La mayor parte de estos artículos fueron publicados en La Gaceta literaria hispanoamericana, el resto en la parisina Cahiers d’art. Siguiendo los pasos de Revista de Occidente, donde ya habían aparecido algunos escritos cinematográficos, La Gaceta quiere sumarse al tren de la modernidad. Así presentaba, su director, Giménez Caballero a comienzos de 1927 al joven Buñuel, a quien encomienda la sección cinematográfica de la revista:
Mientras los «locos del cine» corren a Hollywood a estrellarse contra el chorro de luz sirenaico –mariposas contra faros de auto—, este sólido y valiente espíritu se instala frente al cine como frente a un laboratorio […]. Con previos estudios de ingeniería, este muchacho, de gran sensibilidad nueva, marchó a París en pos del cinema, con la misma fe que otrora marchara un Ortega a Marburgo en busca de la filosofía. Y ahí está ahora. Preparando… Preparando ¿el qué? Ésta es la interrogación sobre Buñuel (Aranda, p. 70).
Interrogante que pronto obtendrá respuesta: el intento fallido de un film con Gómez de la Serna, El mundo por diez céntimos, y finalmente, Un perro andaluz, la única gran película —para Alejo Carpertier— que nos haya dado el surrealismo.
En la decena de artículos (hay uno, Variaciones sobre el bigote de Menjou, que aparece primero en Cahiers y luego amplía en La Gaceta) publicados con su firma en la revista de Giménez Caballero, el cineasta insiste, como veremos a continuación, en los valores poéticos, creativos, del cine norteamericano al que contrapone los rasgos culturalistas del cine europeo, muchas veces incapaz de renovar por medio del nuevo lenguaje. Buñuel considera el cine que se hace en Europa lastrado, sin apenas percibirlo, por los resabios cultos de una herencia milenaria.
El cine cómico silente norteamericano es, para el joven crítico, el claro equivalente cinematográfico del surrealismo, la poesía pura encarnada en los admirados Buster Keaton, Harold Lloyd o Ben Turpin, objetos de veneración generacional por buena parte del 27 como bien testimoniarán, entre otros, García Lorca (El paseo de Buster Keaton), Carmen Conde (Oda al gato Félix) y, sobre todo, Rafael Alberti (Yo era un tonto y lo que he visto me ha hecho dos tontos). Su artículo Lo cómico en el cinema es puntual demostración de ello.
Estos primeros escritos cinematográficos de Buñuel huyen, sin embargo, del simplismo: mientras infravalora a Gance (el ensalzado director de Napoleón Bonaparte), admira al Dreyer de Pasión y muerte de Juana de Arco. La autoría de una película, como trabajo que es colectivo, de equipo, debería ser anónima; tal como sucede con las catedrales, nos dice al analizar Metrópolis, de Fritz Lang.
Pero dejemos este pequeño avance y pasemos a ocuparnos pormenorizadamente de este ramillete de textos, los ya indicados de La Gaceta más tres de Cahiers d’art (Napoleón Bonaparte, Cuando la carne sucumbe y Deportista por amor), donde vamos a encontrar, como se acaba de señalar, muchos de los rasgos constituyentes de lo que podríamos considerar ya como la poética del cineasta. Pero detengámonos antes en la terminología, que nos va a aclarar aún más su pensamiento como creador.
Observemos que cineasta es el término que elige Buñuel para designar su oficio, ahora y en lo sucesivo. No director, ni realizador, ni «mise en scène», sino cineasta. En el texto teórico fundamental de esta pequeña pero intensa colección de artículos, «Découpage» o segmentación cinegráfica, señala que «conviene reservar ese nombre», el de cineasta, «para el creador del film». En ese mismo trabajo, escrito con «la autoridad y seguridad que le da su excepcional conocimiento de la materia» (Sánchez Vidal, p. 278), desecha igualmente el término de actor: «en cine no existe el actor», constata, puesto que, como explica en la crítica dedicada a La dama de las camelias, los intérpretes —ése es el término que considera adecuado— «no representan, sino viven» sus papeles. El actor, por el contrario, actúa; no integra en su ser al personaje hasta el punto de vivirlo.
UNA NOCHE EN EL «STUDIO DES URSULINES»
Se publicó el 15 de enero de 1927 en el número 2 de La Gaceta literaria. Justamente en esa sala se estrenaría un año después Un perro andaluz. Este artículo, que Buckley y Crispin reproducen en su antología Los vanguardistas españoles (Madrid, 1973), recoge sus reflexiones sobre Rien que les heures, la vanguardista película de Alberto Cavalcanti, y Greed, de Erich Von Stroheim, a la que dedica menos espacio.
Comienza lamentando la rápida caducidad del cine frente a la perennidad de la mayor parte de las bellas artes. La simplicidad de las primeras películas, cuando el cine no tenía un lenguaje propio, hoy nos haría sonreír (volverá al tema en Los poetas y el cine). Refleja después su admiración por Rien que les heures, «expresión purísima de nuestra época», donde se refleja el mero transcurrir de las horas en la gran ciudad a través del objetivo de la cámara cinematográfica. El único personaje omnipresente en el film es el reloj que marca el paso del tiempo a lo largo de un día en una suerte de «música visual». Experiencia no apta para el gran público, nos dice, sino para un espectador que «ha de poner de su parte la sensibilidad y educación cinematográfica adquirida», interesante reflexión que nos lleva a ese espectador activo, tan ponderado por Tomás Gutiérrez Alea en su ensayo Dialéctica del espectador (La Habana, 1982). Admiración al tiempo que repugnancia le produce el naturalismo descarnado de Von Stroheim, que liga con la novelística de Zola. «Ni en literatura ni en cine nos interesa el naturalismo», precisa al hablar de Greed, como de inmediato demostrará poco después en su primera experiencia cinematográfica.
DEL PLANO FOTOGÉNICO
Publicado el 1 de abril del 27 en La Gaceta, es, con Découpage, otro de los artículos clave de esta pequeña colección. Tras una pertinente cita que nos subraya la importancia de la idea, del pensamiento, en el cine, proclama que Griffith ha sido el pilar fundamental del lenguaje cinematográfico. El primero que utiliza artísticamente, en Lirios rotos (1919), lo que denomina gran plano. Así lo define Buñuel: «Llamamos gran plano —a falta de vocablo más específico— a todo aquel que resulta de la proyección de una serie de imágenes que comentan o explican una parte de la vista total, sea paisaje u hombre». Es decir, lo que entenderíamos ahora por el uso del inserto, o primer plano cercano como parte de un conjunto que persigue una finalidad específicamente artística. Pone, para ilustrar esa definición, el ejemplo de un hombre corriendo. No es lo mismo que lo filmemos en un plano general, en el que vemos la figura humana y su contexto, a que insertemos primeros planos de «unos veloces pies, el desfile vertiginoso del paisaje, la cara angustiada del corredor». De ese modo, nos ilustra:
No se nos describe únicamente un movimiento ni una sensación —nos hemos visto en el hombre que corre—, sino que, además, en la armonía de luces y sombras, una serie de imágenes, por su desigual duración en el tiempo y distintos valores en el espacio, producirán el mismo puro goce que las frases de una sinfonía o las abstractas formas y volúmenes de una moderna naturaleza muerta. (SV, pp. 154.155).
Muy atinada comparación que constata su consideración del cine, al que sitúa en plano de igualdad con otras bellas artes. Rechaza a continuación las primeras experiencias del sincronismo verbal así como de la primitiva incorporación del color, acogiéndose, con el crítico de Cahiers d’art, Bernard Brunius, a la cofradía del claroscuro y a la musa del silencio.
Si la utilización del gran plano supone para Buñuel la primera conquista de la fotogenia, la segunda será la de la inteligencia y la sensibilidad aplicadas a un medio que habla a todos los seres humanos a través de una misma lengua, la del cine silente, accesible a cualquier cultura o espacio geográfico. Aparece entonces el poeta: «silencioso como un paraíso, animista y vital como una religión, la mirada taumatúrgica del objetivo humaniza los seres y las cosas» apunta y reafirma su punto de vista con la proclama de Jean Epstein: «À l’écran il n’y a pas de nature morte. Les objets ont des attitudes». Como bien demostraría otro de sus maestros, Ramón Gómez de la Serna, en sus ingeniosas greguerías, que Buñuel considera como el equivalente literario del gran plano cinematográfico.
No hay que abusar, sin embargo, del uso del gran plano. Hay que tener en cuenta, señala, que cada uno de los planos se ha de montar o ritmar pues «cada plano del film es el nudo —necesario y suficiente— por el que pasa el hilo tembloroso de la emoción». De nuevo aparece el poeta, por medio de esta bella y clara metáfora, para resaltar la necesaria continuidad del film.
Termina este interesante artículo apuntando la influencia del cine en la literatura y en las artes actuales precisamente por el uso del gran plano y reconoce que Ramón Gómez de la Serna es «el creador del gran plano en literatura». Se pregunta, con cierta ingenuidad, por la fecha en la que se publican las primeras greguerías de modo que, si Griffith las hubiera llegado a conocer, Ramón podría haberle servido al cineasta de modelo. Como nos explica con detalle Eisenstein en Teoría y técnica cinematográficas (Madrid, 1989) fue Dickens quien en sus novelas inspiró algunas de las innovaciones más notables de Griffith.