Irene Solà
Te di mis ojos y miraste las tinieblas
Anagrama
176 páginas
Hay un verso que me recuerda irremediablemente a Te di mis ojos y miraste las tinieblas (Anagrama, 2023), el título de la última novela de Irene Solà (Malla, 1990): «Vendrá la muerte y tendrá tus ojos» de Cesare Pavese. El poema continúa con la cadencia sutil del italiano: «—esta muerte que nos acompaña / de la mañana a la noche, insomne, / sorda, como un viejo remordimiento / o un vicio absurdo—. Tus ojos / serán una vana palabra, / un grito acallado, un silencio». Hay ojos, varias de decenas de ojos, que miran hacia las tinieblas y también hacia el pasado. Los ojos de las mujeres que Solà coloca en el centro del relato: Bernadeta, Margarida, Joana, Elisabet, Blanca, Àngela, Dolça, Marta y Alexandra. El poema de Pavese acaba así: «Mudos, descenderemos en el remolino». Y me parece toda una revelación que un poema que me sé de memoria desde hace dos décadas, versos que se me clavaron como astillas en el dedo, manifiesten así una respuesta a las preguntas que parece hacerse Solà: ¿Quién escribe la historia? ¿Quién decide qué es lo importante? ¿Por qué las historias de las mujeres nunca protagonizan la Historia oficial? Una de las vocaciones que comparte Te di mis ojos y miraste las tinieblas con sus anteriores novelas —Los diques, Canto yo y la montaña baila— es la de dar voz a quien no la tiene. Todos los libros de Irene Solà parten del mismo centro: la importancia de las pequeñas historias, de las narraciones que nos explican el mundo y quiénes somos.
Hay ecos, muchos ecos en este libro de algunos escritores que manejaban la lírica con la misma desenvoltura que la narración, Gabriel García Márquez o Mercè Rodoreda. Hay también parte de ese universo mágico y fantástico, demonios, rituales satánicos, deseo, placer y violencia. Cuando García Márquez dice al principio de Cien años de soledad que el mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo, me recuerda a la manera en que las muertas de Solà nombran el espejito en el que se mira Marta, la nieta de Bernadeta, un espejito donde hay músicos que cantan y bailan. Un espejito que no es más que un móvil que esas mujeres viejas y muertas desde hace décadas no tienen por qué conocer. Las capas de vida y de tiempo se superponen en Te di mis ojos… porque conviven en ella varias generaciones de mujeres, todas de la misma familia o emparentadas por la vida, mujeres en los márgenes de la historia que mezclan en su relato la memoria individual y la colectiva. Cuando Rodoreda describe el viento de la Maraldina en La muerte y la primavera dándole cualidades humanas—«No es como el otro viento. No era un viento que iba y venía, era un viento de siempre, un viento cansado y furioso por tener que correr sin parar de arriba abajo por las matas de brezo»— está hablando, de alguna manera, de la voz narrativa de Te di mis ojos…, una voz que es un fantasma que recorre todas esas capas de vida y memoria para ofrecer un relato fragmentario. Porque las historias familiares están llenas de huecos y pequeños vacíos, versiones subjetivas y contradictorias. Mujeres sentadas en torno a un pequeño fuego que narran poética y fragmentariamente su propia historia.
Leí en una entrevista que la autora quiso construir una voz narrativa que fuera como una presencia fantasmagórica más. Una voz que fuera «un viento, una brisa de aire» que se pasea por la casa y va entrando y saliendo de las habitaciones, se va acercando a todas las mujeres y se les posa sobre el hombro. Me pareció una hermosa idea la de hacer que la voz narrativa viajara a través del tiempo y del espacio visitando y narrando todo lo que ocurre en estas capas de historia en un solo día, como ese viento de la Maraldina que, a veces, estaba cansado y furioso por tener que recorrer tantas habitaciones y posarse en tantos hombros. Así, la voz del viento cuenta detalles sobre la vida de todas ellas: Bernadeta duerme «como una fruta podrida caída del árbol» ante la impaciencia de Margarida que espera a que exhale el último aliento de vida; Margarida se muere con las manos juntas y las uñas rosadas primero y blancas después y el día último, cuando cerró los ojos y vio el otro mundo, no había «ni querubines, ni trompetas, ni estallido luminoso, ni espasmo de gloria, ni gozo definitivo, ni éxtasis asfixiante. Solo un corro de mujeres sucias y desabridas». Ese corro de mujeres que es el protagonista absoluto de esta historia son todas esas mujeres muertas, viejas, feas, endemoniadas, que cocinan higadillos de cabrito en un perol con el aceite bien caliente y celebran una fiesta cuando Bernadeta ronca por última vez y un rayo terrible alumbra la habitación para dejarla un segundo más tarde en la más oscura de las penumbras. La voz que es una brisa viaja hasta los verales de Les Guilleries para contarnos que Joana, la matriarca de esta familia, hizo un pacto con el diablo para conseguir marido. Joana le había pedido a Dios, primero, y después a la Virgen y a San Antonio un marido, pero nadie le hacía caso. Y entonces, la Garreta, una vecina desdentada y arrugada como una pasa, le dio la idea: tenía que ir sola de madrugada al bosque, matar un gato mediano, meterle un haba en cada ojo, un haba en la boca y un haba por el agujero del culo y, luego, enterrarlo y dibujar una cruz en el montoncito de tierra y mear sobre la crucecita. Y así podría pedirle lo que quisiera al Diablo. Ese pacto con el ser del mal que era un toro negro como la noche le salió a medias: «Quiero un hombre entero que sea heredero y tenga un trozo de tierra y un trozo de techo». Y al día siguiente, Bernadí Clavell — El Bernadí, que tenía un pie peludo con cuatro dedos porque un lobo le había arrancado el quinto— pidió su mano y ese pacto selló su vínculo con el demonio y con la masía del Mas Clavell para la eternidad.
Los hombres que son cazadores de lobos y bandoleros, maquis, fascistas, trabajadores de una presa, hombres de la sierra y de los montes del Montseny, están todos fuera o están todos muertos, no son importantes en esta historia, sus voces no están en el centro, son una mecha que enciende, que arrasa, pero después del fuego, no queda nada de ellos. Viven aventuras y nunca vuelven. Tienen ese privilegio. En cambio, ellas, todas ellas están atadas por hilos invisibles —la genealogía, la herencia, el cuerpo, los cuidados— a la masía y a un parentesco tan destructivo como redentor.
En esta novela, todas las cosas tienen vida propia. La casa está viva y es vieja porque ha sido recompuesta tantas veces que cruje como si le chascaran los huesos. La casa tiene cuerpo y tiene el cuerpo el paisaje, todo el libro es un cuerpo vivo y doliente. Si lees una a una las frases con calma, con toda la lentitud posible, el libro huele, las palabras tienen gusto y textura, y están llenas de sangre y meados y vísceras y lágrimas. La prosa lírica y barroca de Solà llega en esta novela a otro nivel, parece estar viva y cambiar en cada línea como si, a medida que el lector avanza en la página, la página misma cambiara su apariencia: «Las mujeres desagradecidas, pelmazas, frívolas, pérfidas, hurgadoras de llagas y holgazanas de esa casa (…) Marta, que era zafia, bruta, pollina, un cardo borriquero, una cabeza hueca (…) —y Alexandra— la bastarda era desapegada, escurridiza, renegada y despreocupada (…) Marta, que era más corta que el rabo de las cabras, atormentadora, desconocedora de todo y desmemoriada, ¡que por no saber ni siquiera sabía quién era Margarida!, se paseaba por la casa como si fuera suya, encendiendo y apagando luces y meándose en los rincones con esa cabeza completamente hueca y olvidadiza, que sonaba como clin-clin, clan-clan, clon-clon».
La intuición y la fantasía, el mito y el folclore catalán, son algunos de los andamios de esta novela que también se sostiene con toneladas de bibliografía —en este libro de Solà más que en ningún otro se ve el exhaustivo trabajo de documentación e investigación que forma parte de su proceso creativo—. Irene Solà construye en Te di mis ojos y miraste las tinieblas una novela que es puro juego y experimentación con la forma, con el imaginario colectivo, una escritura de goce.
Ya no hay espacio para la mudez. Solà ha sacado a Bernadeta, Margarita, Joana, Elisabet, Blanca, Àngela y Dolça del remolino y las ha arrastrado con un torrente de voz hacia una fiesta. El lector cierra las páginas con cierta inquietud y ellas siguen ahí, bailando y celebrando, colocando un mantel limpio sobre la mesa y encendiendo las velas, con los platos y cubiertos dispuestos en círculo y un suculento festín de buñuelos y sosenga y morteruelo y asaduras en el centro, las copas de pie azul están rellenas de vino hasta el borde y todas ellas bailan cogidas de la mano.