El escritor es el filósofo cautivado por el dibujo velado de las fronteras. Lessing lo había querido ya de esta suerte en su remoto siglo xviii y en su cercana interpretación del mármol griego; la obra literaria que puede rozarse con morbo y la escultura que es funesto canto virgiliano. La tragedia y la seducción matrimoniadas. También le interesa la visualidad del sonido (Otero y Soto en la mirada y en la mirilla). También que las lenguas son formas musicales. Ve en Bello el paso del músico contextual al músico filológico: «Matices sonoros y lingüísticos llevan su inteligencia y su sensibilidad a orígenes inesperados».[1]
La disonancia atormentaba y satisfacía la teoría de Adorno. La cacofonía queda delatada por Balza como el mal de la insignificancia, el antilenguaje del tiempo presente entendido en la televisión. Balza narra musicalmente. El texto es una forma demostrativa, una insignia, una señal, una inicial. Su escritura siempre hace coincidir las intenciones formales y las conceptuales. Balza piensa musicalmente. Habiendo descubierto las elaboraciones musicales de nuestra literatura, descubrirá las elaboraciones literarias de nuestra música. Formulando que la novela es como el mundo, ahora entenderá que la música es el mundo también.
Lo continuo y lo discontinuo, conceptos musicales donde se los quiera, le hacen entender los recorridos espirituales del país y los males viejos siempre presentes en nuestros comportamientos sociales y mentales. Su teoría de las interrupciones está guiada por un flujo de naturaleza musical. Muestra el fatum de un fluir que deviene oculto, discontinuo, inactivo, irresuelto, interrumpido, fracturado, postergado.[2]
El archivo referencial está poblado de especies musicales. Su índice onomástico es noble y cautivador: Bach, Báez, Beethoven, Benedetti, Bor, Boulez, Brahms, Carpentier, Carreño, Castellanos, Chaikovski, Chopin, Copland, Debussy, Estévez, Gallardo, Gershwin, Gerulewicz, Ginastera, Haendel, Hahn, Haydn, Hindemith, Honegger, Kodály, Kouzzevisky, Landaeta, Lamas, Lauro, Liendo, Lutoslawski, Menuhin, Meserón, Moré, Mozart, Muñoz, Músorgski, Otero, Palacios, Peña, Pergolesi, Piaf, Plaza, Puccini, Romero, Rugeles, Ruiz, Sans, Satie, Sauce, Schipa, Schönberg, Shostakóvich, Sojo, Stern, Stockhausen, Stravinsky, Villa-Lobos, Wagner, Weill y otros más; y la canción, el bolero y el jazz.[3] Es su historia personal de la música haciendo parte de la historia de la música, universal y venezolana.
Los títulos de algunas de sus piezas develan pistas. Entre otros, «La ópera perfecta» y «1. Hugo Wolf Court» resultan claridades para lo obvio. En el primer texto, además de las alusiones a compositores (Wagner, Boito, Montemezzi y Di Giosuè), se nos permite inmiscuirnos en los aforos de antinomias estéticas y lingüísticas que se desdibujan: «Los chelos atacan sombríamente el motivo y, como siempre, los versos se han adelantado en sus sienes. No quiere decirlos, porque ha llegado a pensar que es a partir de ellos cuando se concentra el efecto. ¿Y si traicionara a Di Giosuè, el admirado autor? ¿Y si vialiéndose de la sonoridad dijese palabras sin sentido? ¿Si utilizara versos de otro actor? Tal vez así podría conjurar el peligro». En el segundo, el tratamiento se organiza en relación con el enigma (la música como enigma) del nombre del célebre liederista alemán (culmen de un trayecto que habían inaugurado Mozart y Beethoven, que agigantarían Mendelssohn, Schumann, Brahms y el propio Wolf y cuyo postrer fondeadero lo construirían Zemlinsky, Berg y Webern): «¿Quién era ese Wolf que daba nombre a su calle? […] Un compositor. Las calles de esa parte tienen nombres de artistas».[4]
El catálogo se fecunda con un nuevo brote. Recoge piezas ya ensayadas y las junta con otras dispersas en el abismo de las publicaciones periódicas. El músico y el escritor las titula, dualmente, Ensayo y sonido (Caracas, El Estilete, 2015). Sus tres movimientos son conducidos por intercambios, transfiguraciones y elaboraciones. Resultan páginas definitivas a las que acude «la música a la literatura, para convertirla en su objeto, en su denotación». Más todavía, son páginas que hacen que «la literatura trate de comprender no la historia musical, sino sus movimientos estéticos y funcionales y los vínculos entre la sonoridad y el texto».
El conjunto es enorme en densidad y en tratos teóricos y críticos. Se señalan en mutua complicidad (la investigación estética que auspicia favores ofrecidos por la crítica) y en acuerdos reivindicativos (la nobleza del arte que reclama sus bien ganados privilegios). El organismo que es el volumen rinde honores a muchos nombres grandes del pasado (Antonio Estévez, esa «extraña fuerza» convertida en música) y a otros que lo están siendo en el presente (Gerardo Gerulewicz). Valores ya permanentes quedan grabados por el magisterio del escritor: Mariantonia Palacios y Mercedes Otero, Modesta Bor, el discípulo cubano del vienés Schönberg Aurelio de la Vega y el colega de Clemencic en Viena Pedro Liendo (un verso define la profundidad de la crítica con los mismos colores de la voz profunda del maestro Liendo: «Su voz es un pasaporte estético más sólido que el petróleo»); el electroacústico autor de los Himnos tiene aquí su espacio venezolano. Se permiten tránsitos en parajes de toda espesura y en ellos ya estamos escuchando a algunos muy grandes como Alfredo Sadel (su voz, su timbre identitario), Los Panchos, Chavela Vargas («Sin ella no sería posible la música actual»), Bola de Nieve, Toña la Negra, Elvira Ríos, Paquita la del Barrio, Harry Belafonte (el de apellido con sonoridades musicales), Cherico Gómez, Néstor Leal, entre otros. Da al bolero una definición que es definitiva: canto de cuna y cama (ternura y erotismo en un solo compás); placeres de la infancia y de la adultez.
Se reconoce en Sadel al reconocerlo como producto y productor de una sociedad que ya apunta las maneras de la decadencia, esas que graban la liviandad, la chatura y la trivialización frente al gran arte y frente a la música como el arte más grande: «La voz de Alfredo Sadel esconde en su resonancia, en su versatilidad, el esplendor y lo deleznable del alma venezolana». El niño prodigio que se hace adulto prodigioso. La forzada estética de la que emerge la fuerza poderosa de un arte vocal único. Interesa el reconocimiento (el que la sociedad se reconociera en él y lo reconociera como un portavoz y un portador; como aquel «liróforo» del que hablaba Darío, poeta y músico a la vez como quisieron los griegos helenos), que es algo muy distinto a la fama, para entender cuánto padeció su destino. Canta y canta y lo hace sin parar. Canta y canta y lo hace en todo género. Canta y canta y esplende su brillo imposible de apagar o de disimular. Pero ese don de la multiplicidad, hoy tan celebrado, en su momento se entiende como caída del parnaso de la música en versales. Para alcanzar el reconocimiento la sociedad musical le exige al cantante aclarar las definiciones: ¿qué tipo de cantante es Sadel? El proceso sobre su reconocimiento se regodea en la clasificación: lírico, dramático, bolerista, criollo, popular, romántico, operático, belcantista, verdiano, wagneriano, verista, impresionista, zarzuelero, de género chico y más y más (¡cuántos cantantes en un solo cantante!). Balza los ha reconocido y los ha vindicado con una pasión que nunca ensayaron muchos de sus contemporáneos músicos. Movidos por la envidia que conquistaba su popularidad, lo trataron de convertir en asunto del populacho para desmerecerlo (lo popular en Sadel se asumía como asunto de recepción de masas de fallida «auditivación»: lo que vale la pena oír musicalmente). Balza lo impone valido de la noble gestión de un intérprete sin el que no podríamos entendernos: «Nada de nuestra capacidad de sentir, hoy, puede ser ajeno al timbre y al repertorio de Sadel». He aquí el reconocimiento definitivo: su timbre y su repertorio (a más del encanto de su estampa y de su rostro que cautivaban desde las pantallas del televisor, pues Sadel fue también figura de la televisión como el que más).