POR WALTER CASSARA

Ciertamente, los motivos de popularidad de un poeta nunca quedan del todo claros, ni mucho menos quedan argumentados; raras veces suelen estar en vínculo directo con el prestigio que el poeta pudo haber obtenido entre pares, lectores y críticos, o con los méritos de su labor, que siempre se ha mirado como algo elitista, jeroglífico —aun dentro del marco institucional de la literatura—, y a nivel social resulta prácticamente invisible, e incluso contraria a toda enunciación colectiva, por más que su materia prima —las palabras— sea la más pródiga y común de todas. Me refiero, claro está, al poeta lírico, el rapsoda épico, de existir todavía, ya sería otro asunto. No obstante, también es cierto que la popularidad en general, como pura apariencia cosificada que es, no precisa de ninguna obra ni de ningún mérito, no necesita razones, sino disculpas; no demanda un individuo, sino un disfraz, puesto que en ella no se encarna sino un viejo espejismo, aquel inasible fetiche de la fortuna, cuyo verdadero rostro (casi podemos adivinarlo) es nuestra mediocridad.

Durante el transcurso del siglo xx, pocos escritores alcanzaron en vida la repercusión que llegó a tener Robert Frost en el ámbito de la cultura norteamericana; sus libros y su personaje público parecen haberse abierto camino por sí solos (y, a veces, por separado), al margen de los habituales derroteros académicos y de las cotéries vanguardistas, llegando a calar hondo en la sensibilidad de auditorios poco o nada entendidos, de un modo que ni siquiera Carl Sandburg, por la misma época (y con una poesía mucho más accesible), lo consiguió hacer. Si bien sus dos primeros libros, A Boy’s Will (1913) y North of Boston (1914), se dieron a conocer en Londres, algo tardíamente, cuando el autor frisaba los cuarenta años, el acoso laudatorio y la flema patriótica —tan consustanciales, por lo demás, a la psicología estética de los norteamericanos— se encapricharon muy pronto con su delicada estampa virgiliana, de colono pintoresco de Nueva Inglaterra, convirtiéndola en la efigie del bardo nacional.

Nacido en un pequeño apartamento de San Francisco, el 26 de marzo de 1874, apenas una década después del final de la guerra de Secesión, la infancia y adolescencia de Frost coincidieron con la llamada, irónicamente por Mark Twain, Gilded Age; es decir: la edad del enchapado en oro, aquel cuarto de siglo que va desde las postrimerías de la guerra civil hasta el 1900, en el cual Estados Unidos experimentaría un vertiginoso despegue económico, con la expansión ferroviaria y el consecuente desarrollo de las industrias; esa época en que empiezan a florecer los grandes magnates y se consolida el mito del self-made man, se da forma al paradigma del tan mentado «sueño americano», que no es otra cosa que puro afán de lucro, exaltación naif del mero narcisismo burgués. En buena medida, como ya lo han advertido muchos críticos, Frost pertenece a la generación de los narradores naturalistas: Stephen Crane, Theodore Dreiser y Jack London fueron coetáneos suyos; no obstante, a diferencia de ellos, que se ocuparon básicamente de la experiencia urbana —a excepción de London— y las distintas patologías sociales que conlleva el progreso capitalista, la mirada de Frost se consagraría a retratar el mundillo agrario de las comarcas del nordeste, aquella zona geográfica (Vermont, New Hampshire, Maine, etcétera) que en el mapa se angosta y se precipita hacia el Cape Cod, y que es la que conserva una atmósfera más anglosajona y una mentalidad —según dicen— más sosegada y ancestral. Del mismo modo en que navegó por buena parte del siglo xx con un bagaje erudito que parecía concernir a otras épocas, Frost se fundió con dicha mentalidad arquetípica, que quizás no fuese del todo la suya, pues —recordemos— él provenía de la costa oeste; la estudió a conciencia, sopesando cada uno de sus matices, tal y como un músico examinaría una partitura o un sabio medievalista analizaría la hoja parroquial de un pueblo.

Hacia finales de la década de 1920, en la etapa en la cual el modernismo anglosajón había alcanzado la cúspide formal con Ulises y La tierra baldía, Frost ya era un fenómeno de audiencias y un clásico en los campus universitarios; su busto se codeaba con el de Whitman y el de Emerson; contaba en su haber con varias ediciones agotadas de sus Selected poems y con una primera biografía —o hagiografía— amable y devota;[1] había recibido, además, el primero de sus cuatro Pulitzer —luego, con una puntualidad hipnótica, le irían lloviendo toda clase de laureles y títulos honoríficos—; algunos de sus textos más célebres formaban parte de los breviarios escolares: «Acquainted with the Night», «Come In» o «The Road Not Taken», por ejemplo, junto con otros tantos que pasarían a ser amasados, con el correr de los tiempos, en el inconsciente colectivo de varias generaciones. Las nupcias del poeta con el Estado se celebraron oficialmente el 20 de enero de 1961, cuando John F. Kennedy invitó al viejo bardo demócrata a contribuir a la glorificación de su futuro Gobierno, recitando un poema durante la ceremonia de jura por el cargo de la presidencia; un gesto teatral y atávico que pretendía emular (y más bien parodiaba) la apoteosis del Imperio romano en la pluma de su más ilustre literato.

Con cierta liviandad y algo de fraterna pedantería, Robert Lowell —el otro gran Robert, el otro bardo o antibardo nacional— dijo acerca de Frost: «Fue el último de nuestros escritores que pudo ignorar honestamente las nuevas técnicas; comprendió muy bien el empleo de una maquinaria, a menudo grandiosa, que se quedaría obsoleta para siempre cinco o diez años más tarde». Sin embargo, a juzgar por la producción en lengua inglesa de la segunda mitad del siglo xx, aquella maquinaria vetusta se ha revelado bastante más innovadora y funcional, en muchos aspectos, que el complejo instrumental erudito esgrimido por algunos autores emblemáticos del modernismo. Y, paradójicamente, desmintiendo el pronóstico de Lowell, no fue sino la conformación técnica de dicha maquinaria lo que más atrajo a poetas de la talla de Brodsky, Walcott o Heaney, quienes en su día dedicaron análisis muy concienzudos a las modalidades prosódicas de nuestro autor, aparte de haberse valido pródigamente de ellas en sus propias obras. Inclusive en la narrativa de los años cincuenta y sesenta (Cheever o Carver, sin ir muy lejos), en especial en cierto comercio oblicuo con la anécdota, cierto modo de plantear el relato desde una grieta imperceptible, se puede sentir también el magisterio de Frost, cuyo universo se erige, en parte, sobre los sedimentos de ese tipo de historias medianas, idiosincráticas, elípticas, con las cuales tanto se suelen deleitar los cuentistas norteamericanos.

Dentro de un esquema de formas asaz regulares, el fraseo frostiano es muy versátil: suena por momentos a perorata neoclásica y, en otros, se aproxima al secreto fluir de la lírica —incluso, al fluir del verso libre—; cultiva a veces una polifonía vagamente dramática o eglógica, otras apenas se alza por encima de la narración y otras no pasa de un largo preámbulo coloquial. Con todo, lo asombroso es que nunca se aleja demasiado del espejo conspicuo del pentámetro yámbico y la rima consonante. El sentence stress, el acento prosódico o de intensidad, que es en buena medida aquello que le confiere esa particular ligereza a la versificación anglosajona, hace que las cláusulas se suelten del rígido encuadre métrico, poniendo en primer plano su entretejido sintáctico y rítmico; asimismo, subraya el carácter vernáculo, ese dejo provinciano que ninguna glosa podría reproducir, ya que es algo que se manifiesta únicamente al oído; de manera tal que el efecto que se deriva de una lectura continua bien podría cifrarse en algo así: poesía yanqui escrita en un oscuro dialecto isabelino; o también al revés: poesía isabelina escrita en un oscuro dialecto yanqui. Lo de oscuro dialecto, por supuesto, habría que tomarlo en un sentido enteramente imaginario, como un correlato de la captación íntima que todo poeta tiene de los hábitos prosódicos de la propia lengua; una captación que, en el caso que nos ocupa, resulta medular y taxativa y que parecería adquirir, en cierto modo, las extrañas cualidades de un precipitado denso y fluido, natural y artero a la vez, entre la elocuencia más repujada y el silencio más prístino.

Indudablemente, los problemas de precipitar dicha sustancia idiomática en otra son múltiples, enormes e insalvables la mayoría de las veces, no sólo en razón de la química inversa, las muchas desemejanzas que separan la volátil composición del inglés de la contextura más bien rocosa del castellano, sino debido, sobre todo, a que nos hallamos frente a un escritor que bucea en las napas sonoras más sutiles del lenguaje, muy enraizado en la voz viva, en las inflexiones del habla y el genio gnómico local. Luego, está, asimismo, la ironía: todo el discurso frostiano se nos aparece lúdicamente matizado por dicho factor —tan congenial, por lo demás, al temperamento de cada idioma—, que incrementa al máximo la polisemia de los textos y raras veces concede alguna indulgencia hermenéutica, dificultando, por tanto, un punto de vista adecuado para el buen desempeño del traductor. Ya sólo el título del célebre «Mending Wall», por ejemplo, nos pone en un aprieto: tres sílabas, dos palabritas yuxtapuestas, embutidas como dentro de un sándwich, que se dicen en apenas un suspiro. ¿Cómo habría que transmutar esto en algo que suene bien, algo que resulte igual de mitigado, algo que no se quiebre bajo el peso abrumador de la paráfrasis? En pos de evitar cualquier viso de interferencia, los manuales recomendarían sustituir, en este caso, al siempre escurridizo —y abusivo, para el castellano— gerundio inglés en mending por un sustantivo abstracto: «reparación»; luego, sugerirían añadir un artículo, pero ¿de qué clase, definido o indefinido? Lo correcto sería poner el muro, aunque ¿no podría también entrar perfectamente el indefinido, un? Con lo cual, la muy accesible frase que encabeza el poema viene a quedar en «Reparación del muro», siete sílabas clamorosas e impersonales: un repiqueteo de platillos y violín que a gatas consigue atrapar el destello semántico aproximado que se proyecta en la locución original; vale decir, el concepto pudo haberse salvado, aunque la singularidad del objeto que contiene la imagen se ha reducido a una entelequia; allí donde el inglés dice, el castellano se ve exigido a parafrasear; allí donde el primero cualifica el objeto, el segundo lo descualifica —y viceversa—. Es un problema insoluble, o que bien admite todas las soluciones y ninguna. La cosa empeora cuando, a sabiendas, al gran surtido de traducciones literarias que uno puede pispear por ahí —aun muchas de poesía— se le ve enseguida que está hecho sin ningún ángel o arte, de cara al mercado, suscribiendo dudosas argucias lingüísticas, convenidas ad hoc para una legibilidad estándar, lo cual no contribuye, precisamente, a cobijar la singularidad del objeto. Un buen traductor debería trabajar, lo mismo que un buen escritor, tanto o más con el oído que con el mataburros y el cuadernillo de gramática, pero eso raras veces ocurre en los hechos, porque el oído —el oído interno, claro—, al parecer, es obstinadamente monolingüe.