filósofa y crítica literaria. Desde niña asistía al salón ilustrado de su madre, por donde pasaban filósofos y científicos como Buffon, Grimm, Marmontel, Diderot, D´Alembert… Y téngase en cuenta que era una niña inteligentísima, llena de curiosidad y con ganas de expresarse y seducir con su oratoria, de la que se llegó a decir que era aún mejor que su prosa, lo que no es poco. Es autora de las novelas Delphine (1802), Corinne ou l’Italie (1807), de ensayos tan decisivos como originales y originarios como De la littérature (1798-1800) o De Alemania (1813). Madame de Stäel tuvo un matrimonio rápido y, luego, muchos amantes. Alguien con un amor y admiración tan grande por el padre difícilmente podía tener una relación continuada y fiel. Por lo demás, en esa época y en su clase, ni se casaban por amor ni mantenían fidelidad ni los hombres ni las mujeres (léase a Stendhal), sobre todo de su clase. Entre sus amantes, el que más duró fue el pensador, también suizo, Benjamin Constant, cuyo pensamiento político guarda semejanzas con el suyo. Xavier Roca-Ferrer —de cuyo prólogo tomo muchos datos, y que a su extraordinaria traducción une no pocas notas tan eruditas y sagaces como pertinentes y bienhumoradas— enumera algunos de sus amantes, además de Constant, Narbonne, el conde Ribbing, el aristócrata Pedro de Souza, el militar Maurice O’Donnell, Prosper de Barante y John Rocca, padre de su último hijo. Todos fueron más jóvenes que ella. A Rocca lo había conocido en Ginebra, en 1810, adonde había sido expulsada por el emperador. Madame de Stäel andaba tratando de publicar De Alemania, pero la censura se le echó encima. En Ginebra comienza su obra Diez años de destierro (publicada póstumamente por su hijo Auguste), si bien pronto escapa de Suiza, viaja a Alemania y llega a Rusia al tiempo que el país es invadido por las tropas napoleónicas. Allí conoce al zar Alejandro, viaja luego a Suecia y trata de convencer a Bernadotte, que sería rey de ese país, de la necesidad de participar en la coalición contra Bonaparte. No es poca cosa, porque todo ello desemboca en la batalla librada en Leipzig en octubre de 1813, a cuya derrota francesa seguiría la última, Waterloo. Madame de Stäel se encontraba por entonces en Londres, donde ejercía una suerte de embajadora de la libertad, y desde donde regresa a París en 1814, para morir, a los cincuenta y un años, a causa de una apoplejía, seguida de parálisis, el 14 de julio de 1817. La fecha es casi un homenaje, porque coincide, como nos recuerda Xavier Roca-Ferrer, con el aniversario de la toma de la Bastilla por el pueblo de París, exigiendo que Necker, su padre, que había sido apartado de su cargo, fuera depuesto para dirigir los Estados Generales.

Consideraciones sobre la Revolución francesa fue su último libro, publicado un año después de su muerte. Lo inició como obra de reconocimiento de las tareas y obras de su padre, pero no tardó en ampliarse a las causas que originan la revolución, desde Luis XIV, y alcanza hasta la caída de Napoleón en Waterloo y la Restauración de Luis XVIII. De casi todo fue testigo, cercano o lejano, y estudiosa de sus documentos y testimonios directos. Madame de Stäel fue un espíritu moderado en un momento de la historia convulso y violento, aunque, sin duda, tuvo criterios avanzados para su tiempo. Entusiasta de Inglaterra, donde vio «el último perfeccionamiento del orden social del que tenemos noticia», abogaba por una monarquía constitucional de corte liberal para Francia; sin embargo, eso no le impidió aceptar la república, defendiendo siempre la libertad y el orden, una pareja nada fácil de congeniar. En 1792 huyó a Suiza, alejándose de las matanzas del Terror. Allí la esperaba el castillo paterno junto al lago Leman. Pero volvió en 1795 y abrió, con un valor admirable, su salón literario, por donde pasó, entre lo más ilustrado de su tiempo, el español José Marchena. Luego, como se sabe, vino el Consulado, con Bonaparte, y un año después publica nuestra autora un libro valioso: De l’influence des passions sur le bonheur des individus et des nations, obra que un lector de Ortega y Gasset relacionaría enseguida con algunos aspectos de La rebelión de las masas. Hay un denominador común en sus escritos reflexivos: el compromiso con su tiempo, la necesidad de contribuir con ellos al progreso de la sociedad, y en eso es muy hija de la Ilustración y de la poética del neoclasicismo. En fin, esta magnífica mujer, escritora e intelectual, fue una crítica incisiva de Napoleón, al que trató en varias ocasiones. De hecho, estas Consideraciones contienen momentos valiosos al respecto: tanto testimonio histórico como análisis lúcidos y penetrantes de unos de los militares y políticos más importantes de la historia. Xavier Roca-Ferrer nos dice que «madame de Stäel fue el Solzhenitsyn de Napoleón y el bonapartismo». No obstante, pese a ser crítica, no se entregó a la calumnia ni a las injurias. Liberal y defensora de la moral, desaprobó el cinismo de Bonaparte y lo que creía era su aspiración a una monarquía universal. En cierto modo, quiso volver a lo que había comenzado en 1789, antes, claro, del Terror, defendiendo la libertad y las instituciones garante de las mismas, una sociedad con poderes equilibrados y ajena a la dictadura de un monarca o de un emperador. Por lo tanto, tampoco vio con buenos ojos (bueno, la aceptó en alguna medida) la Restauración que coronó, nunca mejor dicho, sus últimos días.

La complejidad y riqueza de las casi ochocientas páginas de las Consideraciones exigen el estudio de un historiador de la época y de notable espacio, pero un lector interesado, como éste que escribe, puede retener algunos momentos notables. Madame de Stäel une a su cultura política, búsqueda de la verdad y dotes de observación humana una importante capacidad para el retrato, para el dibujo psicológico, sin duda, herederos de una tradición francesa, desde La Rochefoucauld a los moralistas franceses de su tiempo, que había destacado en la perspicacia psicológica y en la capacidad literaria, de tipo sintética, para mostrar un acontecimiento, a un grupo o a una persona con pocos y exactos trazos. Junto con esto y los numerosos análisis políticos tan perspicaces como los de Montesquieu, son notables sus observaciones de testigo, de testigo lúcida, que ve lo que importa, con una capacidad inaudita para detectar qué hay en el presente de historia. Y ahí encontramos su razonamiento y emoción en la inauguración de los Estados Generales el 5 de mayo de 1789. Admiraba a Luis XVI (piénsese, además, que madame de Stäel conocía de cerca la corte, así como a Napoleón, Marat, La Fayette o, al menos por una conversación, a Robespierre), hombre ilustrado, pero, aunque su carácter «no lo llevaba a desear el poder absoluto, este poder era un prejuicio funesto al que, desgraciadamente para Francia y él mismo, no había renunciado nunca». Retratos: Mirabeau, por ejemplo, el del mismo Napoleón, tan notable como el que, ya desde la mirada de la historia, hiciera en alguna carta Sigmund Freud (un comentarista argentino siempre ha de citar a un psicoanalista, piedra de toque). O esta observación que encuentra su paroxismo a partir de los años cuarenta en Francia: «Una vanidad obsesiva, casi literaria inspira a los franceses la necesidad de innovar en todo». Léase también «moda» y todo encaja. Otra perla: «Los hombres mediocres suelen reclamar el auxilio de las bayonetas para defenderse de los argumentos de la razón con tal de poder actuar por medios tan mecánicos como su propio entendimiento». Más: «El valor que nos empuja a resistir a la multitud es de una clase distinta del que nos hace independientes de un déspota y, con todo, es el mismo impulso natural el que nos permite luchar contra toda clase de opresiones». Oigámosla oyendo al maestro de la guillotina: «La elocuencia de Robespierre se basa en una oscura metafísica de los lugares más comunes». A lo que añade en otra página algo que nos hace pensar en los juicios comunistas: «No conocía otro medio de deshacerse de sus rivales que eliminarlos mediante el tribunal revolucionario, un recurso que daba al asesinato un aire de legalidad». Y, ahora, sentencia para independentistas: «Una manera segura de no equivocarse sobre lo que desea la mayoría de una nación consiste en no abandonar nunca una ruta legal para alcanzar el objetivo que se cree más útil». Ella pudo deducir esta máxima tras la deriva de 1791. De Péthion, alcalde de París: «Un frío fanático que llevaba al extremo todas las ideas nuevas porque era más capaz de exagerarlas que de entenderlas». Pura psicología: «Estaban más irritados al sentirse más culpables». En fin, Napoleón, su perseguidor: «No era ni bueno ni violento ni dulce ni cruel a la manera de las personas que conocemos. Aquel ser, imposible de comparar con nadie, no podía sentir ni despertar simpatía alguna. Era más que un hombre o quizás menos […]. Veía en los hombres un hecho o una cosa, nunca a un semejante. No amaba más de lo que odiaba y sólo él existía para sí mismo: todas las demás criaturas eran meras cifras». ¿No es admirable una inteligencia así, y con así quiero decir un montón de cualidades extraordinarias y raras? Pues un poco más sobre el mismo corso: «Dominaba todos los modos de subyugar a los demás envileciéndolos». Pero puesto que hay que acabar la reseña de esta obra admirable y singular, lo hago con esta frase, en la que la filosofía y la penetración psicológica se alían a la observación en el trato de las personas: «A lo largo de mi vida, todos los errores que he cometido en política se han debido a la idea de que los hombres serían siempre sensibles a la verdad, si se les exponía con la suficiente energía». Madame de Stäel, una mujer lúcida de su tiempo, y del nuestro.