POR VICENTE MOLINA FOIX
Cartel de la película Pygmalion, basada en una obra del dramaturgo Bernard Shaw

Pertenezco a una generación que no nació con el cine. De ese modo, ninguno de nosotros pudo exclamar en su juventud, como lo hizo en 1920 Rafael Alberti: «¡Yo nací, respetadme, con el cine!». En la llamada generación poética de los Novísimos, que contaba asimismo en sus filas con novelistas y hasta con filósofos (Fernando Savater, Eugenio Trías), al cine ni siquiera nos molestábamos en llamarlo el Séptimo Arte, la Fábrica de Sueños o blandenguerías semejantes. Al cine se iba irremediablemente, como se iba –por la misma época- a misa, y alguno de nosotros incluso a comulgar sin fines eucarísticos, solo alimenticios. En el cine, además, se comulgaba a lo grande, catedraliciamente, sabiendo los más devotos de nosotros la trascendencia de hacerlo en lujosas salas llamadas Monumental, Capitolio, Ideal, Tívoli, Coliseo, Rialto, Casablanca, Palace o su homólogo el Petit Palace. Y si tenías la suerte de estar de paso o de viaje de estudios en París podías ver comedias de Doris Day y Rock Hudson en los Campos Elíseos, y dramas más selectos, alguno de arte y ensayo, en La Pagode, que pese a su nombre no programaba a los cineastas japoneses.

Hoy los cines se conforman con llevar el nombre de una calle o un centro comercial, conscientes sus dueños y sus espectadores, nosotros, de la incongruencia de que los minicines y las minisalas supervivientes siguieran teniendo nombres historiados: Emperador, Salamanca, Cid Campeador, muy frecuentados estos por chicos de provincias (y algunas chicas avispadas) que estudiábamos en la Complutense de Madrid y por las noches, no siempre sobrios, componíamos versos tratando de copiar a los surrealistas.

Una cierta vocación cinematográfica, minoritaria y extranjerizante, se ha mantenido en cuestiones que yo llamaría secundarias y poco útiles para el aprendizaje de las lenguas. Y no me refiero a la continuidad de las versiones originales con subtítulos, sanísima costumbre que solo se practica en las dos o tres capitales más grandes de nuestro país, sino a la moda fatua de mantener los títulos de los films en inglés y en francés, a menudo impronunciables, siendo a continuación proyectada incongruentemente la película doblada al más castizo español. Es un deplorable agravio comparativo, ahora que estas cosas se miran tanto, la desigualdad territorial y lingüística en las carteleras cinematográficas, que hace de los aficionados de Barcelona y Madrid unos privilegiados, mientras que otro bien cultural esencial, el libro, goza en todas las librerías de España, grandes o pequeñas, de una inmensa y variada oferta de clásicos y novedades, avaladas por el alto nivel de calidad de la mayoría de las traducciones, un capítulo que en los últimos veinte años sobre todo nuestras editoriales están cuidando, tanto los grandes grupos como las que producen pequeñas tiradas y trabajan con un catálogo de autores más reducido.

No hace falta insistir, a este respecto, en la diferencia abismal que hay entre doblar películas (o series extranjeras) y traducir obras literarias. Jorge Luis Borges, buen aficionado al cine y guionista ocasional para la gran pantalla, escribió reflexiones muy sustanciosas sobre ese asunto: «Quienes defienden el doblaje razonarán (tal vez) que las objeciones pueden oponerse, también, a cualquier otro ejemplo de traducción. Ese argumento desconoce, o elude, el defecto central: el arbitrario injerto de otra voz y de otro lenguaje. La voz de [Katherine] Hepburn o de [Greta] Garbo no es contingente; es, para el mundo, uno de los atributos que las definen. Cabe asimismo recordar que la mímica del inglés no es la del español».

Otra controversia o discrepancia nos ha separado de culturas hermanas, o filiales, con ventaja de ellos sobre nosotros, pues el doblaje fílmico que se ha venido haciendo en España mayoritariamente desde la posguerra civil, echando raíces en nuestro suelo de modo ya irremediable, no se da en muchos de los países latinoamericanos y de lengua portuguesa; sus públicos, hechos a ver el cine de importación y lengua ajena sin doblar, se asombran, o se ríen de nosotros al saber de lo implantada que está dicha manía española, tan acomodaticia, por no decir tan comodona, que nos priva a la fuerza de oír las voces inigualables de los «monstruos sagrados». No se trata aquí de ponerse dogmáticos ni incurrir en el elitismo, esa palabra que tan torcidamente se utiliza para defender la vulgaridad más cerril. Pues lo indiscutible es que quien no ha oído nunca la voz propia de Nicole Kidman e Isabelle Huppert, la de Antony Hopkins, la de Meryl Streep o en su día las de Vittorio Gassman e Ingrid Bergman, no está capacitado para juzgar y por tanto disfrutar cabalmente de esos artistas.

Lo cual nos lleva, y es otro frente bélico, al de la artisticidad, que en tiempos más revueltos pero no menos creativos que el nuestro enfrentó al cine (the moving picture) con la palabra escrita fija en papel. Así, en sus principios, el cine fascinó, por su ligereza y su ilusionismo, su «facilidad», siendo esos mismos factores los que lo hicieron sospechoso y desdeñable para una parte de la intelligentsia. George Bernard Shaw, el célebre dramaturgo irlandés cuya larga vida (1856-1950) coincidió con el nacimiento del cine y con su expansión en las décadas del mudo, advirtió en 1924, varios años antes de la eclosión del sonoro, sobre las servidumbres de un medio de expresión que por su naturaleza ha de suscitar el interés del 100% de la población, (desde) «el millonario americano y el coolie chino a la institutriz de provincias y el camarero de un poblacho minero». Para el autor de Pygmalion, por cierto uno de los escritores más abundantemente llevados al cine desde que el sonoro cambió los parámetros verbales, «el resultado del hecho de que el cine deba llegar a todas partes y complacer a todo el mundo es que las películas han suplantado a los antiguos sermones y la catequesis dominical», concluye Bernard Shaw. Otro gran receloso inteligente de aquellos primeros tiempos cinematográficos fue Franz Kafka, que le reprochaba la excesiva velocidad de sus movimientos. Según Kafka le confió por escrito a su joven amigo Gustav Janouch, «la mirada no se apropia de las imágenes, sino que estas se apropian de la mirada e inundan la conciencia. El cine viste de uniforme a los ojos que siempre habían permanecido desnudos».

Susan Sontag, que además de sus muchos libros dirigió películas cortas y mediometrajes, dijo un día delante de mí que el cine, sujeto casi un siglo a las duraciones standard de los 90 minutos impuestos por los exhibidores, algún día se liberaría de ese corsé que la literatura no tiene, pues las librerías dan albergue a la novela río de más de mil páginas y al pliego de poemas de diez, que la gente compra y esa misma gente leerá

Hablamos de un momento pasado que ha cambiado pero que no conviene olvidar: la memoria histórica de los menosprecios al cine que yo y mis amigos novelistas y poetas jóvenes que lo amábamos hasta el delirio queríamos defender, pidiendo no respeto, como Rafael Alberti en su citada exclamación irónica, sino justicia. O tal vez venganza. Vengarse con ardientes ditirambos en Film Ideal o Griffith, o Cinestudio, algunas de las revistas de cine en las que escribíamos, de que el neorrealismo italiano acaparase los premios en los festivales, así como los elogios de la crítica académica, ciega a los méritos del alto melodrama de Douglas Sirk o el westen puro y escueto de Howard Hawks.

Una buena parte de mi generación, muy marcada por la cinefilia, se hacía preguntas, con dudas de todo género: ¿seríamos el día de mañana cineastas, o nos conformábamos con ser literatos y mostrar nuestro bagaje de armas de convicción y nuestra enseña descorchando botellas de champán catalán las noches de estreno, en el suntuoso hall del Palacio de la Música, de una nueva comedia chispeante de Stanley Donen? Algunos, Enrique Martínez Lázaro, Iván Zulueta, Ricardo Franco, Antonio Drove, Luis Revenga, Jaime Chávarri, Fernando Colomo, Alfonso Ungría, Álvaro del Amo, Fernando Méndez Leite, Augusto M. Torres, Adolfo Arrieta, Juan Tébar, Rafael Feo, Fernando Trueba, hicieron películas cortas y largas, y hasta yo mismo, ya entrado en años, tuve un capricho y la fortuna de encontrar productores para dirigir dos guiones originales míos. Una aventura que no repetiré, aunque el cine sigue siendo mi fuente de lecturas, la mitad de mi mundo de ficción, mi acompañante perpetuo incluso cuando voy solo a una sala oscura, casi todos los días de la semana.

Para todos nosotros, y para nuestra promoción de cinéfilos incurables la felicidad era precisamente la doble militancia, que hoy se diría, tal vez, fusión. Literatura y Cine. Nada de Cine o Literatura. De ahí la gran presencia y la inspiración recibida del grupo catalán de Novísimos y Compañía, con un gran jefe o líder, el poeta Pedro Gimferrer (autor de ese poemario fundamental que es La muerte en Beverly Hills), y el pequeño alto mando formado por Terenci y Ana María Moix, y otros dos hermanos, Jorge y Cuca de Cominges, sin olvidar a Maruja Torres, Guillermo Carnero, Enrique Vila-Matas, esporádicamente Néstor Almendros y fantasmalmente Leopoldo María Panero. Todos sabíamos y nos reconocíamos en dos o tres principios comunes: querer ser y saberse escritores, escribir y leer sin parar, nutriéndose a la vez del cine como manjar o elixir; sin esos alimentos celestes aquellas criaturas terrestres no crecerían.

¿Sigue habiendo cinematófobos, o esa palabra inventada por Pío Baroja no tendría hoy sentido, ni uso? En la época en que Don Pío la puso burlonamente en circulación los había, y algunos de mucha alcurnia. Don Antonio Machado, por ejemplo, que en su artículo «Sobre el porvenir del teatro», satirizado crudamente por un jovencísimo Luis Buñuel, declaró: «La acción, en verdad, ha sido expulsada de la escena y relegada a la pantalla, donde alcanza su máxima expresión y –digámoslo también- su reducción al absurdo, a la ñoñez puramente cinética. Allí vemos claramente que la acción sin palabras, es decir, sin expresión de conciencia, es solo movimiento, y que el movimiento no es estéticamente nada. Ni siquiera expresión de la vida, porque lo vivo puede ser movido y cambiar de lugar lo mismo que lo inerte. El cine nos enseña cómo el hombre que entra por una chimenea, sale por un balcón y se zambulle después en un estanque, no tiene para nosotros más interés que una bola de billar rebotando en las bandas de una mesa».

Unamuno, por su parte, consideraba el cinematógrafo «arte de situaciones en que se consigue que el público de bajos instintos estéticos llore sin necesidad de decir nada, con una mímica de latiguillo». Pero quizá a Don Miguel no haya que castigarle por esas palabras algo truculentas, ya que en el mismo texto citado el filósofo bilbaíno, que había polemizado con Ortega y Gasset en el territorio de las nuevas formas de expresión, bien pudo ser profeta o adivino al decir que «va a ser la reacción contra el exceso de cine lo que va a resucitar el drama hablado, aquel en que lo esencial es lo que se dice, la palabra».

Conocimos de cerca a los maestros que no amaban el cine, y lo desdeñaban, y le quitaban toda grandeza al lado del novelista o la poeta. Carlos Barral, Gabriel Ferrater, Juan Benet, Carmen Martín Gaite, Jaime Gil de Biedma, Juan García Hortelano, Rafael Sánchez Ferlosio, por citar a los que más admiré y más de cerca seguimos los jóvenes de la coqueluche, sin dejar nunca de lamentar sus ascos al cine. Eran incruentas guerras de religión, en las que la política (más que la ética) se mezclaba con la estética, la creencia con el entusiasmo. Y esto es la historia, contada a grandes rasgos, de los enamorados de un arte nuevo y de sus contendientes, que se veían rivales. Aunque había cómplices, adelantados (García Lorca, Alberti) dentro de la Generación del 27 y en torno a la Revista de Occidente, que publicaba regularmente en los años 20 y 30 artículos y críticas de cine (Francisco Ayala, Rosa Chacel, Benjamín Jarnés, Fernando Vela).

Lo mejor de esta historia plural y personal que he querido reflejar aquí a grandes trazos es su happy end, tan inesperado en un tiempo de quejas y lamentos. Todo precedente artístico genera sus anticuerpos, y ahora el «contagio cinético» del cine inaugural y mágico de los Lumière o Segundo de Chomón sigue dando fruto en el registro de lo espectacular y lo abrumador, el llamado blockbuster. No solo. Las pequeñas cámaras y los pequeños presupuestos que permiten la realización de un filme han hecho aumentar notablemente la cantidad semanal de estrenos. Y también los libreros, nuestros amigos/colegas, nos dicen que nunca se había publicado tanto libro como ahora.

¿Seguirá vivo el cine en los cines, los libros en las páginas, sus lomos en los anaqueles? Toda diversidad es positiva, incluso la que tiene que ver con el tamaño o la duración.

Susan Sontag, que además de sus muchos libros dirigió películas cortas y mediometrajes, dijo un día delante de mí que el cine, sujeto casi un siglo a las duraciones standard de los 90 minutos impuestos por los exhibidores, algún día se liberaría de ese corsé que la literatura no tiene, pues las librerías dan albergue a la novela río de más de mil páginas y al pliego de poemas de diez, que la gente compra y esa misma gente leerá. Últimamente es rara la película que dure menos de 120 minutos, trate de lo que trate. Antes del verano vi a cine lleno el último Almodóvar, un western gay que no llega a la media hora, y hace pocas semanas seguí con fascinación permanente Cerrar los ojos, la obra maestra de Victor Erice, de 150 minutos.

Hoy no he ido al cine, estuve ayer, viendo en los Golem el último y estupendo Woody Allen, que se despide de nosotros.

Y acabo de recibir una novela polaca de 2000 páginas, debidamente traducidas.

¿Ha llegado el día de la libertad?