Rodrigo Rey Rosa
Carta de un ateo guatemalteco al Santo Padre
Alfaguara, Madrid, 2020
192 páginas, 18.90 €
POR CRISTIAN CRUSAT

 

Considerada su trayectoria en retrospectiva, asombra el magistral dominio exhibido por el guatemalteco Rodrigo Rey Rosa (1958) desde los inicios, cuando su estilo ya se caracterizaba por una feliz combinación de sequedad y lirismo, atmósferas enrarecidas u oníricas, violencia soterrada, calculadas imprecisiones y, asimismo, abruptos desembragues diegéticos que sus lectores pronto asociaron al influjo de la tradición oral, en especial de la indígena guatemalteca y de la magrebí, tanto de raigambre arabo-musulmana como bereber o amazigh. Tómese el ejemplo del primer relato de su primer libro, El cuchillo del mendigo, de 1985. Se titula «La entrega», ocupa cinco páginas y ya condensa las mayores virtudes del autor. Guiada por una lacónica conciencia, la narración discurre de manera impresionista entre gestos cargados de simbolismo, sutiles alteraciones del medio físico, llamadas telefónicas huecas y vagas interlocuciones que resuenan como acertijos proféticos. Cada impresión se adhiere a una sensibilidad semialucinada por las amenazas que emanan de una realidad desfigurada a causa de la corrupción más brutal. «La entrega» es, en definitiva, un texto memorable, al igual que varios de sus cuentos y novelas cortas, que figuran entre lo mejor y más valioso de la narrativa en español entre los siglos xx y xxi.

Resulta consabido que la escritura de Rey Rosa se vinculó de manera decisiva a la de Paul Bowles, aunque este hecho no debería bastar, ni por asomo, para esclarecer el magnetismo que producen sus historias o los hallazgos de una prosa certera y siempre atenta a las conmociones experimentadas por sus personajes. Es cierto que, a comienzos de la década de 1980, Rey Rosa llegó a Tánger para asistir a un curso de escritura impartido por Bowles. Sin embargo, como ha reconocido Rey Rosa, las clases adquirieron muy pronto un carácter personal y muy informal, pues a Bowles no lo movía ningún ánimo pedagógico, sino la mera necesidad económica. En lo esencial, Bowles proponía a los alumnos que lo visitaran en su casa, en el célebre edificio Itesa, y allí charlaban, tomaban té y, si acaso, el autor de El cielo protector opinaba sobre los manuscritos de aquellos jóvenes. También los alentaba a viajar por el país, para lo cual ofrecía siempre expertas recomendaciones. Un día, Bowles se vio en la necesidad de enviar una colaboración a una editorial de Estados Unidos y pidió permiso a Rey Rosa para enviar a Nueva York la traducción al inglés de uno de sus relatos. Con el correr del tiempo, acabó traduciendo los tres primeros libros de Rey Rosa y, sin duda, favoreciendo el despliegue internacional de la literatura del autor centroamericano.

Este breve excurso aspira, de paso, a negar la recurrente e inexacta imagen que se fue forjando alrededor de Bowles, a menudo considerado un dandy ocioso e indolente, el perfecto anfitrión de los poetas beat que cruzaron el estrecho de Gibraltar, un escritor tendido al despiadado sol marroquí —la boquilla lánguida y humeante entre los finos dedos de su mano izquierda—. La relación que mantuvo con Rey Rosa, en cambio, abunda en la verdadera faceta que la cultura popular suele omitir: la de un infatigable autor que, además de publicar cuentos, novelas y poemas, no paraba de traducir, de escribir crónicas, ensayos, comentarios y artículos de todo tipo. Pero es que, además, suele obviarse su fundamental y riguroso trabajo como compositor y etnomusicólogo, ya que gracias a Bowles se ha conservado una parte esencial de la memoria musical tradicional de Marruecos. Fue, sin duda, un crítico cultural de primer orden.

Esa forma tan singular de Bowles de relacionarse con su entorno y una moral ajena (su ejemplo, en resumidas cuentas) parece haber impregnado el universo literario de Rey Rosa, cuyos libros representan con naturalidad escenarios disímiles y culturas lejanas, así como personajes complejos, ambiguos, éticamente sombríos y a menudo localizados en territorios foráneos o a caballo entre distintas sociedades: la guatemalteca, la estadounidense, la marroquí, la india… Huidiza y nómada, como muchos de sus personajes, la propia figura de Rodrigo Rey Rosa —en este aspecto semejante a la de Roberto Bolaño— se opone al tipo de escritor latinoamericano de generaciones anteriores como la del boom. Sus personajes no suelen ser exiliados en sentido estricto. Tampoco, cosmopolitas. Más bien se trata de ciudadanos integrados en un mundo global donde la mayoría de los ciudadanos acaban sintiéndose extranjeros o intrusos en sus propias vidas. Es evidente que la mirada de Rey Rosa se asienta sobre las instancias críticas postnacional y postcolonial, razón por la que sus historias problematizan el legado del colonialismo y de los patrones ideológicos que han convertido países como Guatemala en un incesante torbellino de conflictos. Al cabo, resulta lógico que sus ficciones se abran «hacia una poética trasnacional del extrañamiento y el desarraigo» (Gustavo Guerrero).

Por este mismo motivo, cuando los libros de Rey Rosa se alejan de su país de origen y se emplazan en Nueva York (en los cuentos de Ningún lugar sagrado, de 1998), Tánger (en la novela La orilla africana, de 1999) o Travancore (en El tren a Travancore, de 2001), subyace una idéntica actitud crítica trasnacional, la cual consiste en revolver las lógicas geopolíticas y culturales que se agazapan en la mente de los lectores tras el marbete de «literatura guatemalteca». Estableciendo nuevas alteridades, modificando las coordenadas del mapa de expectativas e intereses, el diálogo sobre el lugar que ocupa la literatura latinoamericana se enriquece sobremanera, así como la transitividad de los personajes y las posibilidades de los argumentos de sus ficciones. Sin ir más lejos, cuando Rey Rosa decidió trasladar a Nueva York, en los cuentos de Ningún lugar sagrado, la poética fundamentalmente urbana y noir con la que había encarado la agitada realidad centroamericana (como en el referido «La entrega», que relata el final de un secuestro) corría el riesgo, como dijo Ignacio Echevarría, «de exponer su estilo a la evidencia de sus fuentes, vulgarizando sus efectos». Lejos de esto, Ningún lugar sagrado constituye a la postre un estimulante volumen de relatos e incluye algunas de sus mejores narraciones, especialmente «La niña que no tuve», una brevísima y sobrecogedora historia de infancia y muerte que, aparte de un diálogo turbador, regala al lector una lúcida reflexión sobre la particular manera que tienen las enfermedades de medir el paso del tiempo. Inolvidable.

Pese a esta permanente imbricación de tramas y subtramas europeas, magrebíes o estadounidenses en los textos de Rey Rosa, Guatemala se alzó desde el principio como el eje principal y vertebrador de toda su narrativa. Entre «La entrega» y la reciente Carta de un ateo guatemalteco al Santo Padre han transcurrido treinta y cinco años, durante los cuales Rodrigo Rey Rosa ha persistido en el examen de un país marcado por las consecuencias de una guerra civil que se extendió durante más de tres décadas y que fue arrollado por el frenético vaivén de tensiones que la Guerra Fría produjo en Latinoamérica, entre ellas las sucesivas readaptaciones de la vieja Doctrina Monroe.

No sorprende que se sucedan desapariciones y búsquedas en los primeros cuentos de El cuchillo del mendigo (1985), secuestros y torturas en la novela El cojo bueno (1995), lobotomías en un campo de concentración en mitad de la selva en Cárcel de árboles (1992) o distintas variantes de la rapiña social en Lo que soñó Sebastián (1994). Otras novelas cortas como Que me maten si… (1996), Piedras encantadas (2001) y Caballeriza (2006) participan también de este tumultuoso marco político, y fueron reunidas junto a El cojo bueno en el volumen Imitación de Guatemala (2013), una tetralogía que se interna en los siniestros bastidores de la sociedad guatemalteca. Poco a poco, las contraseñas borgeanas fueron atenuándose en la narrativa de Rey Rosa y sus historias, en consecuencia, redujeron su hermetismo exoticoide; el seco y alucinado conductismo onírico dio paso a descripciones psicologistas, documentos y archivos, esporádicos elementos de humor y diálogos mucho más elaborados. Así, por ejemplo, en El material humano (2009), una estupenda novela mediante la que Rey Rosa penetró con enorme mérito literario en el archivo del horror oculto en un viejo edificio de la policía nacional guatemalteca. Capítulo a capítulo, las visitas a aquel ingente archivo se convierten en la más atroz expresión de la crueldad de los despiadados regímenes dictatoriales latinoamericanos. Simultáneamente, el archivo de El material humano le permite al autor representar la ansiedad colectiva y el trauma nacional a partir del historial de las propias víctimas, con lo que ensaya una eficaz contribución a la memoria histórica de Guatemala, en particular por lo que se refiere a la dizque identidad nacional, ya que cobra una notable relevancia el sádico destino que se le reservó a las sociedades indígenas durante el conflicto (recuérdese la polémica sentencia condenatoria por genocidio que la Corte de Guatemala ordenó en 2013 para Ríos Montt, un dictador especialmente cruel con la etnia maya ixil).

Este aspecto ha sido una constante en la trayectoria de Rey Rosa, no sólo por su interés por las narraciones orales de diferentes culturas indígenas de Guatemala, sino también mediante el decisivo impulso que representó la creación del Premio de Literatura Indígena B’atz’, establecido por iniciativa de Rey Rosa cuando, tras ser galardonado con el Premio Nacional de Literatura de Guatemala en 2004, decidió invertir el dinero que le correspondía en un nuevo premio de literatura para obras escritas en cualquiera de las lenguas mayas de Guatemala, o en garífuna y xinka. Las tensiones étnicas en Guatemala son evidentes y, aunque no suelen cobrar la dimensión del caso de la hondureña Berta Cáceres en 2016, a menudo los medios internacionales se hacen eco de los asesinatos de activistas indígenas guatemaltecos. En los últimos años, la situación de pueblos indígenas como el kaqchikel ha adquirido resonancia internacional, como cuando la fantástica película Ixcanul, de Jayro Bustamante, se alzó con el Oso de Plata del Festival de Cine de Berlín en 2015.

Precisamente la trama de Carta de un ateo guatemalteco al Santo Padre arranca a partir de unos sucesos ocurridos en un pueblo kaqchikel, una cultura arraigada en la parte occidental del actual territorio de Guatemala. En lo fundamental, su protagonista, Román Rodolfo Rovirosa, doctor en Religiones Comparadas, se ve envuelto en un oscuro episodio de expropiación de tierras mayas por parte de la Iglesia católica. Los incidentes que se sucederán resultan significativos por cuanto manifiestan las múltiples aristas que el problema étnico presenta en Guatemala, aunque también constatan los complejos procesos que, vinculados a la religión, tienen lugar hoy en día por todo el continente, desde el proverbial sincretismo religioso a las olas evangélicas que rivalizan con el catolicismo o con la Iglesia siro ortodoxa. Estos hechos son harto elocuentes en lo referente a las relaciones que el Estado mantiene con las comunidades indígenas, así como en lo que concierne a las notorias injerencias exteriores que sufren los países latinoamericanos. En una entrevista de 1999, ya lo consignaba el propio Rey Rosa: «Los indios han sido desposeídos de una naturaleza con la que mantenían una relación armónica, muy intensa. El progreso ha roto con eso. A su vez, y a efectos de combatir la influencia del catolicismo, muy comprometido con las reivindicaciones de los indígenas, Estados Unidos ha financiado la expansión del evangelismo, que mina las estructuras de poder y las formas tradicionales de la espiritualidad indígena, de corte animista. De la fractura de las formas de vida ancestrales surge la violencia como reacción».

Pero que nadie deduzca de lo anterior que las peripecias de Román Rodolfo Rovirosa se traducirán en Carta de un ateo guatemalteco al Santo Padre en una reafirmación del catolicismo como idóneo elemento de cohesión social en Guatemala. Enredado en estas cuestiones religiosas y otras de índole personal que irán apareciendo —en especial, el carácter de la relación que mantiene con su hijo—, Rovirosa se alzará como un apoteósico ejemplo de esos incómodos personajes guatemaltecos de Rey Rosa, tan refractarios a mostrar su compromiso moral e inclinados, por el contrario, a las ambigüedades y ciertas presunciones. No escasean los elementos de thriller y los pasajes oníricos que, en lugar de descifrar el sentido de los acontecimientos de la vigilia, los enturbian hasta volverlos casi fantásticos. No faltan tampoco la sombra de la violencia ni el funesto planeo del albatros de la amenaza permanente. En parte, como reza el último párrafo de su memorable relato «Cabaña», incluido en Lo que soñó Sebastián, este último libro de Rey Rosa confirma nuevamente que su literatura encierra en su impalpable envés una guía secreta para el mundo de los muertos. Y esto significa que lo único seguro es la necesidad de emprender un viaje al pasado y el silencio, a una extraña calma y la paz: «Alégrate del mal que no llegaste a hacer, y deja de estar alegre y date cuenta de que lo que te empuja es el azar, que cuando ibas en sentido inverso te pareció orden, o necesidad. Etcétera». De repente, como es ya habitual, suena el teléfono, un leve murmullo se insinúa, nadie nos desea buen viaje, y nos ponemos en marcha.