Camila Fabbri
La reina del baile
Anagrama
171 páginas
POR RODRIGO FRESÁN

Ya en la primera página, Paulina —anti-anti-antiheroína de La reina del baile, novela finalista del Premio Herralde 2023— se acuerda de que no se acuerda de lo que pasó. Pero sí sabe que ahora mismo está en un auto dado vuelta. Lo que tal vez —porque ella misma siempre suele estar dada vuelta— la ponga del derecho.

Paulina: monologante treintañera recientemente abandonada por el más-o-menos amor de su vida (Felipe); hija de padre y madre opacos y expirados («La mejor receta para el matrimonio duradero: el desapego», postula Paulina con la autorizada autoridad con la que contempla, agridulce pero siempre corrosiva, tantas cosas de su entorno sin retorno); empleada en una oficina gris donde escucha/atormenta/conversa con algo así como su única amiga (Maite, crónica enamorada del desamor); fantaseadora con maternidad ovular; levemente adicta al porno on line mientras toquetea su pubis inesperadamente «bordó y un poco tornasol» (y al que ya desde niña se refiere como a «mi confianza roja, mi peluquín, mi bisoñé, mi futura intimidad»); y ahora acompañada a solas por el más bien volátil e inconstante perro (Gallardo) que le dejó su novio en fuga. También, a no olvidarlo, a Paulina (su apellido es Almada y se pronuncia una sólo vez en todo el libro y, sí, hay momentos en que Paulina parece toda una desalmada) le gusta decir mucho «Por el amor de Cristo», aunque no crea en Dios y sólo haya entrado una vez a una iglesia para una misa cuando murió una amiguita de colegio.

Y, sí, por momentos Paulina parece tener algo en el ADN de esa sangre suya en el parabrisas rajado del auto que puede compartir tipo con otras tipas. Con, por ejemplo, el de la también muy motorizada María Wyeth de Joan Didion en Según venga el juego. Pero lo de Camila Fabbri (Buenos Aires, 1989) —y lo de las suyas y suyos— es mucho más arriesgado y meritorio. Porque aquí no hay glamour ni endemoniadas autopistas de Los Angeles ni la mítica/mística del Made in Hollywood. No, sí: en La reina del baile —y en esos bares y discos y fiestas barriales y rurales— no hay efectos especiales, pero sí abunda el muy especial afecto.

Y, detalle importante, en ese auto cabeza abajo Paulina no está sola. La acompaña una «quinceañera» por el momento sin nombre y a la que se refiere como «bomba pequeñita». Y de la que —en capítulos alternativos entre ese presente inmediato chatarra y ese pasado reciente y listo para estrellarse en (des)memoria de Paulina— acabaremos sabiendo cómo es que llegó a donde está ahora. Ahí, junto a un enjambre de paramédicos y ambulancias que la rodean y con toda esa gente en la calle «pensando en ese curso de primeros auxilios que podrían haber tomado y siempre postergaron». Allí yace Paulina, entre hierros retorcidos y las voces de una radio que no deja de emitir noticias y canciones (como en los cuentos de Camila Fabbri), sin estar del todo segura si le sangra la córnea o la pupila porque «no tengo mucho vocabulario para la vista» pero absolutamente convencida de que «el dolor es cierto».

Y ya entonces, a diferencia de la desorientada Paulina, sabemos dónde estamos. En ese lugar que no conocemos exactamente dónde queda, aunque nos resulte perfectamente reconocible. Estamos en Mondo Fabbri: sitio no desenfocado sino haciendo foco en todo aquello que no vemos —porque no tenemos los ojos ni el vocabulario para la vista que no tiene Paulina— pero con el que tiene y cuenta Fabbri. Un total estado de mente y también, lo justo, un estado un poco demente.

Sí, a esta altura (si ya hemos tenido el placer y el privilegio de haber leído los relatos reunidos en Los accidentes y en Estamos a salvo así como esa mestiza novela-crónica-testimonio El día que apagaron la luz, con la incendiaria tragedia en la sala de conciertos Cromañón de Buenos Aires a finales de 2004 más como telón más de frente que de fondo) tenemos unas mínimas pero decisivas coordenadas para situar a Fabbri. A saber… A Fabbri le va y le viene la exploración constante de la naturaleza de la catástrofe de variado tamaño e intensidad (la portada de Estamos a salvo, con foto de la maestra Christa «Challenger» McAuliffe —días antes de, sí, volar por los aires— no hace más que subrayar con traviesa malicia ese síntoma). A las tramas de Fabbri todo se le acaba de romper o está a punto de romperse o, si hay suerte, en proceso de reparación (entendiendo por reparación el que todas las piezas o pedazos sueltos no se ensamblarán o se pegarán como alguna vez lo estuvieron o en principio lo ordenaban los manuales de instrucciones). A Fabbri le interesa especialmente la contemplación de animales surtidos para así poder comprender mejor o ya no intentar comprender a hombres y mujeres de edad variable. A Fabbri le intriga al corte y confección de diversas prendas de (des)vestir. A Fabbri le gusta también el movimiento perpetuo pero casi sonámbulo de sus criaturas casi siempre precedidos o seguidos por trances de la más inquieta de las quietudes como cuenta regresiva y torre de lanzamiento para lances que llevan a sus personajes (hay ecos aquí de «Meteoro», ese formidable cuento suyo) de la ciudad sin límites a la frontera con el campo sin final casi con maneras cuasi-astronáuticas. A Fabbri le obsesionan las proustianas intermitencias del corazón siempre latiendo y ligadas a los trastornos de la memoria.

Y ahí se sabe y ahí se entiende y se comprende y se disfruta. Mucho. Y así yo (quien, por una cuestión de higiene y proximidad no me permito reseñar lo argentino y contemporáneo) puedo sacar a bailar aquí a esta novela con coartada atendible y/o irrefutable. Porque Fabbri (quien viene del teatro tanto actuado como escrito y acaba de estrenar su primera película y, claro, de ahí que sus diálogos sean tan perfectos/actuados en su tempo como inesperados en sus dichos) no nació ahí abajo sino que viene de ahí arriba, de más arriba aún. Fabbri —como bien apuntó Leila Guerriero— parece llegada desde el más íntimo y privado y doméstico pero jamás domesticado de los espacios exteriores/interiores. Fabbri es alien, extraterrestre. Fabbri es la mujer que cayó a la Tierra. O la chica o la señora (crono-bío categorías que perturban mucho a Paulina, siempre entre un cuántos años me das, cuántos años me quitas). Y, por lo tanto, su uso y manejo del lenguaje —Fabbri escribe en su idioma basado en el nuestro— es algo muy particular y único. El de Fabbri es un idioma fabbril y febril: fabbricado por ella para ella. Y como sintonizando una señal lejana y capaz de hacer comulgar las alegrías de ABBA con las tristezas de Roy Orbison y la imposibilidad de ponerle palabras a lo que se canta de F. R. David. En el fraseo y sintaxis de Fabbri todo es no raro pero sí enrarecido a partir de un manejo a toda velocidad pero en cámara lenta (uno de los cuentos de Fabbri se titula «Corremos peligro» pero, en verdad, lo suyo es un caminamos peligro) en el que los símiles y los adjetivos que se ensamblan con los sujetos parecen en principio irreconciliables pero enseguida se nos hacen inevitables y justos y precisos y perfectos y tan bien aceitados.

Quien firma estas líneas no es de los que subrayan libros; pero los de Camila Fabbri son de los más subrayables que existen. Y son tantos los posibles ejemplos de esto que no tiene sentido la enumeración. Pero sí ofrezco aquí, por decisivo y definitorio, el de una Paulina —no curada pero sí sanada— casi despidiéndose y contemplando a todos quienes, aunque se sepa no muy fácil de ser querida, la quieren. Y —redimida y redentora— se dice: «Me gusta la gente… Las cosas que tendré que decirme a mí misma cuando ya no estén. Esos relatos que armaré cuando camine sola por la calle. Puede ser injusto. Todo ese despilfarro de alta estima hacia extraños que transformo en eminencias. Pero está bien así. Me gusta que estén acá. No quiero que se vayan. No me dejen, por favor».

Y, sí, eso, tal cual: extraña eminencia la de Fabbri. Algo inolvidable e imposible de abandonar y capaz de hacer que uno —felizmente accidentado y sabiéndose no a salvo pero sí seguro y en muy buenas manos al volante— la lea temblando y riendo al mismo tiempo. Algo dándonos, generoso, ese miedo para que tengamos no la tranquilidad pero sí la satisfacción que ofrece sólo lo auténticamente admirable.

Podría decir cosas como genio o magistral, pero me parece insuficiente y fácil y hasta predecible y, por lo tanto, indigno de esta autora.

Así que, mejor —por el amor de Cristo— digo: Emily Brontë, Gertrude Stein, Jean Rhys, Djuna Barnes, Carson McCullers, Ottessa Moshfegh, Camila Fabbri.