David Uclés
La península de las casas vacías
Siruela
700 páginas
Qué duda cabe de que La península de las casas vacías (2024) es una de las novelas españolas más singulares de lo que llevamos de siglo, aunque solo sea por cuestiones puramente extraliterarias. Lo es así por sus setecientas páginas y por venir firmada por un semidesconocido David Uclés (Úbeda, 1990), pero sobre todo lo es por atreverse a relatar nuestra todavía supurante Guerra Civil en clave de «realismo mágico» (sic). Qué osadía, dirán algunos, pero hay que tener en cuenta que los dos primeros destacados son anticomerciales. ¿Quién querría leer una novela tan larga escrita por un primerizo? Concedamos, sin embargo, que el aspecto «fantástico» de la propuesta sí podría resultar atractivo para casi cualquier lector, aunque solo fuera por la propensión de cada uno a ofenderse, asumiendo, claro está, que no es que sea exactamente original esta aproximación «deformada» a los conflictos bélicos, pues en este campo existen grandes obras literarias de referencia, como El tambor de hojalata (1959) de Günter Grass, Trampa 22 (1961) de Joseph Heller, El pájaro pintado (1965) de Jerzy Kosinski o Matadero cinco (1969) de Kurt Vonnegut, Jr., por citar unas cuantas, y si acaso apuntar que hasta en España ya se había transitado este mundo estético, aplicado también a la Guerra Civil, al menos en clave surrealista como en La novela del Indio Tupinamba (1959) de Eugenio F. Granell, o, más recientemente, por la vía de la ucronía, con La tierra que pisamos (2016) de Jesús Carrasco.
Si empezamos con estas cuitas es porque creemos vienen al caso, en tanto en cuanto la novela tiene un arranque, reconozcámoslo, poco prometedor, con un texto en cursiva que a nadie se le escapa describe la ensoñación de un miliciano, si bien al término de la cursiva se nos insiste en que «El miliciano andaluz está soñando». Gracias, Uclés, ya nos habíamos dado cuenta. Se echa entonces uno a temblar pensando en la cantidad de explicaciones innecesarias que le puedan quedar por delante, no siendo culpa esto del autor, que quede claro, sino de sus editores. Será esta una sensación que, por desgracia, nos acompañará durante buena parte de la lectura, cada vez que nos encontremos con ciertos diálogos torpones, con no pocas descripciones pobretonas… La malsana necesidad de querer corregir párrafos por aquí y por allá nos puede llevar a cierta desesperación inicial. La península de las casas vacías es, digámoslo ya, una novela tremendamente destartalada, y no solo por su condición de obra más o menos fragmentaria, de ahí que resulte importante destacar estos desajustes, pues una vez superados, esto es, una vez veamos que la prosa de Uclés coge ritmo y hondura, una vez comprendamos de qué va el puzle, y no digo ya una vez cerremos definitivamente la novela, nos embriagará una sensación de lo más inusual en los tiempos que corren: la de haber sido atravesados por una historia que vive y se crece entre sus imperfectas páginas.
Hartos estamos de leer novelas «redondas», de prosa esculpida, en las que todo está medido al milímetro y sin embargo, o quizás por ello, se encuentran muertas por dentro, carecen del más mínimo atisbo de vida literaria. Uclés viene así a reclamar aquí su derecho a hacer literatura desde abajo, a lo arte povera, y bien que lo hace, cual orfebre al que se le ha encargado amasar una historia heredada, con la que ha dado forma a esta obra milagrosa de firme andamiaje en cuyas juntas encontraremos, sí, algunos manchurrones, piezas mal cortadas, desperfectos varios, pero bienvenidos sean todos ellos si el resultado final, que es lo que importa en toda novela, resulta tan hermoso y esperanzador como el que aquí se nos regala.
Hablábamos de hacer literatura desde abajo y debe resaltarse el lugar desde el que escribe Uclés, esa Jándula ficticia, trasunto de Quesada, pueblecito jiennense del que procede toda su familia, cuyo legado aquí homenajea y de qué forma, dándole carta de naturaleza a numerosas rimas y leyendas, convirtiéndolo en un lugar mítico y mágico donde es posible disolverse en un riachuelo, quedar hibernado en una cueva o congelarse por completo al roce de una flor. La reivindicación de un lenguaje propio, atado a estas y otras costumbres, formará parte también del levantamiento de este lugar de ensueño. Todos los pasajes que allí transcurren son maravillosos, son lo mejor de la novela, uno no querría salir de Jándula, uno querría quedarse allí a vivir, a pesar de ciertas miserias, y es por esto que duele más si cabe ver cómo todo se derrumba a la altura de 1936. La Guerra Civil, sus prolegómenos, se nos comienzan a contar así desde aquel lugar aislado, desde lo pequeño, desde lo ajeno, desde el terruño, y la veremos ramificarse por España a medida que esta familia, tocada de lleno por el conflicto, por un conflicto que en principio ni les va ni les viene, pues no ha sido iniciado por ellos, se rompa en mil pedazos. Y así, a base de pedazos, de teselas, del presente y del futuro, del interior y del exterior, de lo anónimo y lo célebre, de la vida cotidiana y de la historia con mayúsculas, está construida La península de las casas vacías, como si fuera una obra cubista, como el mismísimo Guernica de Pablo Picasso, un cuadro al que Uclés otorga en su novela naturaleza realista y hasta aquí podemos contar.
Es este un juego peligroso al que Uclés juega sin embargo sin miedo, eso de introducir en su texto a personalidades reales y notables de aquel tiempo, de modo que por las páginas de La península de las casas vacías se pasean diversas celebridades (de Francisco Franco a Manuel Azaña, de José Antonio Primo de Rivera a Vicente Rojo, de Queipo de Llanos a Dionisio Ridruejo, de José Bergamín a Agustín de Foxá, de Victoria Kent a María Zambrano, de George Orwell a Robert Capa, de Gerda Taro a Maruja Mallo, de Miguel Hernández a Federico García Lorca…) haciendo o diciendo cosas insólitas, inclusive pelearse con el narrador, inclusive alternar con sus personajes de ficción, encuentros estos que no siempre funcionan todo lo bien que debieran, justo sea decirlo, no ya por falta de ingenio sino por lo delicado que suele ser dar voz y cuerpo a determinados nombres que forman ya parte de nuestro imaginario colectivo. Hay, sin duda, mucho de posmodernismo en la propuesta de Uclés (páginas con citas, diálogos casi teatrales, listas, tachaduras, partidas de ajedrez, páginas en blanco, páginas desencajadas…), pero también guiños a las nívolas de Unamuno, y, ya puestos, excusatio non petita, al Amanece, que no es poco (1989) de José Luis Cuerda, todo aderezado, cómo no, por ese sempiterno humor nuestro, que logra dar cohesión en última instancia a todas estas salidas del tiesto histórico.
Pero que la realidad se desmadre un poco (o mucho, según se mire) no implica que los hechos lo hagan y, si lo hacen (que lo hacen, para qué engañarnos), lo harán siempre bajo el manto de un inteligente pacto de ficción construido para la ocasión y que parte de una realidad insoslayable e innegablemente documentada. Así, en la novela de Uclés asistiremos a complots militares, quemas de iglesias, apoyos nazis, golpes de estado, matanzas indiscriminadas de prisioneros, guerrillas de desgaste, errores y aciertos tácticos, checas múltiples, violaciones, saqueos y requisamientos, tiros en la nuca, cunetas y paredones, exilios forzados, y un sinfín más de horrores no por conocidos menos desgarradores, aunque también asistiremos a importantes momentos de comunión vecinal, grandes gestos silenciados por la apisonadora de la historia o escritos si acaso con letra pequeña, que tratan de reconciliarnos con el españolito de a pie. Con todo, no parece que Uclés pretenda hacer «política» con su novela, en tanto que no tiene empacho en narrar episodios espeluznantes de uno u otro bando, toda vez que la historia que la vertebra está en realidad contada a ras de suelo, como apuntábamos, y dicho queda lo anterior sin que pueda achacársele al texto el menor atisbo de equidistancia, si bien parece claro que la noble idea de una guerra fraternal sobrevuela toda la gran historia que aquí se nos cuenta y a ella dedica, de hecho, los mejores esfuerzos literarios.
Resulta así del todo admirable la honesta ambición con la que Uclés ha construido La península de las casas vacías, el desparpajo con el que se ha enfrentado a cuestiones complejas y casi intocables de nuestra historia más reciente, mostrando un respeto enorme por las debilidades del espíritu sin dejar por ello de transmitir el gozo que le habrá supuesto inventar tantísimas injerencias históricas, que por un lado desmitifican y por otro allanan el camino para el acercamiento a su entendimiento más desprejuiciado, fuera del tabú que todavía existe sobre estos asuntos, en lo que claramente no es otra maldita novela sobre la Guerra Civil, sino en cambio la gran novela española de nuestro tiempo sobre tan delicado conflicto, o, al menos, la más libre y certera de todas.