Roger Bartra
Melancolía y cultura: Las enfermedades del alma en la España del Siglo de Oro
Anagrama
317 páginas
POR MICHELLE ROCHE RODRÍGUEZ

Corren tiempos propicios para la melancolía: vivimos presos de miedos irracionales, lamentamos el pasado perdido y nos angustia el futuro incierto. Sin embargo, el tedio por la vida manifiesto en el delirio furioso de quienes protestan en las calles o en la tristeza sosegada de aquellos aislados en sus casas no comenzó cuando la Organización Mundial de la Salud declaró al Covid 19 una emergencia sanitaria ni meses después, cuando decretó la pandemia. La historia del abatimiento es tan antigua como el humanismo. El antropólogo Roger Bartra (Ciudad de México, 1942) recorre tan lejano pasado en Melancolía y cultura: Las enfermedades del alma en la España del Siglo de Oro (2021) para explicar cómo durante la época de Lope de Vega, Tirso de Molina y Miguel de Cervantes se construyó el mito de la melancolía, cuya influencia se extiende hasta el presente. Sus conclusiones permiten ver a la tristeza menos como una patología contemporánea que como una herramienta de la identidad española para aceptar el paso del tiempo y la condición mortal de los seres humanos.

El origen de nuestras nociones sobre la melancolía se encuentra en la tradición hipocrática de los humores -enriquecida con la sabiduría de musulmanes y hebreos- según la cual las enfermedades resultan de un desequilibro entre los cuatro fluidos constitutivos del cuerpo humano: sangre, flema, bilis amarilla o bilis negra. En esa estructura, el temperamento de la gente triste correspondía al exceso de bilis negra. Hoy, tales ideas causan risa, pero el punto enfatizado por Bartra es que, con todo y su precaria conexión a la realidad, la teoría humoral sigue vigente como metáfora líquida de la tristeza. Recuerda que Sigmund Freud, en el Manuscrito G (1895) explica la melancolía como desviaciones e inhibiciones de flujos de tensión sexual, «extraños procesos que tienen una realidad tan metafórica como los cuatro humores clásicos». Otro ejemplo es Galen’s Prophesy. Temperament in Human Nature [La profecía de Galeno: Los temperamentos en la naturaleza humana] publicado en 1994 por Jerome Kagan de la Universidad de Harvard. El autor fallecido el 10 de mayo del 2021 compara en ese libro la teoría humoral con las especulaciones de los psiquiatras sobre la posibilidad de que la esquizofrenia pueda explicarse como un exceso de dopamina y la depresión como una falta de norepinefrina.

Para Aristóteles, la melancolía se encontraba entre las características de las personas excepcionales. A esto se refiere en el Problema XXX, obra que Acantilado publicó en 2007, traducida por C. Serna, con el título El hombre de genio y la melancolía. No es seguro ni interesa aquí si el autor del texto fue el filósofo griego o uno de sus seguidores de la escuela peripatética, lo importante es establecerlo como el punto de partida, en el siglo III a. C, de aquello identificado por Bartra como «el mito de la melancolía»: una estructura simbólica capaz de perdurar en el tiempo, con inmenso poder metafórico para explicar el dolor y enlazar las explicaciones científicas con las cotidianas.

«Lo que vuelve fascinante el caso de la melancolía es su doble condición: además de contener la estructura simbólica de un mito, se refiere también a las consecuencias trágicas de la soledad, la incomunicación y la angustia ocasionadas por la siempre renovada diversificación de las experiencias humanas», escribe Bartra: «La melancolía se convierte en una red mediadora que comunica entre sí a seres que sufren o intentan comprender la soledad y el asilamiento, la incomprensión y la dislocación, la transición y la separación». En la melancolía, la humanidad codifica todo su sufrimiento.

Como en tiempos de Aristóteles, el Renacimiento identificó la condición melancólica con el estado reflexivo sobre el cual se levanta el humanismo. La idea llegó hasta el siglo XIX, cuando el Romanticismo construyó el contraste entre el sabio del recogimiento y el delirante genio creativo, una reinterpretación de la dicotomía barroca entre melancolía y frenesía. Hacia 1880, la histeria y otras enfermedades de los nervios como la neurastenia ya eran males psiquiátricos. Para la década siguiente, Freud comenzó a sentar las bases de sus principales teorías sobre el inconsciente y la represión. El psicoanálisis nació en un contexto que privilegió la interpretación de la tristeza como patología. Bartra no la considera una enfermedad, sino una condición de la existencia; por eso, en Melancolía y cultura no solo estudia cómo se representa en las obras del barroco español, sino por qué su mito es el eje cultural del Siglo de Oro. «El modelo de la melancolía», escribe: «fue un conjunto estructurado de reglas y conceptos que explicaban los fenómenos morbosos y permitía la amplia comunicación entre todos aquellos interesados en el funcionamiento del cuerpo humano. Pero su correspondencia con la realidad es precaria, en el mejor de los casos, y nula la mayor parte de las ocasiones».

La falta de conexión con la realidad no fue obstáculo para el desarrollo de una enorme estructura cultural asociada a la melancolía durante el Barroco. No se debe esto solo a la vigencia de la teoría humoral, sino también a la cosmovisión católica imperante. Aquella mentalidad y el poder político de la Iglesia romana perpetuaron las interpretaciones negativas de la tristeza provenientes de las supersticiones de la Edad Media. En consecuencia, la melancolía era considerada una enfermedad del alma asociada a la acedia o a su contrario, la frenesía, así como también al aburrimiento y al morbo erótico; pecados a los cuales es menos propenso alguien cualquiera del pueblo que individuos excepcionales como monjes, nobles o enamorados. Un caso especial es el de la tristeza atribuida a los judeoconversos, aquejados por la nostalgia de la religión que abandonaron y el acoso de la Inquisición.

Las fuentes intelectuales desde las cuales el cristianismo asimiló el mito melancólico provienen de los opuestos de la demonología y el misticismo. La intensa lucha entre el bien y el mal librada en cada alma predisponía a los adoradores de los placeres mundanos -incluso a esos que lo hacían en silencio- a la posesión demoníaca; así emergió como un aspecto de melancolía, el arrebato furioso llamado frenesía. Mas, en tiempos de férrea moral católica, no solo los apasionados estaban a merced del pecado. Dentro de los monasterios era fundamental la lucha contra la terrible parálisis anímica que con frecuencia acompaña la contemplación, como advierten las obras de san Juan de la Cruz y santa Teresa de Jesús. Se trata de la acedia, un lejano antecedente al pecado capital de la pereza.

El religioso mercedario Tirso de Molina ofrece un ejemplo de cómo la vida en la corte aburre y entristece en El melancólico (1611), comedia donde tomó como modelo a Felipe II, apodado «el rey melancólico» pues pasó su última década de vida postrado en una cama en el palacio de El Escorial. Y, en El Príncipe Melancólico (circa 1590), Lope de Vega se refiere al tema en el contexto de los enredos cortesanos habituales en sus obras. Incluso La Celestina (1499) podría estudiarse desde su tratamiento de la melancolía. Bartra explica que en tiempos de los Reyes Católicos se creía que el exceso de bilis negra predisponía a la obsesión con el sexo. Como la alcahueta de Calisto y Melibea creada por Fernando de Rojas, la cura propuesta para el morbo erótico desafiaba la moral conservadora. «Desde antiguo, uno de los remedios contra la melancolía erótica que recomendaban los médicos fue el coito que permitía expulsar los humores excedentes, [y] eliminar ideas fijas», escribe Bartra. La misma receta contra el morbo erótico prescribe el médico y sacerdote italiano Marcilio Fiscinio en su obra Sobre el amor (1452).

El personaje que mejor sintetiza a cabalidad cómo España eleva a lo más alto el mito melancólico es el Caballero de la Triste Figura. Don Quijote de la Mancha es una afirmación de libertad, un punto de inflexión en el mito por representar a la vez tiempo locura y salud, así como «un modo de ser moderno imitando -e incluso criticando- a los antiguos». El libro de Bartra recuerda que aun desde la parodia, Miguel de Cervantes muestra en la congoja de Alonso Quijano y en los delirios del Quijote nuestra capacidad para arrojar una mirada esperanzadora sobre el mundo. Y en ese gesto convierte en alegría a la tristeza.