José Luis Gómez Toré
Llamarse nadie
Edición y selección de Óscar Curieses y José Luis Gómez Toré
Madrid, Polibea, 2019
173 páginas, 10.00 €
José Luis Gómez Toré (Madrid, 1973) ha practicado, en los siete poemarios publicados hasta el momento —desde Contra los espejos, premio Blas de Otero en 1999, hasta Hotel Europa, de 2017, pasando por He heredado la noche, accésit del premio Adonáis en 2002—, una poesía delicada, más aún, exquisita, pero nunca delicuescente, sino vigorizada por un acercamiento sensual a la realidad y, al mismo tiempo, un recio impulso ético. Esta doble condición, esta naturaleza plural, pero aunada en una obra coherente, con voluntad de ser obra, consciente de sí, se aprecia con claridad en este Llamarse nadie, una antología que aspira a ser un libro nuevo, esto es, un libro cuyos poemas no se alinean cronológicamente, según la estructura de los volúmenes a los que pertenecen, sino que se integran en un conjunto distinto, que persigue su propio ritmo y su propia ordenación: su propia razón de ser.
Gómez Toré se adscribe al linaje de la depuración, de la depuración, en ocasiones, extrema, próxima a un esencialismo valentiano, que se refleja, con singular radicalidad, en la sección «Blanco: claroscuro», cuyos poemas, nucleares, apuran la síntesis hasta hacerse, en algún caso, más que haikus, hasta hacerse monósticos: «Hablamos todavía», dice, sin más, uno de ellos; en otro, pregunta: «Qué es más frágil, / esta rama de árbol, / o su sombra».
La materia preferida para esta concisión que deshuesa los versos, que los vuelve tenues —pero robustas— fibras de significado, es la realidad cotidiana. El tiempo se deshila en las manos de Gómez Toré, pero no se deshace: sus hebras apresan las cosas que lo rodean, y cobran, con ese contacto, una fuerza desconocida: todo, entonces, aun lo más nimio, brilla como un objeto poderoso, como un hecho radiante. La metáfora ensarta los instantes —que son también cosas, acontecimientos— y los vuelve permanencia: «La mar, una doncella ciega / y la madre del mundo / y pájaros de espuma / que fecundan la noche», leemos en «Definición del mar». Llamarse nadie, fragmentario, doméstico, está sembrado de momentos moldeados por «la arcilla caliente del lenguaje» y que, gracias a ese moldeamiento, se iluminan: renacen. En «Un kilo de manzanas golden», el poema que cierra la sección «Blanco: celosía», pesar, comprar y comerse esa cantidad de fruta se convierte en un acto extraordinario, en una celebración: «Compartirlas / […] será desandar un camino, / gustar / su sombra recogida, / su agua absorta». Gómez Toré no sólo vivifica un gesto intrascendente, sino que demuestra saber también que, en literatura y en poesía, el secreto está en los detalles: las manzanas no son meramente manzanas, sino manzanas golden. Para captar estas realidades y estos detalles, tan inaprensibles en su anodinia, incluso en su vulgaridad, una actitud es esencial: la pasividad activa, la espera alerta, la quietud a la escucha, como también señalara José Ángel Valente. El poeta atiende a lo que ocurre aun cuando no ocurra nada; el poeta se sitúa al acecho, sin armas, inmóvil, pero vuelto enteramente membrana, para atrapar lo caedizo, lo no nacido, aunque en tránsito de nacer, lo inexistente, lo muerto. Y en esta disposición escrupulosa, la paciencia es su principal valedora: la paciencia de percibir, la paciencia de comprender, la paciencia de escribir: «Apacienta las cosas. / Aguarda a que te llamen, / pero sé la impaciencia que precisan. / Abre los frutos ácidos / que la luz te regala. / Mira como quien funda / una intemperie, un reino», leemos en «Sin memoria».
La cercanía de las cosas y la lluvia temporal que las enardece no excluye una visión panorámica del mundo. Gómez Toré proyecta asimismo la mirada a las realidades de la naturaleza, que adquieren una dimensión simbólica y que justifican los propios movimientos de corazón. Los árboles —olmos, higueras— y los animales —ciervos, perros, caballos— menudean en Llamarse nadie, pero, sobre todo, predomina cuanto tiene que ver con el cielo: con el aire y las formas infinitas de la luz. Este firmamento poblado de seres —de pájaros: mirlos, vencejos, petirrojos— y de sucesos —la nieve, las nubes, el sol—, envueltos por una transparencia cenital, encarna el deseo de elevación y es metáfora de la pureza: «Qué haremos con la luz, / con el olor que vierte / como un perdón la lluvia, con el grito / bárbaro del vencejo, / dónde albergar el náufrago estupor / que nos borra y nos nombra. // […] qué haremos / cuando amanezca el mundo / y el cuerpo otra vez solo sea / un doloroso enjambre de palabras, / el otro lado de la claridad», escribe Gómez Toré en «Intemperie». La luz es tan importante en Llamarse nadie que se transforma en un objeto más: por eso, sinestésicamente, pesa, huele, moja, frutece, deja posos. La luz es otro cuerpo, como la noche, que se bebe, o la sombra, que se incendia.
Los elementos de la naturaleza le sirven a Gómez Toré para articular las paradojas que dan tensión a la expresión y, al mismo tiempo, cuenta de la contradicción que alienta en lo narrado: de la candente complejidad del mundo. Con esta constante pugna opositiva, Gómez Toré aspira a lo que han perseguido todos los practicantes de la concordia oppositorum desde el salmista: reconciliar los contrarios; resolver la fractura entre lo sabido y lo intuido, entre lo sido y lo deseado, entre este y el otro lado de la realidad. En Llamarse nadie, los olores son intensos pese a ser lejanos, la intemperie cobija, la alegría se parece mucho a la tristeza, y conversar con la muerte, al júbilo. Pero es el conflicto entre la luz y la oscuridad, que se resuelve en fusión, el que mejor expresa la necesidad de sutura existencial: la nieve o el sol son negros —«mon luth constellé / porte le soleil noir de la Mélancolie», escribió Nerval—, o los resplandores son nocturnos. Por su parte, la luz y la noche mantienen una pelea que se parece mucho a un parto: «solo se hace de noche / si la luz se desnuda», dice Gómez Toré en «Blanco»; y «nada nace en la luz, / salvo la noche», en «La utopía del agua [“Sostiene entre sus manos el otoño”]».
La poesía cromática, tangible, quebradizamente turbulenta, de Llamarse nadie no excluye asuntos tan universales como el amor. La sección «Blanco: lunar» reúne los poemas más reconociblemente eróticos del libro, pero cuyo erotismo deriva de una sensualidad embridada, que no se abandona a las efusiones del cuerpo ni a obviedades sin desbastar. Tres composiciones se titulan igual: «La utopía del agua», y la primera de ellas es un haikú: «Luna, la piel. / La noche está desnuda. / Así tu cuerpo». Los hechos naturales devienen realidades corporales, o al revés: naturaleza y ser se fecundan: confluyen. La piel se cosifica; la noche se personifica. Blancura y negrura se alían para alumbrar una realidad que no es claroscura, sino transparente. El yo lírico describe con frecuencia el cuerpo de la amada que duerme, cuya existencia supone la derrota y, a la vez, la confirmación de la soledad: «amor y soledad son la misma palabra», afirma el poeta en «Habitación con vistas a una mujer dormida». La sección se cierra con un epitalamio.
Fruto del amor es el hijo, protagonista de la sección «Blanco: sol de invierno». Ese hijo, «transparente y misterioso como el agua», estimula la memoria del poeta, que recuerda su propia niñez en un largo poema en prosa, «Moja esta ofrenda en sombra», y que resume la magia de la infancia, a los ojos de un padre, en un poema-anécdota, «Piedra»: «Mi hijo, el más pequeño, / arropa con un pañuelo una piedra. // “A dormir, piedra”, dice. // Compruebo que es verdad: / la piedra duerme».
Frente a la alegría del amor, la muerte, contrapeso existencial de eros, comparece en la sección «Blanco: intervalo». Lo hace con la misma delicadeza, pero con la misma determinación, que los demás asuntos del libro, porque, como señala Óscar Curieses en el prólogo, «no hay que embellecer ni disociar las zonas oscuras; al contrario, la muerte y el dolor son condiciones necesarias de la belleza. ¿Alguien aceptaría con naturalidad una figura sin sombra? Se trata de asumir el instante con todo, el corte que no sangra, como él mismo [Gómez Toré] ha escrito». Los muertos, en Llamarse nadie, viven. El protagonista de los poemas es los muertos que lo habitan, que derrochan materia, que exudan sudor, que beben y contemplan la neviza: «Están conmigo, en mí, / hunden sus dedos blancos / en el mercurio absorto de mis ojos, / giran, descienden polvo / hasta mi boca, / quieren ser sangre, danza que no acaba / en palacios de carne y transparencia. // Están muriéndome los muertos, / viviéndome en qué estupor los muertos», leemos en «Canción para un viernes santo». Un abanico de momentos vinculados al hecho de la muerte, que lo prefiguran o suceden, desfila por estos poemas sin tiniebla, invariablemente carnales, casi alborozados: los animales o insectos que recuerda haber matado para las clases de ciencias naturales; el cáncer y su monstruosa (o milagrosa) multiplicación celular; y la vejez, que «es escarcha amarilla / y flores amarillas».
Los poemas de Llamarse nadie progresan desde unas primeras composiciones reflexivas e intimistas, enfrascadas en el cosmos de lo inmediato, en la cotidianidad iluminadora, a otras, finales, en las que el acento se traslada al sufrimiento del mundo. El interés de Gómez Toré por los avatares de la historia, generalmente adversos, y por una sociedad corroída por la injusticia se manifiesta, sobre todo, en las dos últimas secciones del poemario, «Blanco: ceguera» y «Blanco: futuro». La preocupación social, que alcanza hasta la más reciente actualidad —el último poema del libro se titula «Democracia», que en otra pieza se define como «lo que se queda en los márgenes»—, no pierde, no obstante, su nervio metafórico. Por el contrario, lo subraya, aliado con un culturalismo que bebe de muchas fuentes, pero con especial avidez de las germánicas —Gómez Toré es un significado traductor del alemán—: Celan, Zweig, Benjamin, Durero. El drama de los refugiados, el recuerdo negro de Auschwitz o del «hijo de perra» de Stalin, el genocidio de Ruanda, los basurales de Maputo y la malaria de Mozambique, la guerra en los Balcanes, los feminicidios de Ciudad Juárez (en un poema que se titula «Ciudad Juárez o los cuerpos en la era de su reproductibilidad técnica»), el 11-M o la lucha de los indios amazónicos por sobrevivir, entre otros asuntos no menos sobrecogedores, se congregan en un lacónico diorama del horror, cuyo consuelo se busca en los caballos de Chagall —«que vuele su tierna dureza sobre la tierra ávida, que llore luz y nunca sobre los refugiados, sobre las ciudades que miran a la muerte con los ojos abiertos y durísimos»— y en el enfermero Whitman, aquel poeta que, durante la Guerra Civil, iba cada tarde a los hospitales de Washington a dar alivio y conversación a los heridos y moribundos: «Velar la retaguardia, / pronunciar lo ilegible, / decir lo roto, el resto calcinado, / lo que no quiere ser proclama o documento».