Samanta Schweblin
Kentukis
Literatura Random House, Barcelona, 2018
224 páginas, 17.90 € (ebook 7.99 €)
POR JUAN ÁNGEL JURISTO 

La carrera literaria de Samanta Schweblin (Buenos Aires, 1978) es una de las más fulgurantes en la literatura en español de los últimos años y, en cierta manera, aunque las circunstancias son otras, parece a punto de convertirse en una autora de culto, como le sucedió a Roberto Bolaño. Además, se da la circunstancia de que, si bien sus literaturas pertenecen y se mueven en espacios muy distintos, ambos manejan el relato y la novela corta con extrema maestría y ello hasta el punto de que muchos críticos les han reprochado, como les sucedió en su tiempo a los norteamericanos Scott Fitzgerald, con Suave es la noche y El gran Gatsby, y John Cheever cuando publicó las dos novelas de la saga de los Wapshot, que éstas eran meras extensiones de relatos o, en el mejor de los casos, una serie de cuentos hilados en una trama común que se muestra endeble en su estructura. Tengo para mí que lo que sucede en este tipo de tempranos reproches, luego desmentidos con el paso del tiempo, es que tendemos a juzgar las novelas de los autores que comienzan sus carreras con relatos de cierta excelencia con las anteojeras propias de aquello que nos ha hecho gozar y sus novelas, entonces, nos dejan al comienzo una sensación de secuencias de relatos, porque solemos fijarnos más de lo conveniente en corresponder cada capítulo de esas novelas a cuentos apenas disfrazados. Se da también el caso curioso de que autores como Vladimir Nabokov sean preteridos en sus relatos con respecto a su obra novelística, cuando en el autor de Pálido fuego sucede de modo casi obvio que sus novelas son muy secuenciales, realizadas con combinaciones muy inteligentes de fragmentos narrativos, que suelen corresponder a las extensiones de las fichas en las que escribe a mano y con lápiz, para poder borrar aquello que se quiere eliminar sin dejar rastro. Aquí sucede lo contrario, pero las anteojeras con las que se juzga son las mismas: quieren borrar cualquier atisbo de novedad que les suponga algo diferente de lo que les ha otorgado su goce como lector.

La obra de Samanta Schweblin, una de las autoras más premiadas y reconocidas de la literatura latinoamericana, comenzó no hace muchos años cuando en 2001 ganó el Premio del Fondo Nacional de las Artes en su país con el libro de cuentos El núcleo del disturbio y el Premio Haroldo Conti por un relato, «Hacia la alegre civilización de la capital», de título sugerente y altamente irónico, amén de retener un aire de literatura centroeuropea que le viene al dedo a esta autora que vive desde hace años en Berlín. Pero fue su segundo libro de relatos, Pájaros en la boca, publicado en 2009, lo que le otorgó cierta leyenda de autora rutilante y poseedora de elementos casi taumatúrgicos, por la capacidad que poseían sus relatos de fascinar a un público cautivo; así, el cuento que da título al libro, trata de una niña que come pájaros. Con ese libro obtuvo el Premio Casa de las Américas en 2008. Su carrera, con apenas dos libros de cuentos, se consolidó cuando la revista británica Granta la eligió como uno de los mejores veintidós autores que escribían en español menores de treinta y cinco años. No era para menos: en Pájaros en la boca hay relatos de alto nivel, «Bajo tierra», «Papá Noel duerme en casa», «La medida de las cosas», la ya citada «Hacia la alegre civilización» y otros que parecen anunciar su última novela, Kentukis, «La verdad acerca del futuro», por ejemplo, incidencias en mundos que parecen de ciencia ficción y distópicos, pero que para la autora son más reales y actuales que ciertas cosas a las que damos valor de cotidianidad pura y dura. Ni que decir tiene que Samanta Schweblin es escritora dotada para arrancar de la apariencia sosa de lo cotidiano aspectos inquietantes, casi mórbidos, en cualquier caso, desveladores de mundos que se ocultan tras las miradas de acostumbrada comodidad con que tendemos a enfrentarnos a las cosas.

Con su primera novela, Distancia de rescate, publicada en 2014, a la autora se le otorgó el Premio Tigre Juan de Narrativa. Esta obra es, en realidad, una nouvelle, no pasa de las ciento veinticuatro páginas, pero la densidad de la prosa de la autora hace que en nuestro imaginario el libro parezca convertirse en algo de mucha mayor extensión. La historia, además, es rara en la narrativa argentina, porque tiene el campo como paisaje recurrente, bien cierto es que ya un agro un tanto tóxico, muy alejado de las arcadias gauchescas, casi se diría una pesadilla, donde se da cuenta de los avatares de cuatro personajes, Amanda, Clara, Nina y David, mediante el recurso de dotar a la narración de dos voces, la de David, que conduce los recuerdos de Amanda, exigiendo a ésta que los cuente; y la de Amanda, que tiene que recomponer su historia, ordenar las secuencias para que el relato funcione, tenga una coherencia y responda, en cierta manera, al carácter truculento y casi siniestro de David y la hija de la propia Amanda, Nina, que se presenta en su más adorable e inquietante inocencia. Schweblin, en la presentación de esta novela en una librería de Buenos Aires, comentó que «El campo, en mi cabeza, comenzó a cambiar sus colores. Pasó a ser un espacio terrorífico». Nada resume mejor la sensación que produce Distancia de rescate como esta frase pronunciada por su autora. Algo que en Schweblin es cotidiano: no olvidemos, por ejemplo, la historia que se nos cuenta en el relato «Conserva», la de una embarazada que no quiere parir a su hija y hace con su marido una operación consistente en revertir el curso del embarazo, con lo que la gestación termina en el principio y ella vomita el óvulo fecundado. ¿Recuerdan el relato de Scott Fitzgerald, «El curioso caso de Benjamin Button», que forma parte del libro Relatos de la era del jazz, donde el protagonista recorre una trayectoria vital al revés, rejuveneciendo sin reparación alguna? Esa inquietud recorre sin remisión posible a los personajes de la narrativa de Schweblin, salvo que, además, esos personajes tienden a lo siniestro y truculento. Y pongamos como ejemplo a la protagonista de La respiración cavernaria, cuento largo, novela corta, no llega a las cien páginas, publicado en volumen aparte en 2017, si bien, originariamente, formaba parte del libro de relatos Siete casas vacías (2015), donde Lola, una anciana que desea la muerte, termina por obsesionarse porque, lúcida, vive con inquietud su creciente decrepitud, pero la muerte, tremenda, siempre se las arregla para esquivar esos deseos. Samanta Schweblin es, en cierta manera, la mejor escritora gótica de nuestros días en español. Sus cuentos poseen ese aire de perversidad de los de Karen Blixen, aunque los de la baronesa danesa son más fantasmagóricos, sutiles…, no pertenecen aún a ese afán de espectáculo presente en nuestros días y que nos define de una u otra manera.

Kentukis es su segunda novela y, desde luego, la narración más larga en su haber, aunque su extensión no pase de las habituales doscientas y poco páginas. Se presenta como una distopía, algo que hace de ella una obra que sigue ciertas corrientes de moda y, además, su lectura recuerda mucho a Black Mirror, creada por Charlie Brooker para Endemol y que se ha hecho muy popular desde que la ha distribuido Netflix, una serie británica de tres capítulos donde se muestra el lado más siniestro de las nuevas tecnologías, el culmen de lo paranoico: la vigilancia constante a través de herramientas cotidianas. Pero con ser tan evidente esa correspondencia creo que deberíamos desconfiar de ella por demasiado evidente: Samanta Schweblin utiliza esas tendencias de moda, como hace pocos años lo fueron las series de zombis y vampiros, para devolvernos un espejo donde nos reflejamos de manera un tanto fantasmagórica pero muy real. De ahí que Schweblin, en algunas entrevistas realizadas a raíz de la publicación de Kentukis, insista en que no es una novela de ciencia ficción, sino que las tecnologías a las que se refiere en la obra están ya presentes en nuestros días. Vayamos por partes: ¿qué es un «kentuki»? Schweblin nos lo muestra desde el principio mismo de la novela, esa mezcla de osito de peluche inocente que esconde un potencial Chucky, o, si lo preferimos, un Tamagotchi, aquella mascota japonesa cuyo valor estribaba en que teníamos que cuidarla. En cualquier caso, algo exterior a nosotros y que manejamos hasta la esclavitud por nuestro afán de voyerismo: «Lo primero que hicieron fue mostrar las tetas. Se sentaron las tres en el borde de la cama, frente a la cámara, se sacaron las remeras y, una a una, fueron quitándose los corpiños. Robin no tenía casi qué mostrar, pero lo hizo igual, más atentas a las miradas de Katia y de Amy que al propio juego. Si querés sobrevivir en South Bend, le habían dicho ellas una vez, mejor hacerse amigas de las fuertes.

»La cámara estaba instalada en los ojos del peluche, y a veces el peluche giraba sobre las tres ruedas escondidas bajo su base, avanzaba o retrocedía. Alguien lo manejaba desde algún otro lugar, no sabían quién era. Se veía como un osito panda simple y tosco, aunque en realidad se pareciera más a una pelota de rugby con una de las puntas rebanadas, lo que le permitía mantenerse en pie». El peluche, inocente, sirve al voyeur, al narcisista contemporáneo, pero muestra una autonomía inquietante: «Amy regresó el peluche al piso, tomó el balde que ella misma había traído de la cocina y se lo colocó encima, tapándolo completamente. El balde se movió, nervioso y a ciegas por el cuarto…».

Schweblin pone a prueba en cada una de sus narraciones nuestra tendencia a mecernos en el convencionalismo. Así, cuando nos referimos a alguien que nos vigila, nos imaginamos una especie de Spectra que controla el mundo, un Gran Hermano de gran capacidad tecnológica y que lo emplea al modo de una pirámide social donde en la cúspide estuviera él solo, convención que nos viene de las películas que han tratado de los métodos del totalitarismo del siglo xx. Samanta Schweblin nos propone otro juego, dándole la vuelta al guante: ¿y si los que vigilan a los otros fuéramos nosotros mismos, inmersos en una red que abarca el mundo y no lo supiéramos? Si entramos en este universo, podríamos decir que, como en la entrada del infierno en la Divina comedia, dejamos allí toda esperanza. Es un mundo terrible y donde estamos unidos unos a otros por nuestras propias perversiones, a veces inocentes, como nuestro voyerismo, agravado por un narcisismo sin límites. La novela, y aquí sí se nota la tendencia de la autora al relato, está estructurada siguiendo a distintos personajes a lo largo del mundo: el padre que asiste al extraño fenómeno de ver de qué modo la entrada de un peluche en casa trastoca la vida cotidiana de su familia; una mujer que después de apropiarse del peluche comienza a ver a su novio con otros ojos; un hacker que ofrece a través del peluche experiencias a la carta…, es decir, un kentuki representa el acceso a la intimidad de un individuo por otro a través de una tecnología tan sofisticada como para presentarse bajo las rasgos de un peluche que esconde un robot que esconde…

La impudicia, el deseo más recóndito de dominio que se muestra a lo largo del mundo y en todas las clases sociales (los kentukis tienen que estar al alcance de cualquiera), también el amor, el abandono de sí mismo, la confianza en la bondad de los demás… Estos ingredientes tan variados y contradictorios en principio se mezcla en una suerte de vidas cruzadas para ofrecernos una de las narraciones más lúcidas e inquietantes sobre nuestra condición y nuestros deseos más ancestrales, disfrazados mediante una tecnología que nos puede mejorar la vida, aunque también hacerla más terrible. Pero ¿quién se resiste a ello? Al fin y al cabo, gozamos con la vista que nos ofrece un dron porque siempre soñamos con ver el mundo como lo vería un pájaro…

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