Reina Roffé
Lorca en Buenos Aires
Fórcola Ediciones, Madrid, 2016
371 páginas, 22.50 €
POR JUAN ÁNGEL JURISTO

El reciente libro de Reina Roffé (Buenos Aires, 1951), Lorca en Buenos Aires, publicado en España por Fórcola, viene a ser una especie de síntesis intelectual de los variados intereses de su autora. Reina Roffé ha incurrido en la novela –recordemos Monte de Venus, La rompiente o El cielo dividido–, también en el relato –con Aves exóticas. Cinco cuentos con mujeres raras–, amén de haber cultivado el ensayo, donde brilla con especial énfasis por el estilo cuidado y la claridad de exposición, y a este respecto habría que referirse a dos libros de entrevistas con escritores –Espejo de escritores y Entrevistas americanas– y a los tres libros sobre Juan Rulfo que son ya referentes en lo tocante al autor mexicano: Juan Rulfo. Autobiografía armada; Juan Rulfo. Las mañas del zorro; y Juan Rulfo. Biografía no autorizada, esta última publicada también por Fórcola, y en la que Roffé indaga en todas las etapas de la vida del autor de Pedro Páramo.

Reina Roffé publicó en 2009 El otro amor de Federico García Lorca en Buenos Aires, en la editorial Plaza y Janés, en Buenos Aires. Esa novela nunca llegó a España y, ahora, debidamente corregida y aumentada, debidamente pulida, es la que se edita entre nosotros bajo el título de Lorca en Buenos Aires. Esta novela, pues así se presenta, posee cierta importancia –ya dijimos– porque viene a ser un compendio de los saberes de Reina Roffé, que se han centrado sobre todo en la literatura latinoamericana y española del siglo xx, en especial en ese período fecundo de entreguerras que produjo luego una de las literaturas más fascinantes e importantes del mundo, algo no de extrañar ya que nos referimos a la literatura de un vasto continente cuya ventaja estribaba en que la comunicación entre ellas se producía mediante el uso de un lenguaje común, algo impagable y que dio resultados espléndidos, casi por las mismas fechas, entre las literaturas de Estados Unidos e Inglaterra, fenómeno sin el cual no se entendería la presencia de un T.S. Eliot en la conformación literaria de Gran Bretaña o de Ezra Pound metiendo la mano en movimientos como el Vorticismo en una isla reacia a esos experimentos culturales a que tan dados eran los del Continente.

Se presenta, dijimos, como novela. Esto precisa una aclaración. Lorca en Buenos Aires es una novela, pues se presenta con una estructura narrativa, pero el espíritu –y, si me apuran, casi la letra– de este libro es ensayístico. Lorca viajó a Buenos Aires, donde pasó seis meses, invitado por la actriz Lola Membrives en octubre de 1933, a cuyo puerto llegó a bordo del buque Conte Grande, después de fructíferas estancias en Nueva York y La Habana. Ese mes de octubre se reestrenó en la capital argentina Bodas de sangre por parte de Lola Membrives y Lorca estuvo allí presente y, como suele decir el tópico, en loor de multitud, pues cuando salía a pasear por las calles la gente se agolpaba a su alrededor y le pedía autógrafos. Para abundar en aquella estancia mítica ya, y tan importante para el poeta, convendría decir que se alojó en el Hotel Castelar, en la que es hoy la habitación 704, en Avenida de Mayo, que era lugar de residencia de muchos españoles en aquellos años. Tanto, que Ramón Gómez de la Serna llegó a decir que «Lograr la definición de la Avenida de España es un poco lograr la expresión de Buenos Aires en su relación intrínseca con España». Desde aquella atalaya del Castelar, en medio de los estrenos de teatro, Lorca ya era conocido entre el público bonaerense por las interpretaciones de Margarita Xirgu, junto a Lola Membrives, en medio del sinfín de conferencias y charlas que da por doquier, lo que le hace ganar algún dinero que, en carta a su madre, ostenta con cierto orgullo adolescente por no tener que depender de la familia. Lorca conoce de verdad lo que es el éxito: en el vestíbulo del Castelar se agolpaba el gentío para pedirle un autógrafo o sencillamente verle; asimismo –lo que es más importante, por lo menos para la evolución intelectual y emocional del propio Lorca–, compartió charlas interminables con personas como Pablo Neruda, Oliverio Girondo, Amando Villar, Norah Lange, Ricardo Molinari, Manuel Fontanals, y, claro, con los tertulianos que se agolpaban en torno a las soirées que daba la dama de entonces en Buenos Aires: Victoria Ocampo –en claro recuerdo a las de la Francia de los siglos xvii y xviii: Du Deffand, Madame de Sevigné o, en época más moderna, el salón de la Bibesco, a quien quería parecerse–.

Dar cuenta de la importancia de ese mundo es tentación de un ensayista, pero contarlo, e imaginarlo, es tarea de narrador. Novelar, además, permite no ajustarse al contraste exhaustivo de datos. Por poner un ejemplo: Lorca conoció una noche de noviembre, a la salida del teatro, a Carlos Gardel. Lorca era un enamorado del tango e imaginar lo sucedido, o la importancia del encuentro, si es que tuvo alguna, con aquellas dos figuras –cada una a su manera, creadores de sensibilidades y víctimas de educaciones sentimentales– es incurrir en vicio de novelista. No es de extrañar que con un material tan prolijo en personalidades e importante para una historia de la cultura española y latinoamericana, el lado del ensayista se excite y el del novelista se apreste a relatar cualquier atisbo de relación entre personalidades importantes, aun siendo anecdóticas.

Reina Roffé ha optado en este libro por dotarlo de una estructura narrativa mediante la aparición de tres apartados: La realidad, La ficción y Los días y las noches. En La realidad se trata de las relaciones de la narradora con una mujer, Cesca, que acompañó a Lorca en su juventud, cuando el famoso viaje del poeta granadino a Buenos Aires, y que en cierta manera la relación que mantuvo con Lorca podría ser considerada como la del otro amor de Federico, teniendo en cuenta que Buenos Aires, la propia ciudad, pasa por ser parte del amor del poeta por esa estancia legendaria para él. Reina Roffé juega, pues, en ese apartado con la ambigüedad del sentimiento amoroso mismo, y con sus multiformes manifestaciones. En La ficción se trata, curiosamente, de describir la estancia de Lorca en aquellos seis meses con encuentros reales y algunos que podrían haber sido – como, por ejemplo, el de una muy joven Eva Perón, del que Reina Roffé no tiene constancia de que se hubiera producido, pero que entraba como anillo al dedo al dar cuenta del ambiente tan especial del Buenos Aires de los años treinta–. Finalmente, Los días y las noches es un ejercicio notable de imitación literaria, pues trata de misivas que Lorca manda a su familia desde Buenos Aires, pero también de sus pensamientos más íntimos y sus pareceres de una ciudad que le había trastornado. Es la parte lorquiana de la novela. Vale decir, la más lírica. También la más arriesgada.

Establecidas estas premisas, la narración avanza sobre ruedas. Además, permite a la autora crear un personaje femenino de esos de armas tomar: la tal Cesca, Francesca Vallmajor Francis, la cual parece hecha a medida para recrear un tipo de mujer a medio camino entre cierto ideal feminista y un cierto aire de mujer fatal, la que quedaba de los restos del naufragio que supuso la Gran Guerra, que dio la puntilla a ese tipo de mujer que floreció sobremanera en los tiempos de la Belle Époque. Es esta Cesca la que hace que Lorca se debata en un cuestionamiento de su sexualidad, dividida entre el deseo de tener familia, por un lado, y, por otro, el de asumir libremente el ejercicio de su propia sexualidad, lo que en términos coloquiales se llama ahora «salir del armario», pero que en los años treinta, época de prejuicios casi insuperables hacia la homosexualidad –recordemos la ocultación de sus tendencias sexuales a su amigo Luis Buñuel, que intuía con mal disimulo aquello que no quería saber– era en realidad un acto casi heroico, lleno de coraje, desde luego, y a veces de algo más, como bien se demostró en su asesinato en Víznar en los primeros días de la Guerra Civil.

Reina Roffé, gracias a esta relación de feliz resolución narrativa, se relaja, y así nos encontramos, junto a una crónica fiel de la estancia de Lorca en Buenos Aires, anécdotas y aconteceres que tuvieron lugar en aquellos años pero que no tuvo que conocer Lorca forzosamente. Pero Roffé lo introduce sabiamente como juego narrativo y la cosa funciona porque informa a un lector avisado que previamente ya conoce, está informado de ciertas casualidades, de esas que acontecen en armónica concordancia, sobre todo cuando sabemos de ellas a posteriori. Así, la aparición de Juan Carlos Onetti en unos ambientes que no nos esperábamos mediante la hábil introducción del diario donde se publicó «Avenida de Mayo-Diagonal-Avenida de Mayo», o la edición de El juguete rabioso, de Roberto Arlt, libro fundamental de la literatura argentina del siglo y de cuya existencia es dudoso que Lorca llegara siquiera a tener noticia.

Hay en el libro muchas anécdotas sabrosas. Así, el desdichado encuentro entre Federico García Lorca y Jorge Luis Borges, en una de las soirées de la Ocampo. Tras ser preguntado por los asistentes sobre qué era a su entender lo más interesante que había visto en su reciente estancia en Nueva York, Lorca respondió –inevitable carácter de gracejo– que, desde luego, Mickey Mouse. Borges abandonó la reunión, no sin antes responderle que ejercía de «andaluz profesional». Terribles palabras para un hombre torturado por mil facetas de su existencia y que había encontrado en Buenos Aires una comprensión pocas veces dada a un hombre de letras.

Esa incertidumbre existencial la resume Roffé en el apartado Los días y las noches, donde el poeta da cuenta de sus angustias respecto al porvenir de una Europa que comienza a naufragar en la aventura totalitaria y a las turbulencias políticas de una España que iba a sumirse en una guerra fatal. Esta manera con la que Roffé enfoca la conciencia lorquiana se muestra fecunda y es acierto suyo el darle un aire de fatalidad, casi de destino al modo trágico griego, con que el poeta adivina su futuro, su negro presagio. Roffé hace que Lorca tome, cada vez de manera más radical, conciencia de los problemas sociales de su tiempo y se decante casi por una postura de claro matiz socialista ante ellos; actitud en la que –parece, según la novela– algo tuvo que ver Pablo Neruda, por entonces cónsul chileno en Argentina.

Pero desde un punto de vista narrativo, creo que es la invención, aunque Roffé nunca se ha mostrado rotunda respecto a si Cesca existió, de esta Francesca Vallmajor Francis –mujer de origen catalán, y que representó para Lorca, gracias a la pasión que le puso ella, la oportunidad de buscar cierto grado de normalidad– lo que mejor funciona en el libro. Es personaje, por sí solo, capaz de constituirse en personalidad idónea para una novela, y creo que conviene resaltar esa cualidad porque en este libro esa personalidad se diluye necesariamente ante las figuras cruciales para la cultura que en el texto se reparten por doquier. Y no sólo porque aparezcan los nombres ya citados – faltaba citar a Alfonso Reyes y Alfonsina Storni y, de seguro, se nos olvida alguno más–, sino porque la atmósfera del libro es eminentemente cultural, da cuenta de unos años cruciales de nuestra intelectualidad y la relación de Cesca con Lorca hubiese necesitado de una inmersión en la intimidad, dando la espalda al mundo, que evidentemente no se produjo.

Lorca en Buenos Aires es todo un modelo de novela de tema cultural, algo difícil de llevar a cabo con cierto éxito, y modalidad escasa en nuestra literatura. No somos amigos de recrear con rigor a ciertos mitos.

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