Ednodio Quintero
Cuentos salvajes
Atalanta, Girona, 2019
540 páginas, 27.00 €
POR JUAN ÁNGEL JURISTO

 

En «El corazón ajeno», uno de los relatos más afamados de Ednodio Quintero (Las Mesitas, Trujillo, Venezuela, 1947) leemos: «Como en las matrioskas, esas muñecas rusas que van encajando entre sí hasta que todas quedan ocultas por la mayor, un relato encierra siempre, bajo la fachada atractiva de su argumento, otras historias, de las cuales algunas veces ni siquiera el autor es a veces consciente. Anoto esta observación, poco original…». Me he permitido comenzar esta reseña sobre la edición española de los relatos completos de este casi desconocido autor entre nosotros, que sigue fielmente la edición de los Cuentos Completos de la editorial caraqueña El Estilete, publicados en 2017, con una cita, lo que en principio es inquietante porque puede llevar a suponer al lector que se va a topar con algo de contenido más que académico. No hay tal: la cita resume a la perfección el modo de contar historias de este autor que ha escrito algunos de los cuentos más bellos que me ha sido dado leer en la literatura en español de los últimos años. Ednodio Quintero es un escritor de múltiples vocaciones y, amén de consumado japonólogo, posee además, suponemos como complemento, una colección estupenda de muñecas japonesas; está convencido de que en su cara hay rastros de la raza de esa isla oriental, que le ha llevado a traducir, en colaboración con Ryukichi Terao, Historia de la mujer convertida en mono: siete cuentos japoneses; La gata, Shozo y sus dos mujeres, de Yunichiro Tanizaki; y El mago: trece cuentos japoneses, de  Ryunosuke Akutagawa (un total, según confesión suya, de catorce escritores japoneses para las editoriales Seix Barral y Candaya). Guionista cinematográfico, ensayista y novelista de redonda medida con títulos como La danza del jaguar, novela muy celebrada cuando se publicó en 1991, El rey de las ratas, Lección de física, Mariana y los comanches, El hijo de Gengis Khan, El amor es más frío que la muerte… es un consumado escritor de cuentos, lo que es mucho decir en un continente que ha dado, no sólo a los venezolanos Rómulo Gallegos y Antonieta Madrid, sino a la estirpe de, por citar algunos a bote pronto y que son escritores muy queridos por Ednodio Quintero, Horacio Quiroga, Juan Rulfo (el autor mexicano le llamó una vez por teléfono y le dijo «maestro Quintero», sobran comentarios), Juan José Arreola, Julio Cortázar, Jorge Luís Borges, Augusto Monterroso, Juan Carlos Onetti… la lista es gloriosa.

A Ednodio Quintero le fascinan pocos autores, pero estos pocos son amados con intensidad y profundidad: desde luego Samuel Beckett, de quien ha tomado más de un hálito de sus estructuras y modos de abordar el absurdo; de Julio Córtázar y de Jorge Luís Borges, a quienes le ha bastado con admirarlos; Quintero siempre manifestó esa sensación de asistir a algo maravilloso cuando leyó por primera vez «Las ruinas circulares» de Borges; desde luego, de El Quijote, libro del que nunca se ha desprendido desde que lo leyó por primera vez, de una sentada, y que tengo para mí que está en la base de los personajes solitarios que habitan todos sus relatos y, last but not least, si hay un género por el que sienta debilidad es el western, en cuya fascinación no está alejado el ejemplo del mismísimo Alonso Quijano. A este respecto bastaría entender la justeza de análisis de aquella temprana Teoría de la novela, del joven Giorgy Lukács, un ensayo clave en la crítica literaria publicado en 1916 y que establecía en términos hegelianos de lo general y lo concreto para caracterizar modos semejantes y diferenciadores entre arte dramático y arte épico para explicar el origen de la novela moderna, personificada en el «héroe problemático» cuyo representante esencial era don Quijote. Esta problemática, de la que Lukács entreveía ya su decadencia en los primeros años del siglo xx, pasó luego al cinematógrafo, sobre todo a los géneros del thriller y del western, ya en los años treinta, una premonición del que el ya maduro y estalinista Lukács renegaría años después por considerar que aquella obra suya sólo describía el ambiente habido en los años de entreguerras. En cualquier caso ese concepto de «héroe problemático» tuvo el acierto de unir la tragedia griega con la novela moderna por conducto de Cervantes y, añadimos nosotros, hacer que desembocara en el siglo xx en el arte narrativo y dramático que le es sustancial, el cinematógrafo. Género dramático y épico se unen en el western, pues, y si atendemos a los cuentos que nos ocupan, no es de extrañar que su autor, Ednodio Quintero, admire la obra de Cervantes y el género del western por igual: los personajes de sus relatos poseen esa obsesiva voluntad de sobrevivir por encima de cualquier dificultad, suelen enfrentarse, solitarios y, como mucho, acompañado de la imagen de la amada, Dulcinea da para mucho, a desastres de todo tipo, ante todo de las complejidades del carácter y de la personalidad en un mundo el que nos sentimos extraños en parte, al fin y al cabo estamos en nuestro tiempo, y donde la lucha sigue, sin embargo, siendo quimérica, a pesar de nuestro cinismo, o precisamente por ello mismo. Al fin y al cabo ese es parte del atractivo que poseen muchos personajes del género del thriller. Atractivo del que participan largamente esos yoes de los cuentos de Ednodio Quintero. Y digo yoes porque, salvo casos contados, los relatos están escritos en primera persona indefectiblemente, técnica que, según el propio autor, intensifica las sensaciones que se trasmite al lector.

La atmósfera de los relatos es única, fácilmente reconocible, por truculenta, inquietante. No es de extrañar: Quintero recuerda aún como una experiencia traumatizante el día en que en el colegio en Barinas le robaron un bolígrafo Paper Mate. De recuerdos así, es decir, de esa sensibilidad capaz de recordar un suceso banal como experiencia esencial en una vida, es de lo que se alimentan los relatos de Quintero. Hay un relato titulado «Billy, el zurdo», que pertenece a Volveré a mis perros, que refleja muy bien esa sensibilidad a través de la atmósfera del western, mediante la asunción de una venganza y la fuerza ciega del destino que posee la fatalidad de un cuento oriental, podría pertenecer a Las mil y una noches, eso de la muerte esperándote en la siguiente ciudad, o de un cuento chino o japonés. En cualquier caso, truculencias que tienen que ver mucho con la pura supervivencia, y no sólo física, antes bien, no es ésta el elemento más importante que condiciona el desarrollo del cuento… Hay que decir que esta atmósfera se resuelve en una inquietud que asalta al lector como una picazón y que, a veces, sobre todo los primeros relatos, debían mucho al ejemplo de sus maestros, desde Rulfo a Arreola pasando por Borges y Cortázar, y que, además, sus finales tenían mucho de previsibles por ese obligado artificio, por suerte algo olvidado hoy día, y muy presente en el relato latinoamericano, de que un cuento tenía que acabar sorprendiendo al lector, de una u otra manera. Por ejemplo, «La muerte viaja a caballo», «Gallo pinto» o «Un suicida», de Primeras historias, donde la sorpresa que aguarda al lector tiene algo de fallido porque éste adivina el final casi desde el inicio del relato. Quintero reconoce que esas primeras historias tenían algo de improvisadas y que no fue hasta La danza del jaguar, de 1991, cuando consiguió su tono exacto como escritor, cuando se hizo con un estilo propio ya que el mundo que describe estaba ya prácticamente hecho desde aquellos primeros relatos, algo realmente sorprendente.

La infancia, aquí, es fundamental y el paisaje que se describe en estos relatos, los olores, la manera de encarar al paisanaje mismo tienen que ver con aquellas experiencias en su vida de niño en pueblos diminutos alrededor de Trujillo, sus estudios de bachillerato en Barinas y, luego, de vuelta a la aldea, la experiencia del descubrimiento de los vastos mundos de la literatura gracias a la biblioteca que poseía su tío: la lectura de William Faulkner, por ejemplo, del que no entendió nada pero que le fascinó, y luego Kafka, Borges, Cortázar, Edgar Allan Poe…

Esa experiencia de la aldea abraza prácticamente todos los relatos de Quintero, y hay una característica común en casi todos ellos: la de la trascendencia hacia otros lados que les acontece a sus personajes. Ese más allá inasequible pero que es el motor que impulsa las acciones de sus personajes tiene mucho que ver con las fantasmagorías caballerescas de Alonso Quijano, producto de sus lecturas, pero también con los contradictorios mundos en que se mueve el autor. Residente en Mérida, donde confiesa que ha tenido que aprender a hacer pan debido a las restricciones en que vive su país bajo el mandato de Maduro, reconoce que lo que gusta es vivir en grandes ciudades, como Londres, París o Nueva York… o Tokio, sobre todo, Tokio. Y mientras sabe que ése es su anhelo, sigue en Mérida rodeado de muñecas japonesas y sus trescientos treinta libros de literatura nipona, imaginando relatos donde el tema del viaje es fundamental en el desarrollo de los mismos: Quintero es, así, uno más de los personajes de sus relatos, no el único, y no hace falta que se camufle en máscaras inapropiadas. De ahí quizá también otra de las razones del uso de la primera persona.

Los relatos contenidos en este volumen abarcan la totalidad de la vida como escritor de Ednodio Quintero, pues se inició como hacedor de cuentos en sus inicios literarios y no ha dejado de practicar el género. De la lectura de los mismos, se desprende una implacable coherencia de un mundo forjado ya en la infancia pero que ha ido perfeccionando con el tiempo hasta alcanzar cotas extraordinarias en libros como La línea de la vida, Soledades o El corazón ajeno. De todos los relatos contenidos en este volumen reconozco mi predilección por algunos como «Cabeza de cabra», donde el desarrollo del relato se divide en dos personajes que se entremezclan, el del asesino y su víctima, haciendo de este cuento algo extraordinario por la fineza extrema de ese entreverado y el modo en que está resuelto; desde luego, «Orfeo», correspondiente a Soledades, que recrea el mito del encantador de animales y la bajada a los Infiernos con una ausente Eurídice; también «Rosa mística», del libro Uniones, que es un relato donde el desdoblamiento del protagonista en heterosexual y homosexual lleva a pensar en las raras alturas de personajes semejantes como Séraphita en la novela de Balzac o el Orlando de la novela del mismo título de Virginia Woolf; o, finalmente, «El corazón ajeno», un relato enorme en su extensión si tenemos en cuenta que la mayoría de los cuentos de Ednodio Quintero no sobrepasan las tres o cuatro páginas, si acaso. El personaje del relato es uno de los mejor resueltos de los contenidos en el volumen. Y eso es mucho decir.

Creo que esa persistencia del yo actúa al modo de la cantinela oriental de que uno es, en realidad, todo. Si se leen los cuentos seguidos, al modo de una novela, el lector asistirá no sólo al desarrollo hacia la perfección de un género difícil como pocos, sino a la persistencia del yo en cualquier paisaje y ámbito del mundo. Ednodio Quintero hace realidad, es decir, carne, a través de sus personajes, esa idea de que vida es un viaje. Un enorme libro.