Eloy Tizón
Plegaria para pirómanos
Páginas de Espuma
192 páginas
POR MARIO MARTÍN GIJÓN

Es bien sabido que a muchos editores españoles, cada vez más, les cuesta publicar libros de relatos, que apenas toleran como devaneo ocasional del narrador antes de volver a la fidelidad al género que vende: la novela. Quizás nos falte en este país un Borges, o un Cortázar, para recordar que cinco o diez páginas pueden concentrar toda la potencia emotiva y estética de una novela de varios cientos. En este panorama, el caso de Eloy Tizón (Madrid, 1964) es sin duda la excepción que confirma la regla, pues se trata de un escritor tanto de novelas como de libros de relatos, pero que es mucho más conocido por estos, sobre todo por sus antológicos Velocidad de los jardines (1992) y Técnicas de iluminación (2013).

Su último libro, Plegaria para pirómanos, recoge nueve narraciones de extensión variable (las hay de seis y de treinta páginas), la mayoría de las cuales tienen como hilo conductor la mirada de un personaje apodado Erizo y caracterizado, valga la redundancia, por sus escasas cualidades, o características. Convencido de que «vivir también es eso: vivir es no enterarse», es capaz sin embargo de las mayores pasiones, sea por la lectura del ficticio escritor maldito Xavier Serio, en «Grafía», o de imaginarse, en «El fango que suspira», con todos sus pormenores, en una rara mezcla alterna de crueldad y compasión, la vida de una anciana vecina, fallecida sin que nadie la echara en falta, lamentando «la locura de pretender que algún día la humanidad se sacuda de encima la indiferencia, igual que el león la melena». En medio de sus observaciones hay aforismos con valor de máximas: «El miedo tiene una ventaja sobre el valor: que siempre es sincero».

Guionista improbable o empleado de la «Banca Becerra», reportero gráfico o parado de larga duración, Erizo confiesa, en el titulado «Agudeza», tener «un grifo mental que no se cierra nunca», lo cual provee la gracia y a la vez la fatiga de su estilo, propenso a las enumeraciones heteróclitas, verdadera pirotecnia de imágenes que se esfuman en su espuma verbal. «No sé qué pensar de mí», dice en otra ocasión, y el lector tampoco sabe a qué carta quedarse o a qué cara, pues no podemos ponerle verdaderamente rostro al protagonista de estas aventuras malabares, que en «Ni siquiera monstruos» viaja a la ficticia República de Kubeï para fotografiar a un niño soldado y, en «Cárpatos» se ve embarcado en una inverosímil excursión subterránea a raíz de un contrato firmado en un bar a altas horas de la noche.

Seguramente, por otra parte, esa fuera la intención del autor, pues, más allá del mero gozo de estas enumeraciones caóticas ya presentes en otros libros y que, en una entrevista publicada en esta revista hace unos años, vinculaba con la poesía, se trata de desestabilizar las expectativas del lector y barrenar cualquier tipo de conclusión pues, como dice la narradora del cuento «Mi vida entre caníbales» (título tan impactante como hiperbólico en cuanto a su contenido), que por una vez no es Erizo sino una alumna de un internado religioso, integrante de un Club de las Amazonas, que haría las delicias de cualquier lector o espectador libertino, «al final no tienes nada, absolutamente nada, pero tienes el cuento». Y en el cuento, al final, una sensación de extrañamiento tan sibarita como la de la narradora de «Anisópteros», enclaustrada con su extraño amante Magnes, o la de los protagonistas de la ficticia película italiana que recuerda el narrador anónimo (no se nos dice esta vez si se trata de Erizo) que, desde su encierro en una institución psiquiátrica evoca a un grupo de amigos que se recluye en una mansión en el campo para escuchar grabaciones de sonidos de la naturaleza, en lugar de abrir la puerta y percibirlos directamente. De un modo similar, los relatos de Plegaria para pirómanos nos recluyen en una habitación a la vez asfixiante y gozosa, donde los monologantes protagonistas despliegan los fuegos artificiales de una verbosidad floreciente.