Woody Allen
A propósito de nada
Alianza Editorial, Madrid, 2020
439 páginas, 19.50 €
POR ALBERTO HERRERA FONTALBA

 

San Pedro negó tres veces a Jesucristo después de que éste fuese apresado en el Huerto de los Olivos; yo dudé de Woody Allen cuando se empezó a hablar de su autobiografía como una obra sin interés, un simple ajuste de cuentas sin más importancia que la meramente testimonial. Me equivoqué y, como el apóstol, me avergüenzo de ello. El lector puede ser más precavido que yo y no dejarse engañar. A pesar de lo que oiga y lea por ahí debe saber que A propósito de nada es un libro extraordinario. Guiado por una escritura inusualmente divertida, el lector se zambulle en el ambiente de Mort Sahl, Tennessee Williams o Diane Keaton, acudiendo él también a escenarios, restaurantes de lujo o platós cinematográficos. Pero como le ocurre a Cecilia en La rosa púrpura de El Cairo, la ficción termina por desvanecerse y, tras cuatrocientas treinta y nueve páginas, debemos resignarnos a volver a la realidad.

El viaje por su vida que Woody Allen propone está marcado por una estructura poco convencional que recuerda un poco al personaje que tantas veces le hemos visto representar en sus películas. Pese al intento de mantener un orden lineal, cronólógico, no puede evitar romperlo continuamente, dando frecuentes saltos temporales, unas veces hacia el futuro que le apremia y otras, cuando recuerda algo de valor que se le quedó en el tintero, hacia el pasado que nunca termina de agotar. En lugar de pararse y volver a escribir la página donde debería introducir la información olvidada, Allen prefiere interrumpir abruptamente la narración y proporcionarnos el dato recién recordado. «Luego volveré atrás de nuevo y naceré, y así la historia podrá por fin cobrar vuelo». Esto no es incómodo y aligera una obra que ya de por sí es amena. El cineasta neoyorquino también se sirve del conocimiento que sabe que el lector actual tiene de él. Desde las primeras páginas están presentes Soon-Yi, Mia Farrow o algunas de sus películas más emblemáticas.

Pese a su irregular estructura, el libro podría dividirse grosso modo en tres apartados: niñez y adolescencia, etapa como cómico y trayectoria profesional en el mundo del cine. La primera parte, hilarante y melancólica, está bañada por la música de Cole Porter, Irving Berlin, George Gershwin o Benny Goodman. Además del jazz o el swing, Allen descubre en su infancia el cine y Hollywood, un mundo superficial y de oropel que, sin embargo, le es mucho más atractivo que la realidad. No es de extrañar que se inclinase por las pistolas de James Cagney o Edward G. Robinson antes que por las lecciones de las maestras de la Escuela Pública No 99, a las que recuerda con inquina: «Dios guarda silencio; ojalá pudiésemos hacer callar a los maestros». Tampoco nos asombra que hubiese preferido perderse en la sonrisa de Rita Hayworth antes que en la barba de esos «hirsutos fanáticos» del instituto hebreo, lugar que aborrecía tanto como el anterior.

En estas páginas evoca con nostalgia a su familia y el período de convivencia obligada entre sus padres y tíos. El espacio modesto del apartamento en el que vivían indujo al florecimiento de las excentricidades de todos, a los que retrató con dulzura en as de radio. En este repaso de su infancia, Allen recuerda con especial sorna y cariño a sus padres: «Yo me burlo [de ellos], pero cada uno de los conocimientos que me impartieron me ha servido mucho en las décadas posteriores. De mi padre: cuando compres un periódico en un quiosco, nunca cojas el que está encima de todo. De mi madre: la etiqueta siempre va en la espalda». Su recuerdo de esta época está impregnado de magia y melancolía, constituyendo el único oasis de una existencia en el que la vida real aún no había hecho su brutal aparición.

La parte menos absorbente de su autobiografía coincide con su período como cómico. Allen abruma al lector citando a decenas de personalidades de la radio y la televisión difícilmente conocidas fuera de Estados Unidos. A pesar de esta pega, las páginas no dejan de ser atractivas, no tanto por las peripecias individuales del protagonista como por su lúcida visión del mundo y del mundo del espectáculo. Quizás favorecido por la conciencia de su genio, Woody Allen recomienda lo que pocos son capaces de hacer: aprender y disfrutar de los rivales, no ser envidioso y confiar en uno mismo. Con sabiduría y buen juicio, escribe que «el fracaso es uno de los gajes del oficio. Si tienes miedo de fracasar o no puedes superarlo cuando te sucede, debes buscarte otro modo de ganarte la vida». Su despegue como cómico coincide con su prematura boda con Harlene Susan Rosen, una relación que apenas duró tres años. Él mismo se echa las culpas del fracaso de su matrimonio. Además de informar, el texto se revela como una especie de carta de disculpa hacia Harlene. Poco después del divorcio, iniciará un irregular romance con Louise Lasser, quien se convertirá en su segunda esposa. Las continuas infidelidades de ella, así como su comportamiento maníaco, generaron una época de inestabilidad emocional para el cineasta. «No puedo ofrecer detalles precisos de todo lo que ocurrió […], salvo mencionar que escribía, actuaba en clubes, aparecía en la tele, mientras que amaba, perdía, amaba, perdía y amaba a Louise». A pesar de todo, su ritmo de trabajo nunca decayó. Woody Allen se refugió en el humor y lo utilizó para enfrentarse a una realidad que le sobrepasaba.

Los cinéfilos más entusiastas quizá no queden satisfechos de la manera en que aborda su etapa como cineasta. En lugar de ofrecer un análisis profundo de su filmografía, Allen trata su propia producción con displicencia, limitándose a aportar un par de datos curiosos sobre cada una de sus películas, a veces incluso menos. Habla de todas ellas con sencillez y naturalidad, sin ahondar en opiniones subjetivas. Curiosamente, donde más se extiende es en su experiencia con los actores con los que ha trabajado. Un poco preocupado de más por no olvidar a nadie, Allen se alarga en una prolija enumeración de nombres que puede llegar a resultar un tanto tediosa. A pesar de ello, ofrece comentarios muy sugerentes, que interesarán particularmente a los aficionados. Es llamativo, por ejemplo, el entusiasmo que manifiesta por la experimentación formal de Maridos y mujeres. «Nada me importó menos que las reglas de continuidad de la acción en el montaje […] o cualquiera de esas cosas que otorga a las películas un aspecto terminado». Según el realizador neoyorquino, el no haber prestado atención al arte de la cinematografía es lo que hace que éste sea uno de sus filmes preferidos.

Los particulares gustos de Woody Allen son perfectamente visibles analizando su filmografía. No tiene nada que ver el riguroso formalismo de Interiores con la experimentación técnica de Maridos y mujeres o la invisibilidad de la cámara en Hannah y sus hermanas. Lo mismo ocurre en cuanto a temática, habiendo creado obras tan dispares como Sombras y nieblas, La última noche de Boris Grushenko, Toma el dinero y corre o Bananas. Su curiosidad artística ha podido florecer, además de por contar con una cláusula de total control creativo sobre las obras, por la escasa preocupación que ha manifestado por la opinión de la crítica o el público. El cineasta reconoce no mirar nunca las valoraciones de sus películas y remarca la irrelevancia tanto de los halagos como de las críticas. Para él, un director debe intentar hacer de la mejor forma posible aquello que tiene en la cabeza, disfrutar del proceso y olvidarse del resultado.

Sorprenden apuestas fílmicas como Otra mujer, Septiembre o Interiores, películas dramáticas sin ningún componente cómico. Si bien ninguno de estos filmes son malos, carecen de ese toque especial que posee la filmografía de Allen. La razón es que, al margen de su habilidad para filmar cualquier película, su verdadero don es el del humor, un don transgresor que es también su recurso existencial contra las contradicciones insuperables de la vida. Ser por encima de todo un humorista genial no le ha impedido soñar con llegar a ser un dramaturgo de la talla de Arthur Miller o Tennessee Williams, con realizar películas dramáticas al estilo de Ingmar Bergman o con componer música como la de Irving Berlin. Él mismo reconoce, sin embargo, que por mucho que quiera y, por muchos años que siga viviendo, nunca lo conseguirá. Y la razón es muy sencilla: porque no tiene ese don. En cambio: ¿qué director posee el genio cómico de Woody Allen? Nada de particular tiene, por eso, que cuando le preguntan si teme perderlo, él responda siempre que no, pues, como dice sin soberbia, es algo inherente a él. Probablemente sea esa confianza la que le lleva a burlarse de los cómicos actuales, exasperado por la pobreza de su lenguaje o, como él dice con sorna, por su costumbre de estar siempre cerca de un vaso de agua. «¿De dónde han salido todos esos cómicos sedientos? Jamás he oído hablar de que ningún monologuista se haya caído redondo de deshidratación».

Allen también se detiene en el estudio pormenorizado del caso Farrow. El cineasta aporta tanto su versión de los hechos como los resultados objetivos de los diferentes investigadores que se han ocupado de ello. El relato es terrorífico y uno no puede evitar sentir que las tripas se le revuelvan. Tras presentar todos los documentos y testimonios que tiene a su alcance, Allen deja que el lector saque sus propias conclusiones y se pregunta, una y otra vez, por qué nadie le otorgó «el beneficio de la duda ante una muy cuestionable acusación que iba en contra del sentido común». De todas las armas a su alcance, parece que ha decidido enfrentarse a sus detractores con la de la indiferencia, la cual, y como decía Julio Cortázar, nunca pasa desapercibida.

Además de por su siempre ocurrente y perspicaz sentido del humor, el recorrido cultural que acompaña a la narración de los hechos más relevantes de su vida y por el interés que suscitan las reflexiones de una persona de sus características, esta autobiografía resulta muy interesante también por la profunda melancolía que desprende. Woody Allen se sienta en su sillón y viaja con emotividad a una época y un pasado que ya no existe. Es consciente de su vejez y la ataca con humor. «Cada mañana bajo las escaleras, misteriosamente resacoso, considerando que no bebo […]». Sin embargo, no son las memorias de un hombre que sólo mira atrás, sino las de alguien que mira al frente y confía en cambiar su futuro. Lo que podría ser un testamento es, en realidad, una aclaración, una confesión que tiende decenas de cabos para que, aquellos que se den por aludidos, los recojan.