Sara Mesa
La familia
Anagrama
232 páginas
«Todas las familias felices se parecen unas a otras, pero cada familia infeliz lo es a su manera». Pocos inicios de novela resultan tan lúcidos como el demoledor axioma con que Tolstói nos abre las puertas de su Anna Karénina. A la aguda e icónica sentencia del autor ruso cabría añadir, además, que ninguna familia feliz ha inspirado nunca una gran novela. Las infelices, sin embargo, están en el germen de casi toda la historia de la literatura. Así viene a corroborarlo La familia, último relato de la narradora madrileña Sara Mesa (1976).
Desde que inició su andadura de escritora, las propuestas literarias de Mesa rara vez han pasado desapercibidas. A lo largo de la última década, gracias a un proyecto cuyo conjunto resulta sólido y constante —con títulos como Cuatro por cuatro, finalista del Premio Herralde de Novela (2013), Cicatriz, Premio Ojo Crítico de Narrativa (2015), Cara de pan (2018) o Un amor, Premio Los Libreros (2020)—, la autora ha conseguido obtener el respeto de la crítica y la fidelidad de un público que, con cada nueva entrega, podrá reconocer enseguida su seña de identidad en la marcada delectación por lo incómodo y aun lo perturbador. No cabe duda de que Sara Mesa desea hacer discurrir su prosa por parajes poco transitados, cuyas escenas harán que el lector se revuelva en el sitio como quien nota una china en el asiento y no logra encontrar acomodo. Su ficción más reciente comienza con un inusual primer capítulo donde la enunciación se diluye en favor de un tono imperativo que ordena tajante: «Solo mira y aprende». Con ello, encuentra la manera de convertir al lector, ahora espectador, en voyeur incómodo de esta familia, cómplice de sus secretos y testigo de sus mezquindades. Un espectador que mira y aprende, pero no a través de un aprendizaje sistemático, dogmático o científico (nada que ver, por ejemplo, con esos Rougon-Macquart a los que Zola dio forma para probar el determinismo biológico y social). Mesa nos invita —nos obliga— a aprender a través de una sensación de desconcierto cuya simiente va sembrando en los surcos que nacen entre uno y otro margen de la página escrita.
La infeliz familia en cuestión está compuesta por los austeros Padre y Madre, sus tres hijos biológicos —el obeso y apocado Damián, la rebelde Rosa, el astuto Aqui— y Martina, sobrina devenida en hija adoptiva, que tendrá que descifrar, a marchas forzadas, las soterradas normas de convivencia de su nuevo núcleo familiar. Martina se convierte así en el nexo entre lo de dentro —el opresivo orden del hogar— y lo de fuera —el alegre caos de la vida—, dos espacios separados por un sutil pero casi insalvable muro. La presencia de otros personajes que provienen del mundo exterior (el tío Óscar, la vecina Clara o el perro Poca Pena, por ejemplo) sirve para acentuar el contraste con el interior, ese ambiente asfixiante cuyo aire enrarecido recuerda a ciertas novelas de posguerra y donde hallamos a unos seres que parecen vivir fuera de su espacio y su tiempo, como si hubieran despertado, anacrónicos, tras una mala siesta de treinta años.
La reclusión en un espacio claustrofóbico es uno de los motivos recurrentes del universo creativo de la autora que, de hecho, retoma en La familia la mayor parte de sus temas predilectos, como son la indagación en las leyes de los afectos y el cuestionamiento de una moralidad que, con ecos nietzscheanos, termina por encuadrarse más allá del bien y del mal. Conceptos como la bondad se transforman, pues, en materia dúctil que la narradora retuerce con habilidad llevándola hasta el límite de sus posibilidades. En esta obra, Mesa perfila la figura de un Padre —con mayúscula, como corresponde a quien habla elevado por su superioridad moral— austero, culto, sincero, solidario, cuyo afán de rectitud lo ha llevado a ser un auténtico tirano. Un Padre, admirador de Gandhi, que no necesita gritar, ni siquiera ordenar, para gobernar en su cruel dictadura de lo correcto. Un Padre con un ego tan frágil que no admite ni un mínimo resquicio de disidencia, no solo en el terreno de los actos y las palabras, sino también, como sintetiza su máxima «¡en esta familia no hay secretos!», en el íntimo dominio de los deseos, anhelos y pasiones. En esta moralidad alternativa que la novelista nos plantea, los secretos y las mentiras pasan a pertenecer, por ejemplo, al polo de lo positivo, al necesario resquicio de lo íntimo, al ámbito supremo de la libertad individual.
Tras el sometimiento de Damián, Rosa, Aqui y Martina parecen resonar los ecos etimológicos del vocablo «familia» cuyo origen se remonta al famulus latino que designaba, en primera instancia, a los esclavos y, después, al total del patrimonio. Extirpada cualquier posibilidad de confrontación directa, cada uno de los cuatro niños elaborará su particular estrategia de supervivencia (la sumisión, la mentira, la lisonja o el pragmatismo) a esta educación castradora, la cual moldeará, finalmente, su forma de ser adulta. Sara Mesa demuestra una afilada visión para detectar las grietas del sistema moral, además de una inusual capacidad para entender las vivencias humanas en toda su complejidad, sobrevolando las convenciones sociales más arraigadas. En su escritura ejerce incisiones en el hombre y sus humores hipocráticos con bisturí punzante y precisión de cirujano. Sin embargo, lejos de la asepsia, la autora proyecta, sin miedo a zambullirse en terrenos pantanosos, una mirada humanista y compasiva sobre los personajes; y coloca en primera línea de sus relatos aquello que, en nuestro día a día, preferimos no ver o, al menos, no mirar: las enfermedades físicas y mentales. Pero lo hace lejos de posturas buenistas, huyendo de moralejas y evitando cualquier idealización o condescendencia. Hay algo en su narrativa que me recuerda a los estupendos versos de la poeta Martha Asunción Alonso: «para aprender de amor, hay que abrazar la mancha». Mesa, sin duda, la abraza. Y se (re)vuelca especialmente en retratar las patologías con más estigma social, aquellas que, incluso no queriendo, producen un rechazo en nuestros instintos más primarios. ¿Quién querría tener cerca de sí, por ejemplo, a un ladrón compulsivo? Sabemos la respuesta. Mesa nos fuerza a mirarla y aprender. Por cierto, la presencia en su obra de la cleptomanía, junto a un esfuerzo por comprenderla, más que recurrente debería calificarse de obsesiva (y no sería de extrañar que se convirtiera pronto en objeto de estudio de algún trabajo académico).
En La familia dicho afán quirúrgico se beneficia de una estructura sin trama continua en la que cada capítulo funciona como un cuadro individual con entidad y desarrollo propios, que permite construir mundos dentro del mundo de la narración (si quisiéramos jugar a leerlos de manera desordenada, ninguno perdería su lógica y coherencia interna). La discontinuidad argumental y los bruscos saltos temporales podrían llegar a provocar sensación de hermetismo en el lector con el consecuente efecto de distanciamiento. No obstante, los brochazos de los cuadros independientes en ningún caso resultan inconexos y se enriquecen del diálogo que cada uno de ellos entabla con el resto. Los capítulos se yuxtaponen como las teselas de un mosaico cuya suma, observada desde un plano alejado y cenital, nos devuelve el reflejo completo de la novela.
En obras anteriores, Sara Mesa hacía girar los argumentos en torno a la indagación psicológica centrada en uno o dos personajes que, retratados con sus luces y sus sombras, resultaban tiernos y perturbadores a un tiempo (la niña Casi y el Viejo en Cara de pan, Nat en Un amor, Sonia y Knut de Cicatriz, la alumna Celia y el profesor sustituto en Cuatro por cuatro). Ahora, sin haber abandonado ese análisis en profundidad de los caracteres, La familia va un paso más allá y arma una voz coral donde cada actante añade su visión propia de la historia narrada. De este modo, Mesa supera ciertos puntos débiles que podíamos encontrar en algunos de sus trabajos previos, en los que a veces se generaba una indefinida pero molesta sensación de que algo en la historia no terminaba de encajar. En su última novela, la autora madrileña acierta con un argumento de alcance universal y se percibe una madurez in crescendo en su trayectoria que, en esta ocasión, no deja ningún bote vagar a la deriva. Logra así, creemos, su artefacto más redondo hasta la fecha. Esta infeliz familia a su manera viene a coronar un conjunto narrativo coherente cuyo sostén se teje sobre una particular y lúcida poética de la otredad que explora y ataca cualquier convención moral.