Marcelo Cohen
La calle de los cines
Sigilo, Madrid-Buenos Aires, 2018
336 páginas, 17.00 €
Escritor, traductor, crítico y fundador de revistas de artes y letras, Marcelo Cohen, nacido en Buenos Aires en 1951, es —además de todo lo anterior— una auténtica contraseña literaria. El hipotético y azaroso ejercicio que consistiría en rastrear algunas de las ediciones traducidas al español con mayores predicamento e impacto imaginativo a lo largo de los últimos treinta años, obviamente de autores literarios (fundamentalmente de los que escriben en lengua inglesa) arrojaría un resultado elocuente, pues el lenguaje de Cohen constituye el privilegiado tamiz por el que accedieron al mundo hispanohablante. Nos estamos refiriendo, entre otros, a Harold Brodkey y Tobias Wolff, Wallace Stevens y Philip Larkin, Harold Bloom y Alice Munro, Lawrence Durrell y Nathaniel Hawthorne, A. R. Ammons y J. G. Ballard, o Teju Cole y Joseph Mitchell. De este último, en concreto, aún recuerdo la vivísima y atinada forma que tuvo Cohen de traducir uno de los sardónicos flagelos lingüísticos con los que el inolvidable Joe Gould se azotaba a sí mismo. Decía, más o menos: «Mi situación es tan desesperada que debería erguirme para tocar fondo». Gracias a su reconocible y excepcional talento, Cohen pertenece por derecho propio a una estirpe de escritores que incluiría a Ricardo Baeza o Juan Rodolfo Wilcock (dos grandes ejemplos dentro de la historia de la muy influyente y bulliciosa industria editorial argentina, cuyos existenciarios —como el de Cohen, que vivió veinte años en España— se definen por la experiencia del desarraigo, más o menos voluntario según el caso); todos ellos escritores, desde Baeza a Cohen, capaces de dotar a un autor, mediante sus traducciones, de un singular valor añadido.
Dejando de lado el inglés, resulta que el lector abre algunos libros de Clarice Lispector, Raymond Roussel o Quim Monzó y también halla a Marcelo Cohen, una presencia primordial a través de estas traducciones y, sobre todo, de sus propios textos de creación, que además representan una de las más audaces tentativas para demoler definitivamente el coloso del realismo literario (y, al mismo tiempo, construir, valiéndose de esas mismas ruinas, una nueva y desarticulada referencialidad del mundo circundante). Si hoy hubiera que especificar una sola particularidad en la obra de Cohen, tal vez cabría hablar del radical empeño de este autor por trazar nuevas cartografías ontológicas y, en definitiva, de estirar el pensamiento en todas las direcciones posibles hasta «conmover integralmente la conciencia del lector», como escribió en su prólogo a La solución parcial. Pues ésa es, como él mismo afirmó en sus ensayos sobre el arte de la traducción —reunidos en Música prosaica—, la tarea de alguien preocupado por el lenguaje (y se supone que esto debería atañer a quienes se consideran escritores): no se trata, en suma, de entregarse a la belleza de un atavío, sino a la búsqueda de «formas que abran la conciencia a los vaivenes del viento». Entre sus libros (novela, relato y ensayo), cumple nombrar El fin de lo mismo (1992), El testamento de O’Jaral (1995), La solución parcial (2003), ¡Realmente fantástico! y otros ensayos (2003), Casa de Ottro (2009), Música prosaica (2014), Un año sin primavera (2015), Algo más (2015) o sus Relatos reunidos (2014).
Los textos de Cohen responden a estados de ánimo diversos y reaccionan a contingencias disímiles. Pero sus lectores, que sin duda constituyen mínimas sociedades secretas, advirtieron hace tiempo que el lenguaje protagoniza genuinamente los libros de este escritor único. Un lenguaje tenso, alegre, recorrido por diálogos chispeantes y conflictos irremediables; un lenguaje salpicado de las perplejidades que avivan el pensamiento de un traductor que inventa mundos y, sobre todo, asume que la ternura y el sentido del humor pueden representar la enésima variación de algún desacato. Ampliando la idea de este autor según la cual un cuento es la historia del descubrimiento de un error (es decir, la historia de un despertar), la narrativa de Cohen hace tiempo que cobró conciencia de que el entrecruzamiento de géneros y de elementos escenográficos era el mejor procedimiento a la hora de vehicular su proyecto literario, que Ilse Logie, profesora de la Universidad de Gante, ha definido como una exploración de las tendencias socioeconómicas y geopolíticas actuales con el fin de «desarrollar una reflexión intensa sobre las posibilidades de rebeldía en las sociedades postindustriales —particularmente de las periféricas del Tercer Mundo—».
Su último libro, Algo más, abundaba en este propósito de desobediencia. Así comienza esta novela de 2015: «Por las tres avenidas centrales de la ciudad avanzaban espesas corrientes de sujetos exasperados. Fluían y fluían, y cuando se derramaban en la plaza no hacían multitud, aunque se aglomerasen, porque cada uno miraba hacia un lado diferente. Se estaban rebelando y no tenían experiencia». Distintos lectores de muy distintas geografías podrán reconocer esta sensación. Y, sin embargo, lo relatado en Algo más tiene lugar en la Isla Kump, integrada en el particular orbe literario forjado en la imaginación de Cohen: el Delta Panorámico. Es obvio que Cohen encontró en la ciencia ficción de J. G. Ballard un propulsor idóneo para sus ideas, entre ellas la convicción de que la ciencia ficción le procura al escritor contemporáneo un amplio surtido de recursos a fin de explorar, no el espacio ni los confines del universo, sino los intrincados espacios interiores del ser humano del siglo xxi. Aún más, Cohen parece compartir con Ballard la certeza de que los tradicionales rasgos atribuidos a la literatura moderna —aislamiento individual, reflexión introspectiva, sentimiento de alienación…— no concuerdan en realidad con la conciencia del hombre de finales del siglo xx y comienzos del xxi, pues aquellas características fueron una reacción al carácter monolítico y pudibundo de la época victoriana, a la tiranía del pater familias —sustentada en su autoridad sexual y financiera— y a las innumerables represiones impuestas por la sociedad burguesa. Muy al contrario, el confuso optimismo, la desregulación económica, un alegre desapego y el gregarismo postcapitalista son algunos de los vectores que determinan el funcionamiento de la sociedad del archipiélago del Delta Panorámico, donde lo anacrónico y lo anticipatorio conviven en perpleja excepcionalidad mientras sus habitantes buscan contradictorios caminos para su emancipación. Por este motivo, los lectores de Cohen vuelven a reencontrarse en La calle de los cines con los consabidos pantallátors, farphones, teatrones, ciborgues, flaybulancias, trúmpanos y, cómo no, esas urgentes conexiones a la Panconciencia que confieren al panconsciente de turno el aspecto de alguien que hubiera sido rociado con novocaína, visto a su doble o, por una lesión occipital, perdido la visión de los contornos (a pesar de que en el Delta se han difundido muchos otros símiles al respecto).
Entre la formulación de lo nuevo y la repetición de lo mismo, la particular propuesta de Marcelo Cohen gravita alrededor del lenguaje. Así, su característico «realismo incierto» se funda en parte en las teorías del caos de Prigogine, de forma que la expresión literaria de Cohen se opone, con su contingencia aleatoria, al determinismo causal absoluto y al autoritarismo de lo cerrado y estático, es decir, a los discursos represivos de las sociedades postindustriales (como asimismo señaló la investigadora Miriam Chiani). En otras palabras, como él mismo dijo en su prólogo a La solución parcial: «Las sensaciones verdaderas son poco comunes en un mundo lleno de mediaciones estridentes, tapizado de simulacros, roturado por un lenguaje tan ajeno a la vida que en vez de comunicar a la gente la separa. Pero si el lenguaje es el gran instrumento de sujeción y control también puede ser el tímpano más sensible». En su aspiración de regalar una sensación verdadera, acaso la mayor ambición artística de este autor, Cohen prosigue su exploración del Delta Panorámico —y, al mismo tiempo, de las patologías epocales de nuestras sociedades— mediante la presentación verbal de un puñado de filmes, es decir, de ilusiones, de relatos.
Por encima de todo, La calle de los cines representa uno de esos posibles modos de convivencia ensayados por Cohen. A fin de cuentas, la desaparición progresiva del ritual cinematográfico (del hecho de desplazarse a un lugar público donde la película esté en cartel, de someterse en silencio a representaciones de la experiencia humana —careciendo de poder sobre los tiempos de la proyección; es decir, sin poder detener, adelantar o atrasar la acción—, de arrancarse después de esa placenta de imágenes y, muy habitualmente, de relatar el contenido del filme o articular una opinión crítica mientras se camina o viaja en transporte público) dice mucho de nuestras sociedades. «Para el que va a ver filmes a menudo, ese shock repetido es una invitación a admitir que el desconsuelo y el malestar son parte natural de la vida como la ilusión. Además, quieto a oscuras en su butaca, uno se ha concentrado un buen rato en asuntos de otros. La porfiada voluntad con que el público moderno se traga el embuste de que una gestión estricta de sí mismo puede darle una bonanza sin baches ha contribuido no poco a que ir al cinema cayera en desuso», afirma Cohen en el prólogo a estos relatos. En realidad, en sus Relatos reunidos (2014), ya aparecían cinco relatos inéditos, emplazados en el Delta, que no eran sino comedias, filmes para niños y viejos, filmes culturales y documentales del imaginario archipiélago. Años más tarde, asistimos a la culminación del proyecto fílmico esbozado en aquella antología. Y el resultado es soberbio, estimulante, conmovedor y, a su discreta manera, desafiante. ¿Acaso no es la literatura un descontrolado artilugio para generar significados? La calle de los cines prosigue alumbrando nuevas regiones del Delta Panorámico, en cuyas imágenes se reflejan nuestros temores, anhelos, deficiencias y vacilaciones.
Cabe interpretar la exposición de estas películas, de sus sutiles y significativos conflictos personales, como la clásica propuesta panorámica con la que desalojar de la conciencia los trastos de una vida enajenada. Los protagonistas de estas historias aspiran a adueñarse de sí mismos, a acomodar su tristeza congénita a un sistema económico resignadamente optimista, se enzarzan en conatos de violencia social o descubren que hay solamente lo que hay, confinados entre el aprendizaje y la inmadurez. La realidad del Delta, en todo caso, se asume como desproporcionada, al igual que la nuestra, de cuyas astillas y posibilidades está compuesta. Por este motivo, la narración fabulosa de los conflictos cinematográficos es, al mismo tiempo, una suerte de sociología fantástica y de homenaje a una soberbia tradición literaria en la que la exposición y resumen de ficciones, obras artísticas y filosóficas imaginarias nos acercan un grado más a la ansiada posibilidad de contacto con lo real. En este sentido, solamente desde el campo cultural argentino, Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares o el ya referido Juan Rodolfo Wilcock convirtieron este recurso en un género cautivador gracias a libros como Ficciones, Crónicas de Bustos Domecq o La sinagoga de los iconoclastas, que resuenan en las obras de un sinnúmero de escritores insoslayables, desde Roberto Bolaño a Kurt Vonnegut y Stanisław Lem. Esta última agregación de relatos inspirados en películas imaginarias a la singularísima obra de Marcelo Cohen es solamente la ratificación del impar y subversivo espacio que este autor ocupa en la literatura contemporánea, además de una sutil indicación del espacio desde el que también (pues existen tantas perspectivas como islas tiene el Delta) debería ser urgentemente leído.