En plena Guerra Civil, Ramón Serrano Suñer encarga a José Antonio Giménez-Arnau la redacción de lo que será la ley de prensa de abril de 1938, inspirada en los modelos fascistas de Alemania e Italia. El primer artículo es muy explícito: «Incumbe al Estado la organización, vigilancia y control de la institución nacional de la prensa periódica». Poco después se aprueba la orden de 29 de abril de 1938 con el fin de vigilar la publicación de folletos, libros y otros impresos, tanto de autores nacionales como extranjeros. Las consecuencias que tuvo este control para la cultura de posguerra han sido bastante estudiadas, en lo que toca a la literatura (Abellán, 1980, 1982; Larraz Elorriaga, 2014) y también en el cine (Gubern y Font, 1975). Además de rellenar el preceptivo informe, el censor debía de responder a una serie de preguntas generales sobre el contenido de las obras, si éstas atacaban a la moral, al dogma, a la Iglesia y sus ministros, a las personas que colaboraban con el régimen o lo habían hecho antes. Una tutela de la libertad de expresión tan férrea obligó a los creadores a traficar con silencios y omisiones, a quebrar la sintaxis con sobreentendidos, a la autocensura consciente o inconsciente, y creó un lenguaje particular, oblicuo y esquinado, que invitaba a leer entre líneas.
Si nos circunscribimos al ámbito de la poesía, quizá uno de los casos más estremecedores sea el de José Luis Hidalgo. Cuando José Luis Cano presenta en enero de 1947 las galeradas de Los muertos, el poemario que pretendía editar en la colección Adonais, recibe un dictamen negativo, consignado en el expediente 83-47: «Colección de poesías entre las que se distinguen en algunas de ellas (acotadas en lápiz rojo) ataques directos al dogma». Sin embargo, Cano no se da por vencido y salva los poemas de duda religiosa tachados. Lo hace a través de una larga carta —reproducida por Julia Uceda en su edición del libro— en la que explica la situación personal de Hidalgo, agonizante en el sanatorio para tuberculosos de Chamartín («Su médico no le da ya más que unas semanas de vida»). El pliego de descargos original aún puede consultarse en el Archivo General de la Administración, muy deteriorado y atacado por los hongos, como si el paso del tiempo quisiera borrar la tragedia del hombre que adelanta con su muerte el título de una obra que, a pesar de los esfuerzos del editor por librarla del cepo de la censura, no llegará a ver impresa. Hidalgo muere el 3 de febrero de 1947, cuando el libro todavía estaba en los talleres.
LA MEMORIA Y LOS SIGNOS, DE JOSÉ ÁNGEL VALENTE
Menos dramática resulta otra historia que tiene como protagonista a José Ángel Valente y su libro La memoria y los signos. Me propongo exponerla en estas páginas porque dice mucho no sólo acerca del cariz crítico de la lírica del orensano, sino también porque revela muy a las claras la arbitrariedad con la que solía funcionar la censura. En el Archivo General de la Administración consta, en el expediente número 7001-65, la información relativa al poemario, que iba a publicar Revista de Occidente en una tirada de mil ejemplares. El primer informe de 28 de septiembre de 1965 dice así: «Nada fundamental que objetar en estos poemas de José Ángel Valente. Ignoramos quién es el [sic] “John Cornford, 1936” que evoca en la página 28; pero, si hay alguna alusión a nuestra contienda civil, está tan diluida y tan metafóricamente expresada que creemos que carece de importancia. Puede autorizarse». Sin embargo, una nota manuscrita en rojo advierte: «José Ángel es colaborador de Ruedo Ibérico con poesías marcadamente antirrégimen. Pueden verse en España Hoy: “La concordia”, página 7; “Es ahora la hora”, página 64». Otro informe con fecha de 22 de octubre enmienda la plana al primer informante, propone la suspensión de dos poemas y sus dudas acerca de otros:
Conjunto de poesías variadas, algunas con tema un tanto erótico («La víspera», página 13, y «El pecado», página 22), que en un libro de esta naturaleza pueden pasar. Otras parecen tener MUY DIFUMINADA una intencionalidad política, lo que no sería extraño si tenemos en cuenta, cosa que deberá comprobarse, que el autor creo recordar que es colaborador de Ruedo Ibérico. Así «John Cornford» (páginas 28 y 29) y «Poeta en tiempo de miseria» (página 33), que estimo deben suspenderse. Se somete a consulta de la superioridad las poesías «Con palabras distintas» (páginas 33 y 34) y «La concordia» (páginas 34-36) [publicado en España 1964 de Ruedo Ibérico], que creo deben valorarse en función de la resolución que se dé sobre los anteriores aspectos señalados.
De estos informes se pueden extraer al menos tres conclusiones: el deficiente nivel cultural de algunos lectores del aparato censor franquista, su organización jerarquizada y el hecho de que cuando se presentaba un libro se tenía muy en cuenta la trayectoria del autor. José Ángel Valente llevaba desde 1959 viviendo en Ginebra, donde trabajaba para la Organización Mundial de la Salud. Sus colaboraciones en la editorial Ruedo Ibérico, fundada en París por refugiados españoles, definían un perfil ideológico que no podía sino alertar al ministerio. El lenguaje reticente también funciona a ojos de este primer lector como un rasgo que permite la autorización, ya que sus formas alusivas reducirían el número de receptores potenciales de la obra. Lo cierto es que ese lenguaje, velado por momentos, irónico muchas veces, tiene todo el vigor de la denuncia, pues La memoria y los signos es un libro de trasfondo político ineludible. Frente a la amnesia deliberada y frente a los abusos de la memoria en forma de conmemoraciones, desfiles militares y liturgias, Valente funda un relato de la agria y sórdida posguerra basado en su memoria personal. A la falsificación de la historia reciente y a la mixtificación propagandística opone una palabra fundacional. Enseguida me referiré al poema «John Cornford, 1936». Antes conviene destacar el sentido subversivo y contestatario que alojan otros textos citados en los informes.
Sorprende, por ejemplo, que el segundo censor estime que el erotismo de «El pecado» no sea óbice para que se publique. Leído con atención nos asomamos no sólo a la condena de la represión sexual de posguerra debida al integrismo católico (Lacalle Ciordia, 2009), sino a algo mucho más grave: aquéllos que tenían que conceder el perdón, los sacerdotes, eran los mismos que abusaban de los adolescentes («entre turbias caricias / de homosexualidad o de perdón»). Lo que pone en juego «Poeta en tiempo de miseria», tras la invectiva encubierta contra José Hierro y el intertexto hörderliniano, es la falta de lealtad hacia los propios ideales, una acusación que se hace extensiva a todos los que traicionaron su memoria republicana y se vendieron al régimen con tal de llevar una vida acomodada y sin estrecheces. Recuerda a ciertos poemas del Cernuda de Desolación de la quimera.
Otros poemas mencionados son «Con palabras distintas» y «La concordia». Ambos construyen por medio de estrategias discursivas laterales una repulsa del tiempo histórico que abarca la dictadura franquista. El primero enuncia la posibilidad de una palabra emancipadora, ajena al poder, insurgente contra los clichés triunfalistas que germinan en los relatos legitimadores. Esa voz inviolable e ilesa se desprende de todo lo caduco y se impregna de vida; es contrahegemónica porque se aleja del canon poético dominante y de la retórica corrompida, por eso llega «con palabras distintas, que no reconocimos, / contra nuestras palabras». ¿De qué palabra hablamos? De una palabra à rebours, aniquilante y primordial, no registrada en los circuitos por donde discurre la comunicación estandarizada. El segundo denuncia, a través de una fábula irónica, el discurso de la reconciliación, el fraude de una paz que no era tal, sino que respondía a las señas de la victoria enmascarada y la revancha. Percibo en él una contestación sarcástica a los fastos iniciados en 1964 por el régimen: los Veinticinco Años de Paz. «Quedó a salvo la Historia, los principios» revela la contracara de unos relatos impositivos y usurpadores de la memoria, y ese sentido se desliza dando a entender algo distinto de lo que se afirma literalmente («Jamás la violencia, cantó el coro, / unánime, feliz, perseverante»).
Cuando el censor se refiere a que la intención política está muy difuminada, nos damos cuenta de que el texto está postulando cierto tipo de lector que penetre en su espesor semántico y pragmático (Umberto Eco acuñó el nombre de lector modelo para esa instancia), que sepa colmar los espacios de indeterminación del sentido, que sea hábil a la hora de desplegar las múltiples implicaturas. Y esto es una diferencia relevante con respecto a la poesía social ortodoxa, de la que siempre se mantendrá alejado Valente.
«JOHN CORNFORD, 1936»
A pesar de todo lo que acabo de exponer, el expediente se resolvió con la prohibición de un solo poema («John Cornford, 1936»), sin que tuvieran más efecto el resto de observaciones de los censores. Ante esta circunstancia, José Ángel Valente le dirige una carta al director general de Información, Carlos Robles Piquer, con la intención de hacerle ver la incongruencia de esa medida. La misiva está fechada en Ginebra el 27 de noviembre de 1965 y dice así:
Querido amigo:
Me comunican ahora de la editorial de la Revista de Occidente que la Sección de Orientación Bibliográfica de tu Dirección General ha suprimido por entero en un nuevo libro mío, titulado La memoria y los signos, el poema «John Cornford, 1936».
Sé sobradamente que no faltarán cosas más importantes que ocupen tu atención; de todos modos, te agradecería mucho que presentases tu personal consideración a este pequeño problema. Recuerdo que en una carta tuya, recibida hace ya tiempo, me indicabas que las cosas mías que tú mismo veías en Ínsula eran prueba de un margen de mayor flexibilidad en los criterios de censura. Esa observación me pareció justa entonces. Por eso me sorprende más la supresión del poema sobre John Cornford en el libro que ahora prepara la Revista de Occidente, pues dicho poema se había publicado ya en Ínsula y tal vez tú lo has visto allí en su momento. Pero, además, el poema en cuestión se reprodujo en una antología titulada Sobre el lugar del canto, que se publicó en Barcelona en 1963. No comprendo, pues, cómo este poema, que ya había sido autorizado dos veces por la censura de revistas y de libros, puede ser suprimido ahora por la Sección de Orientación Bibliográfica que nace, según tengo entendido, para dar a la censura liberalidad todavía mayor e incluso suprimirla como tal.
Creo que me asiste alguna razón para pedirte que, en defensa de la coherencia misma de los criterios de censura, hagas reexaminar este asunto. Por mi parte, escribo al editor para rogarle que no reajuste el libro antes de que yo tenga una respuesta tuya que, por supuesto, te agradeceré vivamente.
Recibe un cordial abrazo.
José Ángel Valente