POR EDUARDO MITRE

Es bien sabido que la narración del proceso de escritura de una obra literaria puede ser tan apasionante como fue el escribirla. Así lo experimenté hace ya tiempo con dos poemas míos: «El peregrino y la ausencia», que dio lugar a «Cuento de un canto», y, años más tarde, con «Carta a la inolvidable», al cual siguió «Itinerario y correspondencias de una carta», una narración puntual de los pasos dados o seguidos en el camino de su escritura. Lo que sigue es una descripción del modo y las circunstancias en que escribí algunos otros poemas. Empiezo esta suerte de memorias, pues comportan varios datos autobiográficos, con la de un poema titulado «La silla», perteneciente a mi libro Mirabilia (1979), el cual, junto a otros, da pie a una breve reflexión sobre la relación entre poesía y realidad.

En 1974, cuando cursaba un doctorado en Literatura Latinoamericana en la Universidad de Pittsburgh, decidí viajar a Cochabamba para visitar a mis padres después de cinco años de ausencia. Una noche de julio, ya entrado el invierno con cielo límpido, la escritora y amiga Giancarla Quiroga Zabalaga me invitó a una sesión de espiritismo oficiada por una médium beniana, en una casa situada a tres calles de la mía. Acepté con la curiosidad escéptica con que a menudo escuchaba relatos sobre reuniones de esa índole.

Alta, guapa, de complexión robusta, con una voz flexible como hecha para cobijar otras voces en las cuales transmutaba la suya, la médium, Nancy de Corrales, nos sentó a una mesa ovalada, medianamente iluminada por algunas velas. A su izquierda, se encontraba una silla vacía. Iniciada la ceremonia, Juan Coronel, un excondiscípulo de la Facultad de Derecho de la Universidad Mayor de San Simón, entonces miembro del Partido Comunista de Bolivia, pidió a la médium que convocara a su padre fallecido pocos días antes. Lamentablemente, según ésta, el padre no podía hacerse presente. Pero si lo hizo José Gamarra: un joven estudiante de Arquitectura de la misma universidad, asesinado por el grupo guerrillero del llamado Ejército de Liberación Nacional. Enseguida, la silla vacante, próxima a la clarividente, empezó a corcovear o cocear de manera frenética. No hubo tiempo de agacharse para sorprender a quien presumiblemente debajo de la mesa manipulaba tan chúcaro comportamiento ni de separar nuestras manos unidas por los dedos meñique y pulgar, porque la voz de la médium, ya totalmente masculina, era, ante nuestro estupor, la voz misma de Pepe Gamarra.

Estas y otras impresiones de esa estancia pasaron sin que hubiera yo escrito una línea ni sentido la necesidad de hacerlo. Mes y medio después ya de regreso en Pittsburgh, en mi cuarto de estudiante, un amanecer, semidespierto, reconocía la silla de mi cuarto encapuchada con la camisa que colgué en su respaldo la noche anterior. Al día siguiente, por la tarde, un viento recio entró por la ventana produciendo un revuelo de hojas de papel bond que había dejado sobre ella. Entonces, de un solo tirón, escribí ese breve poema que enlaza distintas percepciones o imágenes de la silla en distintos espacios y tiempos: la que a lo largo de las paredes del hall de la casa sostuvo a los deudos en los velorios a la muerte del abuelo y de tío Carlos y la que sobrevolaba los hombros de los participantes en las fiestas realizadas en el mismo hall de la casa. Y lo que son las cosas: cuarenta años después, en 2015, al despertar en Manhattan, tras una nueva mudanza, en un apartamento recién alquilado en la calle 34, escribí en tercera persona, pues tal era el sentimiento de extrañeza al abrir los ojos en otro sitio, un poema titulado «Aún», publicado poco después por Cuadernos Hispanoamericanos. Dicen dos de sus versos: «En el espaldar de la silla / advierte el cuello gris de su camisa».

«La silla» fue, asimismo, la piedra de toque para la escritura de otros poemas que conforman «Celebraciones», el primer ciclo del libro. En efecto, un verso referido a la mesa sienta la diferencia entre las dos: la mesa, mansa como la oveja, «no se encabrita como la silla que a veces cocea», imagen esta que proviene, sin duda, de aquella sesión espiritista. Los poemas se sucedieron como si uno convocara al otro, estableciendo, para decirlo con Gonzalo Rojas, el «largo parentesco entre las cosas», aun en las diferencias. Sin embargo, advierto ahora que algunos se hallan signados más bien por la nostalgia; así el de la mesa, que concluye: «Crecer fue faltar poco a poco a la mesa. / Y se fue como un astro apagando la mesa». Tengo para mí que esos poemas fueron la manera de restituir el ámbito y las presencias familiares que ya no encontré en ese breve retorno, pues la mesa a la que me sentaba mostraba sillas vacantes y a mis padres melancólicos y taciturnos, visiblemente afectados por las sucesivas migraciones de sus hijos al extranjero. Esos poemas son evocaciones y, al mismo tiempo, convocaciones: la escritura poética o literaria ¿no es acaso una solitaria sesión espiritista en la cual, mediante la escritura (esa otra médium) se convoca al presente a personas y cosas del pasado reciente o lejano?

Sin embargo, como el oficio espiritista, el poema siembra dudas: ¿es real lo sucedido o lo escrito? ¿La voz transfigurada de la médium era la de Pepe Gamarra? El poema de la silla afirma: «Tarántula erguida en la penumbra la silla», pero luego otro declara el mentís a esa metáfora que opera esa identificación: «Aun en la sombra, la silla no es una tarántula. / Perdona, silla; tarántula, perdona». De ahí, tal vez, la necesidad de sentar una certeza incuestionable, una realidad objetiva y pragmática, sin metáforas, «La silla sostiene al que escribe estas líneas», verso que en este instante es un hecho tan real como lo fue entonces. Pero aun así la silla no es el poema ni a la inversa, como literalmente lo establece este caligrama que la figura:

Antes de referirme a otras de mis composiciones de esa modalidad, me pregunto aquí por qué la poesía espacial no me tentó antes, pues ya en mis años de estudiante en la Facultad Derecho me eran familiares las obras tanto de Apollinaire como de Huidobro. El autor de Altazor es el primer autor de la vanguardia latinoamericana que leí asiduamente (después de Neruda, claro) allí por los sesenta, y sus caligramas, en su mayor parte geométricos, me asombraron, al igual que su tejido metafórico, que posteriormente analizaría en mi libro dedicado al poeta. La pregunta se agrava con otra consideración: pese a haber escrito varios poemas inspirados en la pintura (el Greco, Van Gogh, Rothko), debo reconocer que nunca tuve talento para las artes plásticas. Recuerdo avergonzado una clase de dibujo en la que el profesor Daniel Peña puso al frente, sobre la mesa, una vasija que había que reproducir: era el examen final. Una mirada de asombro, seguido de un gesto de reprobación, se dibujaron en el rostro del profesor tras recoger y ver mi trabajo: una gavilla de trazos borroneados. Por suerte, el examen de desquite en diciembre fue oral.

Sospecho que la respuesta a la pregunta que arriba me planteo se encuentra en otro poeta: José Juan Tablada, cuyo libro Li Po y otros poemas (1920) conocí verdaderamente en la Universidad de Pittsburgh, durante las clases de Guillermo Sucre, en la hermosa edición de las obras completas de Tablada, editadas por la Universidad Nacional Autónoma de México. Los ideogramas del poeta mexicano me fascinaron, especialmente «Oiseau», el dibujo de las huellas de un pájaro en la arena o la nieve y en una inscripción en francés a manera de letrero explicativo: «Voici ses petites pattes / le chant s’est envolé…». Y me siguen fascinando tanto por la sencillez con que aprehenden y expresan lo real como por el candor expansivo que emanan. No menos admirable encuentro el virtuosismo caligráfico en el poema que da título al libro, en el cual, entre otras cosas, el poeta dibuja con palabras un «rumoroso bosque de bambúes», los ojos de un búho y de un sapo con las oes agrandadas, tan expresivas como la sonoridad de esa letra. En su lectura a media o alta voz, cada configuración de ese poema hecho de poemas —feliz fusión de modernismo y vanguardia— se desliza de tal modo que ritmo y grafía, música y dibujo se enlazan impecablemente para la delectación auditiva y visual del lector.

En mi caso, salvo el ideograma del pez en Morada, trazado o dibujado a mano, es decir, caligráficamente, es una excepción, pues compuse todos los otros en una máquina de escribir, entre 1974 y 1978, entre Pittsburgh y Nueva York. La figuración de la ciudad contemplada desde una colina no fue muy laboriosa. Lo que fue una proeza es la composición del ideograma del mar y las gaviotas que vi en una de las playas de Coney Island durante una de las visitas a mi hermano Antonio que residía en Manhattan, terminando su doctorado en la Universidad de Columbia. En esa bandada de gaviotas intuí luego la disponibilidad de la palabra «mar» para, repetida, figurar una gaviota con la eme y la erre sugiriendo sus alas y, un poco debajo, la a representando la cabecita y el cuello. Así: