POR  JUSTO NAVARRO

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Friedrich Nietzsche compró en 1882 una de las primeras máquinas de escribir de la historia, una Malling Hansen, danesa, buena para llevarla de viaje. Le gustaba más que la americana Remington, demasiado pesada. En febrero de 1882 Nietzsche escribió sus primeras cartas a máquina y recibió del amigo a quien iban destinadas un comentario que me parece razonable: «Quizá adoptes un nuevo idioma». Nietzsche le dio la razón: «Lo que utilizamos para escribir interviene en la conformación de nuestros pensamientos», dijo. No conseguía escribir en la máquina una frase larga. Lanzaba sentencias aforísticas, telegráficas, contundentes como los golpes sobre el teclado.

Le dedicó un poema a la Malling Hansen, con la que se comparaba: de hierro pero frágil, «hay que tener mucha paciencia y tacto y sobre todo dedos finos para usarnos». En marzo de 1882 el periódico liberal Berliner Tageblatt dio la noticia de que el afamado filósofo y escritor Friedrich Nietzsche, obligado por sus dolencias visuales a dejar la docencia en Basilea, casi ciego, producía sus nuevas obras a máquina. (El señor Malling-Hansen, director en Copenhague de un instituto para sordos, había inventado su máquina para acelerar la velocidad de escritura y ayudar a los ciegos, que podrían escribir al tacto, sin necesidad de ver el teclado). El Berliner Tageblatt anunciaba que las nuevas obras del filósofo contrastaban con el estilo de las primeras.

 

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¿La herramienta con la que escribimos interviene en la conformación de nuestros pensamientos? Creo que se puede estar de acuerdo con Nietzsche. ¿No interviene en mis modos de pensar-escribiendo, o de escribir-pensando, la irrupción del ordenador personal? Del mundo cerrado y concentrado del papel en blanco, de la voz interior que se mira en la página, producto de un sistema de educación y de los mismos útiles con que se escribe –pluma en mano o manos sobre la máquina de escribir–, hemos pasado a la pantalla potencialmente abierta del ordenador, permanente invitación a la fuga, incitación continua a saltar por una ventana (una página, digámoslo así) para entrar por otra de las innumerables que ofrece la red, siempre en busca de algo que podría sernos imprescindible para el trabajo en el que estamos empeñados. No es difícil encontrar pretextos para pasar de la celda solitaria al patio sin muros.

Los viejos modos de escribir (y pienso tanto en las herramientas como en las formas literarias producidas con esas herramientas) quieren amoldarse a la nueva maquinaria existente –el ordenador, el mundo-enciclopedia de internet–, que ofrece posibilidades hasta ahora poco imaginables. Se quiera o no, la nueva tecnología transforma géneros y estilos. Ha cambiado el tono de la correspondencia personal, comercial e institucional. ¿No deciden los cambios técnicos mutaciones en los modos de escribir y en el universo literario en su conjunto? Han cambiado los sistemas de educación de quienes usan los dispositivos para leer y escribir. La digitalización de la literatura ha transformado y sigue transformando el acto de escribir, la edición, la maquetación, la impresión, el almacenamiento, la distribución y la venta, que se hace cada vez más a través de internet.

 

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Hoy la literatura se escribe, se analiza, se almacena y se distribuye en archivos digitales. Los clásicos son conservados, revisados, editados y estudiados filológicamente en ordenadores que permiten el acercamiento de nuevos públicos a manuscritos, facsímiles, obras de arte, fotos, películas, todo aquello que pueda ayudar a entenderse con la reliquia literaria. La novelista y el novelista más tradicionales escriben hoy electroliteratura, si usamos esa etiqueta para designar a los textos escritos utilizando medios informáticos, aunque lo que se escriba replique las formas literarias tradicionales, pensadas para el tradicional público-lector de libros. Y, al mismo tiempo, se desarrollan nuevas estrategias, distintas a las tradicionales, de lectura y escritura. Se consolidan nuevas convenciones. Mutan los lenguajes literarios, los estilos. Me enseñaron que el stylus latino era el punzón para escribir, el instrumento con el que se escribía. Han cambiado, están cambiando sin parar las herramientas –los estilos– y, con ellas, las formas de producir textos y sentido.

Seguimos pensando en páginas (la pantalla se vuelve página), nos acercamos a la pantalla como nos acercaríamos a la página de un libro, y en el mismo momento probamos nuevas formas y estrategias para pensar-escribiendo, e investigamos y descubrimos nuevas maneras de leer. En el ordenador se lee y en el ordenador se escribe. Máquina de lectura y de escritura, el ordenador ha introducido la posibilidad de abrir la página literaria a archivos de imágenes y sonidos (palabras, imágenes y sonidos están escritas en el mismo lenguaje digital), así como al enlace con otras páginas y otras máquinas de lectura-escritura. El público-lector puede convertirse en público-autor.

 

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¿No sugiere la informatización de la literatura nuevos modos de novelar? Ha provocado filtraciones en la página de otros medios con los que la palabra escrita comparte en el ordenador los códigos digitales. Creo que trabajar en el ordenador distorsiona los modelos narrativos vigentes, que no son insensibles al continuo movimiento de imágenes de la cultura electrónica, en el que confluyen y se confunden realidad y ficción, publicidad y política, palabras, cinematografía y diseño gráfico, música, variedades y videojuegos.

Tradiciones y mutaciones tratan de ponerse de acuerdo: en la página-pantalla del ordenador –dispositivo que ahora mismo puede ser un reloj, un teléfono o un armatoste encima de una mesa, etcétera– podemos imaginar superpuestas la tablilla de arcilla, el pergamino, la página de papel. Se utiliza el ordenador para repetir formas heredadas de la literatura decimonónica, aunque entreveradas con una inmediatez de guion cinematográfico hollywoodense. Y, al mismo tiempo, la digitalización invita a experimentos en la página que acaban introduciéndose en las obras impresas o editadas en formato electrónico de acuerdo con la tradición librera, inaugurada hace quinientos años. Creo que el papel estratégico de las imágenes está cambiando incesantemente los modos de saber, pensar y razonar, la lógica, el orden y la música del lenguaje.

Pienso en la transformación de los periódicos: un ejemplar impreso de 52 páginas, por ejemplo, es un espacio cerrado, que puedo leer de la primera página a la última, o página a página, al azar o según mi grado de interés en cada momento. El periódico de toda la vida era una secuencia de páginas o de secciones cerradas como los capítulos de una obra literaria. Hoy los periódicos se presentan en una sola página-pantalla desde donde ofrecen en sus titulares al público distintas opciones de enlazar con crónicas, reportajes, artículos, vídeos, publicidad, conexiones televisivas, información enciclopédica general, en una superposición de palabras-imágenes, imágenes y sonidos servidos desde distintas plataformas mediáticas. Un relato puede tomar la forma sin límites de un periódico digitalizado.

 

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Ha cambiado lo que leemos, nuestros modos de leer y de escribir. Conectados a internet, lo que leemos y escribimos se enreda en una telaraña de enlaces posibles. Estamos pasando del ensimismamiento al ensimismamiento en común, interconectado. Quizá el ordenador nos vaya desasiendo de esa cosa tan personal que era nuestra letra, nuestro pulso, y nos aparte del cultivo de la personalidad estable, única e irrepetible, vieja necesidad inoculada desde los viejos sistemas de educación. Quizá el entrañarnos –si se puede decir así– con nuestros distintos dispositivos informáticos, confiándoles incluso nuestra memoria, nos haga más volátiles. El libro es, o era, algo fijo, cosido y cerrado entre dos pastas, pero la página electrónica permite la circulación incontenible de palabras, imágenes y sonidos, abierta siempre a la mutación, al movimiento perpetuo. No sé si los nuevos modos de leer y escribir no se amoldan mejor que la vieja literatura al momento presente y su sensación de inevitabilidad y, a la vez, inestabilidad y amenaza continua sobre la vida personal y social de las personas.

 

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Creo que los modos tradicionales de escribir y leer ya no se corresponden con las nuevas herramientas disponibles, que hoy sirven incluso para componer y distribuir las piezas literarias tradicionales. Las tecnologías afectan a la escritura: la reflexión, el ensayo, recurre a programas como PowerPoint; la carta y el diario personal se convierten en emoticones (emociones industrializadas, marca registrada) y microblogueo. Están cambiando y cambiarán más las novelas, porque en la pantalla del ordenador el espacio del texto se expande: en cualquier frase, en cualquier palabra, el sistema cibernético permite saltar a otra palabra, otra frase, otra imagen, otra cadena de palabras e imágenes y sonidos. Creo que los novelistas –o como se llamen en cada momento– acabarán por recurrir a tales posibilidades y practicarán de modo habitual –no como indagaciones experimentales o excepcionales– la escritura no secuencial de la que hablaba T. H. Nelson cuando inventó la noción de hipertexto, hace ya casi sesenta años.

La página se ramifica como el pensamiento, que muchas veces no es lineal, sino que entreteje imágenes e ideas en una trama potencialmente inacabable, y da lugar a la veta fertilísima de narrativa digresiva característica de la modernidad, desde Sterne y Diderot, a Joyce y Proust. Imaginemos a un cuentista digresivo que opera en el ordenador conectado a la red y, cada vez que la imaginación toma un desvío, salta a otras páginas que introduce en su página en forma de links que ofrecen otros links, para que el público-lector de su cuento se convierta en público-autor e introduzca otros links, combinando y superponiendo, si es necesario, medios textuales, visuales y sonoros.

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