Mil y un hábitos, manías incluso, contemplan muchas veces la creación literaria en incontables autores a lo largo de los siglos. Cuando algo como escribir libros se fue convirtiendo en un oficio, o cuando menos una ocupación constante y regular, en que la disciplina y la planificación podían condicionar su desarrollo, al igual que ocurre en cualquier otra actividad humana fueron apareciendo maneras de encarar la tarea. En el escribir, por así decirlo, surgían procedimientos de escritura que acompañaban al escritor línea a línea. Pudieran parecer anecdóticos, una mera curiosidad, y a la vez son consustanciales a la hora de afrontar la página en blanco, deviniendo marcas personales ya indisociables a muchos de aquellos a los que leemos.
En la cama
Juan Carlos Onetti dijo que Mario Vargas Llosa tenía una relación con la literatura de fidelidad conyugal, mientras que él la consideraba algo así como una amante. Se refería de este modo al tesón con que Vargas Llosa encara cada uno de sus retos literarios, desde el artículo dominical hasta su novela más gruesa. En contraste con esa rutina de escritorio, Onetti, literalmente, se iba a la cama con su literatura.
Hay muchas fotografías que atestiguan tal cosa, y el propio escritor uruguayo dijo que ahí era donde sucedía «todo lo importante». Y a fe que llevó a cabo lo dicho, porque pasó los últimos años de su vida de forma más o menos horizontal, escribiendo, leyendo, comiendo, durmiendo. Fue, pues, todo un modus vivendi que él llevó al extremo pero en el que encontramos a más literatos célebres, incluso con esa costumbre adquirida desde muy joven. Nos referimos al enfermizo e hipocondríaco Marcel Proust, cuya sirvienta Céleste Albaret –trabajó en su casa desde 1913 hasta su muerte, en 1922–, constató, en un libro de entrevistas, que siempre le veía escribir apoyado en el cabezal de la cama, siempre temeroso de que el ruido exterior le perturbase, ya fuera de día o de noche.
Franz Kafka, para quien tampoco las franjas horarias eran demasiado importantes dado el insomnio que padeció, el mismo que creó un personaje que se despertaba un día convertido en insecto, Gregor Samsa, también solía escribir entre almohadas: al menos –hay pruebas palpables de ello–, las cartas que solía enviar a su novia Felice Bauer. Dicen que Vicente Aleixandre escribió toda su obra encima de un colchón, y semejante propensión también fue característica de Ramón María del Valle-Inclán y Miguel de Unamuno. De tal modo que sería habitual encontrar figuras literarias como estas escribiendo acomodados con un tablero en las rodillas. A estos autores horizontales podrían sumárseles otros relevantes como Truman Capote, que reconoció concebir sus obras así; Voltaire, que no se levantaba de la cama hasta el mediodía, lo cual al parecer también era algo habitual en Edith Wharton; o Vladimir Nabokov, que gustaba de tumbarse en un sofá de su estudio para seguir trabajando cuando se cansaba de escribir frente a un atril.
Otra cuestión es que guardar cama sea inevitable si a uno le asola la enfermedad, como le ocurrió a Camilo José Cela –el que defendía su ritual de siesta, para él el «yoga ibérico», consistente en pijama, padrenuestro y orinal– cuando, al terminar sus estudios de bachillerato, contrajo tuberculosis pulmonar. Durante los años 1931 y 1932 permaneció en un sanatorio de Guadarrama, lo que aprovechó para emprender larguísimas jornadas de lectura. Por su parte, George Orwell moriría por una tuberculosis que arrastraba desde la juventud y se pasaría la postrera etapa de su vida en hospitales, lo cual no le impidió escribir, en su máquina de escribir, su novela 1984.
Máquinas de escribir entre horas
Eran en muchas ocasiones tiempos en que se escribía a mano en primera instancia o, en efecto, se usaban máquinas de escribir para pasar las páginas a limpio o hacer un primer borrador directamente. Lo raro es que, en el siglo XXI, en que se vive de continuo frente a un ordenador para casi cualquier cosa, haya autores que sigan teniendo la costumbre de usar este tipo de máquinas, como hace aún Paul Auster. De hecho, hasta hay un libro que registra tal cosa, La historia de mi máquina de escribir, en que el artista Sam Messer pintó diversas veces la herramienta de trabajo del autor norteamericano, una Olympia con la que ha producido toda su obra desde la década de 1970.
Dicen que Vicente Aleixandre escribió toda su obra encima de un colchón, y semejante propensión también fue característica de Ramón María del Valle-Inclán y Miguel de Unamuno
Teclear ruidosamente una máquina de escribir se hizo una imagen canónica del periodista en la redacción de su medio de comunicación o del escritor entregado al resultado de su pulsión literaria en su propio hogar. Quien esto escribe preguntó algo a Sergi Pàmies (la entrevista apareció publicada en Cuadernos Hispanoamericanos en noviembre del 2019) que le hizo rememorar cuando trabajaba en una empresa de muebles como contable por la mañana y era escritor por la tarde. «De algún modo, desacralizaba –y desde la esplendorosa juventud– el mito del escritor encerrado, asocial, neurasténico, y además siempre había tenido el ejemplo de mi madre en casa, que siempre decía: tengo que escribir vigilando la tortilla de patatas», contaba.
El autor catalán decía también que la escritura de cuentos se adecuaba al tiempo que tenía disponible desde que tuvo hijos y las ocupaciones se multiplicaron. El tiempo para permanecer horas seguidas a diario llevando a cabo una novela se restringía por completo, de modo que lo más práctico para él era dedicarse a escribir cuentos o artículos. Y algo parecido sintió Alice Munro, que en 1961 aparecía en la portada de una revista en la que se destacaba su doble faceta de ama de casa y… escritora.
Estos elementos domésticos, personales, en el caso de Munro son fundamentales tanto para comprender que se dedicara a los relatos cortos como para captar en su dimensión una narrativa que se ancla en las pequeñeces de la convivencia. Aprovechaba las siestas de sus tres hijas para sentarse a escribir, y es fácil con ello evocar a la Virginia Woolf que expresó la necesidad de tener «un cuarto propio», en un tiempo en que esa pieza de la casa a utilizar como despacho estaba reservada a los hombres (Munro usaba el cuarto de la plancha). Era Una doble vida, por decirlo con el título de la biografía que de ella hiciera Catherine Sheldrick. En un cuento de Mi vida querida, Munro se recreaba a ella misma sin pudor: una mujer en el hogar que, oprimida por su cotidianidad rutinaria y previsible, responde a la llamada de la creatividad literaria y, a la vez, al acertijo de su pasado: la granja familiar, sus padres, el colegio, la juventud. Y entonces todo lo comprende, y al cabo deja de fabular para decir, sin tapujos: «Esto no es un cuento, tan solo es vida».
Enciclopedia de fumadores
Pero si tenemos que hablar de un hábito universal que se ha distinguido por encarnarse en los escritores, cabe penetrar en un imaginario Salón de Fumadores en que apenas unos pocos de ellos quedarían fuera, tal es la proporción de los que acompañan su escritura con el aroma del tabaco. Pudiera ser sólo una estadística curiosa, pero también algo significativo que guardaría un porqué, unas causas y hasta unas consecuencias. A poco que uno rebusque entre poetas, narradores o dramaturgos, verá que un porcentaje altísimo ha sido fumador, por más que hoy esto haya cambiado bastante tras unos lustros en los que el fumar ha perdido muchas de sus connotaciones, como la imitación cinematográfica o la entrada en la etapa adulta.
Realmente, el álbum de dibujos o fotografías existentes en el que el autor posa o es retratado fumando bien podría servir de diccionario de la historia de la literatura. Al abrirlo al azar, encontraríamos imágenes conocidas que incluso podríamos ordenar por tipos de fumadores: la pipa de Mark Twain, Ernst Bloch, Georges Simenon, J. R. R. Tolkien; los cigarrillos de James Joyce, André Gide, Fernando Pessoa, Albert Camus, Josep Pla, Julio Cortázar; los puros de Benito Pérez Galdós, José Lezama Lima, Thomas Mann, Evelyn Waugh, Bertolt Brecht. Fumar es inherente a escribir: se filtra en las páginas de las novelas; se consume en multitud de personajes -de forma numerosa, por ejemplo, en La feria de las vanidades, de William Thackeray, y en las narraciones de Nikolái Gógol-; se enciende de forma seria y reflexiva en la obra de Chéjov Sobre el daño que hace el tabaco, o de modo humorístico en Fumar o no fumar. Vet aquí la qüestió, de Pere Calders; se apaga en la cama del hospital donde murió Terenci Moix.
Precisamente, en «Yo fui esclavo del tabaco» (2000), publicado en El País, Moix confesaba el lado más oscuro de su tremebunda adicción: «Con mi enfisema debidamente diagnosticado continué consumiendo el veneno y reduciendo mi calidad de vida al mínimo, por no decir a la nada absoluta. Nunca faltaron excusas. ¿Cómo iba a escribir una sola página sin mis aliados, los cigarrillos?». Sus tres paquetes de tabaco diarios le habían llevado a una agonía casi suicida, pues, pese a los consejos de los neumólogos para que abandonara los cigarrillos, y también pese a sus propios intentos de separarse de su adicción, adquirida a los dieciséis años, reunió demasiado tarde la fuerza de voluntad necesaria para evitar el fatal enfisema. Parece ser incluso que, en la clínica de Barcelona donde estaba ingresado sus últimos meses, lograba algún pitillo. Y, reacio a dar el definitivo adiós al tabaco, pidió como último deseo un Ducados, aquel «amigo» traicionero que le había acompañado en tantas ocasiones cuando se enfrentaba al papel en blanco.
Celtas, Ducados, Gitanes, Gauloises, Nazionale…, cualquier clase de tabaco negro le servía para aliviar su ansiedad por la nicotina allá donde se encontrara, en su casa de Barcelona o en uno de sus viajes a Egipto. Moix calculaba haber inhalado durante cuarenta años, a partir del momento en que se sumó a la moda que representaban sus dioses del cine, más de diez millones de cigarrillos. En la gran pantalla, fumar era un gesto seductor, de distinción, como demostraría otro gran fumador (aunque de puros), Guillermo Cabrera Infante, en un libro, Puro humo, para cuya redacción vio cientos de películas en las que confirmó la estrecha relación entre el celuloide y el tabaco. Asimismo, Moix, en la portada de Mis inmortales del cine (2001), dedicado al Hollywood de los años cincuenta, colocó la imagen de una sonriente Audrey Hepburn, en Desayuno con diamantes, sosteniendo una larguísima boquilla. Y es que en los fotogramas de antes fumar iba asociado a la sofisticación y la elegancia, la hombría y el erotismo, los vestidos de noche de las femmes fatales y los trajes con sombrero que lucían los gánsteres.
Vicio autodestructivo y consolador
Los casos similares al de Moix, enfermizos y obsesivos, abundan. En una de sus cartas, un Truman Capote aquejado de unos angioespasmos causados por una grave intoxicación de nicotina, explicaba en el periodo de la tortuosa elaboración de A sangre fría: «Tengo mucho trabajo y estoy terriblemente tenso porque he tenido que dejar los cigarrillos (por orden del médico). Después de veinte años fumando como un carretero, no resulta nada fácil: no puedo pensar en otra cosa que en el horrible antojo que tengo de encender un Chesterfield». Otro «enfermo» de nicotina, Julio Ramón Ribeyro, autor del cuento autobiográfico «Sólo para fumadores», aunaba de modo inseparable el vicio de escribir con el de fumar, ambas actividades autodestructivas y a la vez consoladoras, y hablaba así de su costumbre de tirar las colillas por el balcón: «en plena Place Falguière, cuando estoy apoyado en la baranda y no hay nadie en la vereda. Por eso me irrita ver a alguien parado allí cuando voy a cumplir este gesto. “¿Qué diablos hace ese tipo metido en mi cenicero?”, me pregunto». Así que fumar como cruel esclavitud, enfermedad, lento suicidio…
Sólo hay que echar un vistazo a otro enorme fumador, Onetti, para advertir esa drogodependencia, ciertamente fructífera desde el punto de vista literario a partir de un síndrome de abstención padecido en 1939: «En aquel tiempo, cuando comencé a escribir, trabajaba en una oficina ubicada en un sótano. Habían prohibido la venta de cigarrillos los sábados y domingos. Todo el mundo hacía su acopio los viernes. Un viernes me olvidé. Entonces la desesperación de no tener tabaco se tradujo en un cuento de 32 páginas, que escribí ante la máquina de un tirón. Fue la primera versión de El pozo». Por eso Antonio Muñoz Molina, al comparar los protagonistas onettianos con los de otros autores hispanoamericanos, dice: «Los héroes de Onetti eran los más pacíficos, los más perezosos, los más inútiles del mundo. Lo único que hacían era fumar, preferiblemente echados boca arriba en la cama, fumar e inventarse cosas».
Aprovechaba las siestas de sus tres hijas para sentarse a escribir, y es fácil con ello evocar a la Virginia Woolf que expresó la necesidad de tener “un cuarto propio”, en un tiempo en que esa pieza de la casa a utilizar como despacho estaba reservada a los hombres (Munro usaba el cuarto de la plancha). Era Una doble vida, por decirlo con el título de la biografía que de ella hiciera Catherine Sheldrick
Fumar y escribir -entretenimiento, modo de concentración o relajación-, escribir para dejar de fumar. En La conciencia de Zeno, de Italo Svevo -ya en el primer capítulo, titulado «El tabaco»-, el protagonista le habla al médico de su problema, y este le recomienda que escriba. Pero la estrategia empleada será la contraria: «En realidad, creo que del tabaco puedo escribir aquí, en mi mesa, sin ir a soñar en aquella tumbona. No sé cómo empezar y pido ayuda a los cigarrillos, todos tan parecidos al que tengo en la mano». Y es que la desobediencia médica está a la orden del día; el anciano periodista de Sostiene Pereira, de Antonio Tabucchi, vuelve sudoroso a casa tras recoger el correo y subir las escaleras: «Pereira dejó la carta junto a la tortilla y encendió un cigarro. El cardiólogo le había prohibido fumar, pero ahora le apetecía dar un par de caladas, tal vez después lo apagaría». El gesto mecánico vence a la fuerza de voluntad; fumar alivia el aburrimiento, se alía con el tedio, llena el vacío, pinta un trasfondo sórdido; el protagonista de Oblómov, de Iván Goncharov, aparece desapareciendo: «Si no fuera por ese plato y la pipa recién fumada arrimada a la cama o por el propio dueño tumbado en ella, cabría pensar que allí no habita nadie».
El humo, el olor: huellas de la masculinidad. Unica Zürn comienza de este modo su relato Primavera sombría, desde la mirada de la niña protagonista: «Su padre es el primer hombre que conoce ella: una voz grave, unas cejas pobladas, bellamente arqueadas sobre unos ojos negros y risueños. Una barba que la pincha cuando él le da un beso. Olor a humo de cigarrillos, cuero y agua de colonia». Cuántos autores -Molière, Ben Jonson, Somerset Maugham- han vinculado hombría y tabaco. En La ventana siniestra, Raymond Chandler describe a un tipo cuyos gestos repetitivos al fumar un puro le hacen ser «peligroso». Fumar como otro rasgo del carácter. Pero, con todo, siempre cabrá el hartazgo: Herman Melville hace exclamar airado al capitán Ahab: «¡El fumar ya no me calma! ¡Ah, mal me debe ir si tu encanto se ha acabado! […] ¿Qué tengo que ver con esta pipa? Esta cosa está hecha para dar serenidad […]. No fumaré más…»; y acaba arrojando la pipa, aún encendida, al mar por donde nada Moby Dick.
La cafeína adictiva
Unido a este vicio es fácil colocar otro igual de constante, doméstico y universal como el café. Antoni Martí Monterde, en Poética del café. Un espacio de la modernidad europea literaria europea, llega a decir lo siguiente: «El presente ensayo está dedicado a la búsqueda de la escritura de esa vida interior de la ciudad, con la certeza indemostrable de su papel decisivo en la modernidad literaria, de que alguna cosa comenzó a cambiar en la literatura en el preciso instante en que alguien se sentó en una mesa de un Café, tomó un papel y se puso a escribir».
Hoy, han desaparecido las tertulias que duraban horas y horas en torno a una taza de café, la idea del Café como receptáculo de noticias, y apenas hay escritores que se lanzan a sentarse a concebir sus obras; uno de los últimos fue José Hierro, que precisamente bajaba a uno para escribir sus poemas para mezclarse con el ruido de la vida. La mayoría de escritores clásicos, sin embargo, tomaron café tras café en su domicilio, como el Honoré de Balzac que tenía por costumbre acostarse a las seis de la tarde con la indicación a su criada para que lo despertara a medianoche, momento en que se ponía a trabajar de forma maratoniana, con el acompañamiento de un montón de tazas de café. Si no fuera por él, dijo, no sólo no hubiera podido escribir, sino vivir.
Y de esa opinión sería su compatriota Voltaire, asiduo del parisino Café Le Procope, que afirmó: «Claro que el café es un veneno lento; hace cuarenta años que lo bebo». Tanto de uno como de otro se dice que bebían varias docenas de café al día –otra cosa es que aquel fuera mucho más suave o tuviera menos cafeína que el actual–, lo cual pudiera parecer exagerado e iría en contra de un mínimo cuidado de la salud. Con todo, Voltaire pudo disfrutar de una larga vida, pues murió a los ochenta y tres años, aunque Balzac, probablemente debido a sus excesos con la comida y tal vez con la cafeína, falleció a los cincuenta y uno. Se dice que incluso masticaba granos enteros de café, crudos, y además cabe recordar que en 1839 publicó el Tratado de excitantes modernos, tan consciente era de la importancia que los efectos del café y otros energizantes podían tener en el cuerpo.
Es más, para Balzac, aparte de ser un estimulante físico, el café despertaba la creatividad: «El café acaricia la boca y la garganta y pone todas las fuerzas en movimiento: las ideas se precipitan como batallones en un gran ejército de batalla, el combate empieza, los recuerdos se despliegan como un estandarte. […] Las frases ingeniosas parten como balas certeras. Los personajes toman forma y se destacan. La pluma se desliza por el papel…». También acaso hubiera podido decir semejantes cosas Stieg Larsson, que murió de un infarto a los cincuenta años, en 2004, al poco de entregar el tercer volumen de Millenium a su editor y después de verse obligado a subir siete pisos de un edificio cuyo ascensor se acababa de estropear. En verdad, se dice que el escritor llevaba una vida contraria a los hábitos saludables: fumador empedernido, abusaba tremendamente del café a diario y se alimentaba de comida rápida: todo un perfil de personaje de novela negra.
Proust, Swift, Goethe y mil más escritores han escrito sobre esa necesidad del café en paralelo a la actividad literaria. De entre los contemporáneos, asimismo, es inevitable destacar a J. K. Rowling, quien al parecer escribió los dos primeros libros de su personaje Harry Potter en una cafetería de Edimburgo a la que solía ir llamada The Elephant House. De hecho, en una entrevista declaró que no quería interrumpir la redacción de la obra que estuviera escribiendo y prefería que le trajeran el café a la mesa antes que tener que levantarse ella en su casa para preparárselo.
Música heavy para concentrarse
Otra autora celebérrima y superventas, Isabel Allende, tiene otros rituales menos adictivos pero incluso más llamativos, algunos de los cuales pueden leerse en su propio sitio web. Un día, ante el aluvión de mensajes que le es imposible de contestar de lectores, académicos o periodistas con respecto a su trabajo, pensó que era buena idea hacer una recopilación de preguntas que le habían realizado para la prensa en los últimos años, y en esos renglones hay explicaciones de sus procedimientos literarios que no tienen desperdicio alguno.
La autora chilena afirma que se pasa diez o doce horas al día sola escribiendo, sin hablar con nadie ni contestar al teléfono. En ese estado de concentración y aislamiento extremos, se siente como «un medio o un instrumento de algo que está sucediendo fuera de mi control, son voces que hablan a través de mí. Estoy creando un mundo que no me pertenece». Al lado esto, hay que decir que otra de sus costumbres es llevar consigo siempre una libreta donde tomar notas, algo que hace todo el tiempo, dice, y añade que escribe «directamente en mi computadora sin guion. Una vez que termino el libro en la pantalla, lo imprimo por primera vez y lo leo. Recién entonces sé de qué se trata».
Pero, sin duda, lo que más llama la atención es que el 8 de enero es un día sagrado para ella, afirma literalmente: «Llego a mi oficina muy temprano, enciendo algunas velas para convocar a los espíritus y las musas. Medito por un tiempo. Siempre tengo flores frescas e incienso. Trato de relajarme, de entregarme a la experiencia que comienza en ese momento. Nunca sé exactamente lo que voy a escribir». Es un acto de escritura casi de médium, que ella compara como si estuviera embarazada de algo grande, como si hubiera estado gestando algo dentro de sí que de repente tiene que parir. «Trato de escribir la primera frase en un estado de trance, como si alguien la estuviera escribiendo a través de mí», confiesa.
Pues bien, por darle un contraste a toda esta imaginería simbólica, citemos al mundano Georges Simenon, uno de los narradores más prolíficos de todos los tiempos que, sin embargo, dijo en sus Memorias íntimas que su trabajo era, esencialmente, ser padre. De esta forma, y en contra de lo que pudiera suponerse, contó que su manera de enfrentarse a su máquina Remington era muy simple y breve: madrugaba mucho y se ponía a escribir, tan concentrado y con tamaño esfuerzo que hasta acababa sudando, y a tras la redacción de un número determinado de palabras, ya a primera hora del día estaba libre y disponible, y no sólo para sus hijos, pues el único hábito capaz de compararse con el de fumar la pipa con la que aparece en tantas fotos fue el de tener relaciones sexuales de forma compulsiva. Cada día, desde los doce años, entró en prostíbulos o buscó a chicas a diestro y siniestro con las que acostarse, hasta el punto de que, como le contó a Federico Fellini –declaración recogida por la revista L’Express–, se fue a la cama con unas diez mil, si bien aseguró que ello no respondía a vicio alguno, sino que solamente tenía la necesidad de comunicarse.
El escritor francés llevó ese ritmo de escritura durante sesenta años, y con él hizo multitud de novelas de entretenimiento y suspense, y si hoy buscáramos a autor muy cercano a él en cuanto a popularidad y capacidad de trabajo, sin duda uno de ellos sería Stephen King. En Mientras escribo, por cierto, el autor norteamericano contó que trabajaba con música de AC/DC de fondo: una extravagante manera esta de hallar la concentración precisa para urdir tramas oscuras, podría pensarse, pero la creatividad disciplinada crece haya lo que haya alrededor.
«Bebo un vaso de agua o una taza de té», refería King, «entre las 8 y las 8 y media de la mañana me siento a escribir: siempre en la misma silla, siempre tomando mis vitaminas y siempre con los papeles bien ordenados en el mismo lugar sobre el escritorio. Hacerlo igual cada día es como para apurar al cerebro y decirle: “vas a estar soñando muy pronto”». Y vaya si debe soñar ese cerebro suyo, porque sus propias pesadillas parecieran cobrar vida en sus obras. Este maestro del terror asegura un mínimo de seis páginas diarias escritas y considerando sus millones de novelas vendidas y casi cien libros, parece una buena ecuación.