Luis Mateo Díez:
El hijo de las cosas
Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2018
340 páginas, 20.90 € (ebook 13.99 €)
En Pasenow o El romanticismo, de Hermann Broch, tiene lugar el siguiente diálogo: «— Bueno, lo más persistente en nosotros son los llamados sentimientos. Arrastramos un fondo indestructible de conservadurismo. Son los sentimientos, o, mejor dicho, los convencionalismos del sentimiento, ya que en realidad están muertos y son atávicos.
»—¿Usted considera, pues, los principios conservadores como atavismos?
»—Oh, a veces sí, no siempre. Aunque en este caso no se trata de eso. Creo que el sentimiento que tenemos de la vida va siempre rezagado, respecto a la vida real, medio siglo o un siglo. El sentimiento es de hecho menos humano que la vida que vivimos. Piense por ejemplo que un Lessing o un Voltaire aceptaron sin rebelarse que en su época se aplicara el suplicio de la rueda, muy bonito tal vez visto desde abajo, pero inimaginable para nuestros sentimientos. ¿Y cree usted que entre nosotros es distinto?». Parecería por lo menos curioso que, en la reseña de una novela de Luis Mateo Díez (Villablino, León, 1942), se citara la obra maestra de Hermann Broch, la trilogía de Los sonámbulos, si bien en su última novela, El hijo de las cosas, esa tendencia a realizar una fenomenología de la distorsión entre sentimiento y vida está presente de modo persistente, hasta el punto de que, en último término, podría afirmarse que es ésta la temática de la novela. Por otro lado, y, aunque considero que este último título es algo aparte dentro de su producción, por el empleo de la farsa y la escatología, hay suficiente elementos en su vasta obra anterior para que estos recursos no generen sorpresa en un lector atento. Luis Mateo Díez comenzó su obra literaria dentro de la poesía, perteneció, junto con Agustín Delgado, Ángel Fierro y Antonio Llamas, al grupo Claraboya. Sus poemas fueron reunidos en 1972 en el libro Señales de humo, que yo leí muchos años más tarde.
No así su obra narrativa. Sigo con atención ésta desde que Manuel Cerezales publicó en Novelas y Cuentos, en 1973, Memorial de hierbas, libro que fue finalista del Premio Novelas y Cuentos en 1972, donde nos encontramos con un temprano Luis Mateo Díez con ciertas características narrativas que nunca abandonará en sus libros posteriores, en relatos como «El difunto Ezequiel Montes», «Los grajos del sochantre», «El asunto del inspector Lasser» o «Los temores ocultos», por ejemplo. Diez años después, apareció la que puede considerarse la primera obra en que Luis Mateo Díez inicia su carrera literaria, Las Estaciones Provinciales, que editó Jaime Salinas en una colección dedicada a nuevos narradores, en la que también se publicó La novela de Andrés Choz, de José María Merino. Estamos en 1982 y no es baladí aludir a la correspondencia entre el año en que surgió esta colección y la llegada al poder del Partido Socialista Obrero Español (PSOE), encabezado por Felipe González. Se abrió entonces una nueva etapa de modernización y renovación de estructuras sociales y económicas que se notó, asimismo, en la producción artística. Se ha dicho que la llamada movida madrileña, que tuvo mucho de espontáneo, fue dirigida luego con acierto por ciertos responsables de la Administración para dar una imagen de transformación de la vida española de cara al exterior. Desde luego, y espero no caer en sociologismos, en lo concerniente a la narrativa, se nota en esa década una renovación que dio lugar a la aparición —o cierta consolidación de autores que ya habían publicado antes, caso de Eduardo Mendoza— de escritores que cambian la visión que hasta entonces se tenía de la literatura producida en nuestro país. Se ha hablado por parte de ciertos críticos incluso de literatura socialdemócrata, lo que a todas luces es equivocado, pues encasilla a multitud de autores con una marcada personalidad en un reduccionismo de corte ideológico. Sucede, y eso sí es verdad, que aquella generación coincidió por edad y ganas de renovación con la de la política reunida en torno al PSOE, mejor dicho, eran la misma generación actuando en distintas ramas: literatura, cine, arte, periodismo, política…; y, si bien es cierto que la «nueva narrativa española» tiene entre los críticos una fecha convencional de inicio, la publicación en abril de 1975 de La verdad sobre el caso Savolta, de Eduardo Mendoza, pocos meses antes de la muerte de Franco, no es menos cierto que la consolidación de esa narrativa se produce, en gran parte, en los años de mandato de Felipe González. Ni que decir tiene que es en ese periodo cuando Luis Mateo Díez, junto con muchos otros, se constituye en uno de los grandes novelistas y hacedores de relatos de esa corriente llamada «nueva narrativa», de la que desconfío haya existido alguna vez como generación literaria de planteamientos estéticos similares.
Estamos, pues, en Las Estaciones Provinciales. A partir de aquí se desarrolla una enorme obra narrativa que comprende casi cuarenta novelas, algo inusual en la producción generacional, que tiende, a pesar de las presiones del mercado, a realizar una obra no tan prolífica, y más propio de otras épocas anteriores, entre las que se encuentran narraciones fundamentales como La fuente de la edad, Brasas de agosto, Las horas completas, El expediente del náufrago, Camino de perdición, El espíritu del páramo, novela de 1996 que representa un cambio del modo de enfrentar el hecho literario en su obra, la creación, así, de un territorio mítico, Celama, donde Luis Mateo Díez se encuentra mucho más a gusto que en la descripción de un determinado entorno concreto del noroeste español para la recreación de su muy personal mundo literario, poblado de numerosos fantasmas de corte expresionista y que, por otro lado, representa un modo distinto de mirar y enfrentarse a la conformación de una Castilla que, desde el 98, está plena de retórica metafísica y que ya Miguel Delibes desmitificó en su obra, aunque de manera insistentemente realista. Hizo falta que autores como Luis Mateo Díez o José María Merino renovaran esa óptica realista del novelista vallisoletano y ofrecieran otras alternativas: la inmersión en el mundo mítico, en el caso de Merino, y la mirada marcadamente expresionista, en el de Luis Mateo Díez, que crea, así, un elenco de personajes literarios difícilmente olvidables.
Después de La soledad de los perdidos, Los desayunos del Café Borenes y, sobre todo, Vicisitudes, que comprende ochenta y cinco cuentos unidos entre ellos por una inquietante coherencia vital, aparece este El hijo de las cosas, novela que es una farsa expresionista en la mejor tradición española, desde Quevedo a Valle-Inclán, Ramón Gómez de la Serna, Enrique Jardiel Poncela, las astracanadas de Pedro Muñoz Seca y Camilo José Cela, pero donde el elemento de brocha gorda, que en Quevedo y Cela, por ejemplo, llega a cotas de elevada trascendencia, hasta constituir un determinado modo de entender la condición humana, no tanto en Valle-Inclán, que expande su estética hacia una mayor comprensión de esa condición, desaparece para ahondar en una tradición humanística que nos llevaría a Cervantes, desde luego, con un sentido del humor que prendería en la novela inglesa, no en la española, más dada a la farsa quevedesca, y que en Galdós adquiere una elevada dimensión, debido a su intención de dar cuenta de todos los elementos humanos que constituían la sociedad española de su tiempo. Dicho de otro modo, la novela realista del xix tiende a la comprensión cervantina y rechaza, por principio, la farsa quevedesca, que se muestra incapaz de describir esa pretendida totalidad.
Pues bien, El hijo de las cosas es novela acentuadamente expresionista, pero que atiende a la condición realista de la descripción de las cosas y de los hombres; en una entrevista relativamente reciente que realicé a Luis Mateo Díez, me dijo: «Al final, el realismo es, si lo entendemos sin anteojeras, la totalidad». Sucede que Luis Mateo Díez quiere que ese modo de mirar expresionista represente de manera más precisa la realidad que otros apegos más dados en nuestra tradición, que tiende al costumbrismo de mala manera. Lo ha hecho en casi todas sus novelas, salvo en las primeras, más acordes con la tradición de la narrativa italiana de 1950 y su monocorde aliento neorrealista, y, sobre todo, en las últimas, donde el tono expresionista casi alcanza el modo onírico de encarar el mundo. Las últimas novelas de nuestro escritor tienden a expresar la realidad tal y como se nos presenta, sesgada, oblicua y ante todo, ambigua, en especial, esta última…
De ahí que la lectura de El hijo de las cosas me haya procurado momentos de gozosa lectura y, de paso, haya constituido una sorpresa, pues aquí Luis Mateo Díez se hace más explícito en cuestiones que tienen que ver con el erotismo. La novela es una narración regida por los fluidos corporales, que todo lo dominan: «Lamo Beraza se llevó la mano a la pelusilla de la cabeza, al tiempo que ajustaba el desmadejado cuerpo al sillón y buscaba en la mesa el bolígrafo con el que había dibujado en la cabecera del expediente el falo que goteaba»; o «Dejó la pierna ortopédica sobre la mesa», mientras continúa: «Me quité la nueva, ése era el orden establecido, pero antes de ajustar la vieja, la recambiada, comprobé el contenido, el sobre que en ella debía transportar con el dinero del rescate […]. El ardid de las piernas no es la primera vez que se usa […]. Dinero o estupefacientes, también joyas o algunas veces lencería, cuando el cojo tiene el muñón rijoso».
Las relaciones extrañas que las hermanas Corada, Mila y Fruela mantienen con su hermano, Cano, que es un calavera de esos de antes; un juez; Beraza, que parece sacado de un cuento de Chéjov, si no fuese tan hispano; un farmacéutico que se amanceba con su ayudante, Batista, por despecho amoroso con Fruela; un elenco de tahúres, funambulistas, psiquiatras locos… Son éstos algunos de los personajes que pueblan esta divertida novela, que, a pesar de tan elevados personajes, es un decir, deja al lector, finalmente, con la sensación de haber comprendido mejor la quebrada condición humana.
El hijo de las cosas, deudora también de cierta tradición conceptista española —Góngora se hallaría aquí representado de manera sobresaliente—, tiende a la metáfora brillante, a la imagen rutilante para dotar de mayor expresividad las distintas situaciones que nos presenta la novela. No es de extrañar que nos topemos con frases así: «El hombre cerró el ojo bueno e hizo un movimiento de ajuste en el de cristal que, sin embargo, Mila percibió como un guiño comprensivo»; «Mi mayor truco es hacerme desaparecer a mí mismo, cuando el escenario arde en luminarias y, tras un apagón, comprobar que estoy subido en la lámpara del techo, entre las lágrimas de cristal y los colgantes de pedrería. Octavio Gamilla en las nubes de Ícaro y Talía»…
No sorprende, por tanto, esa correspondencia con el desajuste entre vida y sentimiento de que hablaba el Pasenow de Hermann Broch. En este circo carnavalesco que describe Luis Mateo Díez, la vida fluye siempre por delante de los sentimientos, que suelen ser miserables y dados al envilecimiento por medios curiosos, como el que realiza cierta cofradía que le da al gas para colocarse de forma debida. En cierto sentido, esta novela representa el estilo de marcada madurez de un escritor de enorme creatividad.