Rodrigo Fresán
El estilo de los elementos
Literatura Random House
720 página
POR LEILA GUERRIERO

Todo estaba escrito. A la vez, no había sido escrito nunca. El estilo de los elementos (Random House, 2024), la última novela de Rodrigo Fresán, argentino residente en Barcelona desde 1999, contiene muchos de los temas que aparecen en sus libros anteriores (la infancia, la memoria y su ausencia, las voces narrativas nimbadas por el desconcierto, los padres terribles, los niños náufragos de todo menos de sí mismos, los escritores excelentes que fracasan y los escritores malos coronados por el éxito, la vocación de la lectura), y su estilo inconfundible: las frases desmedidas anudadas a una estética rizomática, arbórea, cronometrada: «Entonces Land preguntándose también cómo era que, hasta hace minutos, inolvidable, él comenzara a olvidarla porque la había soñado (la respuesta es que ese había sido un sueño profético y, por lo tanto, hasta entonces y cuando corresponda, su soñada yacerá en la más animada de las suspensiones y volviendo de tanto en tanto como el ya pasó de lo que ya pasará)». Todo estaba escrito, pero es como si hubiera sido escrito por primera vez, expandida como está su prosa de un doble filo que consiste en tener respeto por la materia con la que trabaja e irreverencia para usar el lenguaje como si fuera un juego sin reglas. En la página 32 de una novela en la que su autor está en pleno dominio de sus recursos, posiblemente el risco más alto de su muy alta cadena montañosa de grandes obras (por citar algunas: Historia Argentina, Jardines de Kensington, La parte inventada, La parte soñada, La parte recordada, Melvill), hay un anuncio para navegantes que podría ser la clave de lectura: «La infancia de nuevo es una invención que recién comienza a funcionar como tal demasiado tarde: cuando ya todo ha pasado y se lo contempla desde cada vez más lejos pero sintiéndolo cada vez más cercano». En los agradecimientos finales, al consignar la simiente de esta novela, se mencionan dos elementos: una cena con el autor norteamericano John Irving y la película Licorice Pizza, de Paul Thomas Anderson. Los caminos que llevan a encender la imaginación de un autor son insondables, pero algo es seguro: aunque Fresán tiene nueve libretas anotadas con argumentos para futuras novelas, y jamás ha escrito ninguna de ellas, seguirá sin necesitarlas porque lleva, dentro de sí, historias para cinco vidas. Y cómo se unieron Irving y Licorice Pizza para generar El estilo de los elementos es un misterio, por más respuestas que Fresán haya intentado. La primera versión fue escrita en poco más de un mes tiene setecientas páginas y su magia de libro denso con levedad milagrosa que habla con nitidez de algo lejano para un autor adulto la infancia es una proeza inexplicable de dimensiones épicas.

En La velocidad de las cosas, una obra de Fresán publicada en 1998, el narrador dice: «Yo siempre quise ser escritor. Desde que tengo memoria. Y no haber tenido que renunciar a mi vocación original a mi primer átomo privado e indivisible ha compensado con creces la ausencia involuntaria de un Dios a quien rezarle y a los sucesivos huracanes de una educación agnóstica: cuando los deseos que se formulan durante la infancia se convierten en realidad, entonces uno no puede sino saberse en deuda para siempre. Esa deuda no exige ser saldada sino que se le permita crecer y alimentarse con el vértigo y el apetito de un agujero blanco. Escribo desde el centro de ese agujero. No quiero salir. No hace falta». El narrador no es Fresán pero comparte con él ese designio desde la infancia: el deseo excluyente de ser escritor. De esa operación natural para cualquiera que escriba ficción prestarle filias y fobias propias a sus personajes, en El estilo de los elementos conviene seguir el hilo de una sola todo lo demás es terreno resbaladizo: lo que parece inventado (por brutal) aconteció, lo que parece acontecido (por razonable) posiblemente sea un invento, y esa sola cosa es la fertilidad lectora de Fresán de la cual ha contagiado a su protagonista, Land, un niño entrañable de diez años que rechaza con fuerza toda posibilidad de ser lo que Fresán siempre quiso ser escritor pero quiere, con la misma fuerza, ser lo que Fresán sigue siendo y le permite ser lo que es: gran lector.

Hay autores que generan su propio adjetivo: dickensiano, proustiano. Fresán hace tiempo que ha generado el suyo: fresaniano. Eso no implica la reiteración automática de un sistema sino el cultivo de una voz propia que genera un universo distinto libro a libro, como una ciudad a la que se regresa decenas de veces y en la que siempre hay algo por descubrir.

Fresán ha imaginado a su protagonista, como a todos sus personajes, con el rostro de Bill Murray, aunque es posible que se parezca más al actor–niño T.J. Lowther de A Perfect World, el film de 1993 dirigido por Clint Eastwood: grandes orejas, rostro dulce y mirada compungida, se pasa buena parte de la película disfrazado de Casper, el fantasma amistoso, contemplando, entre la incomprensión y el azoramiento, la brutalidad adulta que se levanta a su alrededor protegido por el escudo de la candidez y la inocencia. Land es una criatura fuertísima sin ninguna conciencia de su fortaleza, arrojada a un clima de locos, a la juntura imposible de dos padres desaprensivos, moviéndose en un círculo de adultos preocupados sólo por ellos mismos.

Estructurada en tres partes, la novela comienza con la infancia de Land en Gran Ciudad I, sigue con la adolescencia de Land en Gran Ciudad II, y termina con un Land muy distinto en Gran Ciudad III, cuando el planeta ha sido arrasado por un virus que carcome la memoria. Aunque está recorrida por un neologismo fresaniano, Nome, de Nomeacuerdo, el resultado es paradójico, porque la novela narrada por una voz cuya memoria se desvanece reconstruye hasta el último detalle de una infancia y una adolescencia transcurridas en ciertas ciudades latinoamericanas que no se nombran pero que son muy reconocibles (Buenos Aires, Caracas; el borramiento de los gentilicios es habitual en la obra de Fresán, y estaba ya en su primer libro, Historia argentina, que, publicado en 1991, produjo un sismo y seguramente engendró a muchos autores y autoras que ni siquiera sabían que lo eran, insuflados por la felicidad literaria que provocaban esos cuentos-ovnis llegados de ninguna parte), y logra un retrato de época impecable en el que se ve, entre otras cosas, cómo funcionaban ciertos ambientes intelectuales en los años ´60 y ´70 en el país del cual Fresán es originario, de qué manera los hijos de esos intelectuales se movían en un magma de desaprensión parental, tratados como electrodomésticos a los que sólo había que apretar los botones de on y off, y cómo la violencia, evidente o soterrada, corría como sangre negra. Land es hijo de dos editores prestigiosos, con una altísima opinión de sí mismos, a quienes les gustaría mucho que su único hijo fuera escritor. Land, a su vez, está aferrado a la convicción de que no quiere, de ninguna manera, escribir, pero sí leer. Todo. Cuanto antes. Para siempre. Las circunstancias políticas de Gran Ciudad I gente que desaparece, que pasa a la clandestinidad hacen que los padres de Land decidan exiliarse en Gran Ciudad II y, por supuesto, llevan a Land con ellos. Claro que, al mejor estilo «Padres de Land», se van primero y lo mandan después, solo, en avión, despachado como una pizza de delivery. Y así es como Land aterriza en Gran Ciudad II, que se parece mucho a Caracas. Allí no es un niño aquejado por el exilio sino, al contrario, alguien que descubre, en el complejo con piscina al que ha ido a parar, un espacio sensual y lúdico, una fuente de ciertas desgracias (recibe trompadas y burlas de algunos matones) pero también de lujuria y amor. En ese sitio conoce a las hermanas Victoria, Tregua y Derrota. Las tres son hermosas, pero él se enamora de Derrota a quien llama Ella, con mayúscula, como si fuera la única y la última, una mujer-niña que mira «como si mirase fijo hacia delante pero, simultáneamente, como si mirase a los lados. Mirando como mira un ave, un caballo, un delfín». El amor adolescente se palpa en toda su enloquecida dimensión: el arrebato, el pudor, la zozobra, la timidez, todo envuelto en una prosa que tiene la cadencia del deslumbramiento y un erotismo perlado de elegancia: «Y (a Land le resulta más fácil y tanto más atractivo creer en muchos dioses tan creativos que en un solo Dios tan poco inspirado más allá de aquellos seis días) si según su enciclopedia mitológica en fascículos había una diosa del amor llamada indistintamente, en Atenas o en Roma, Afrodita/Venus, es seguro que también debería haber una diosa de la sexualidad adolescente y femenina conocida como Lycra/Spandex, ¿no? Así desde entonces Land creerá sin dudarlo, siempre, más en los envolventes y como cromados trajes de baño de una pieza por encima de todo ejemplar en dos nada voluminosas sino brevísimas y demasiado reveladoras partes que anulan el misterio de lo por revelar. Y Land los preferirá por inexpugnables a la vez que tanto más estimuladores de la imaginación (y, además, inmunes a toda posibilidad de “accidente” o “desliz” dejando al aire algo que se ve por apenas unos segundos y a comentar luego durante mucho tiempo pero que, en verdad, preferiría no haberse visto para así poder seguir fantaseándolo)».

Parte de la grandeza de El estilo de los elementos reside en que, haciendo un dibujo detallado de cierto niño en cierto lugar específico de cierta época del siglo pasado, resulta un atlas universal de la infancia, ese país del que no conviene alejarse aunque los adultos hagan esfuerzos por expulsar a todos de allí, como si fuera una enfermedad que hay que atravesar rápido para inmunizarse. Land mira de cerca y siente de lejos ese ecosistema enajenado y vanidoso constituido por sus padres y otros personajes adultos como Moira Münn, Silvio Platho, el Tano «Tanito» Tanatos, entre quienes brilla como un diamante el gran César X Drill, autor de la novela gráfica La Evanauta, en clara alusión a El Eternauta, del argentino Héctor Germán Oesterheld, secuestrado y desaparecido durante la dictadura militar que comenzó en la Argentina en 1976. César X Drill es alguien que ya estuvo ahí –«ahí», en su caso, quiere decir muchas cosas–, sobrevivió –por un tiempo– para contarlo y baja de la montaña con sus tablas de la ley de viejo zorro experimentado. «Cuidado con lo que deseas, Land, porque puede que nunca se haga realidad. Lo más importante no es ese deseo cumplido sino la formulación del deseo y cuál es el estilo de los elementos que lo componen. Por eso es que cuesta tanto escribir a secas, por eso hay que desear escribir como si se leyera y leer como si se escribiera», dice César X Drill en ese rol tutelar de quien detecta una sensibilidad a la que nadie presta atención y tiene grandes esperanzas de que el niño pueda y sepa preservarla como un tesoro.

El estilo de los elementos es también un fresco que parece tener la voluntad de reproducir cada uno de los objetos, gestos, usos y costumbres de una infancia y una adolescencia transcurridas en dos ciudades de Latinoamérica en los años ´60 y´70 y es, por momentos, una excavación arqueológica a cielo abierto de las series, programas de televisión, discos, golosinas y juegos de mesa de aquellos tiempos, enumerados en largas y adictivas listas que son, cómo no, magdalenas proustianas. La contracara de esas listas minuciosas es la lúgubre luz de ausencia que se proyecta cada vez que se menciona a los desaparecidos: «Desapareciéndolo, desapareciéndolos: sus almas rotas, sus cuerpos extrañados y, tanto tiempo después, demasiado tarde, sus calaveras sonriendo al saberse por fin encontradas y reconocidas. Así (cuando nadie pensaba que pensaba en eso) pensó Land: “Los quiero a todos, los quiero mucho… No los voy a olvidar nunca más o, al menos, haré mucha fuerza para jamás dejar de recordarlos… No importa cuántos sean. No importa cuántos vayan a ser o no ser: siempre serán muchos, demasiados, incontables”».

Si el núcleo duro de la primera parte es Land sumido en un mundo adulto y su convicción de no querer escribir, y la segunda es el descubrimiento del amor y la reafirmación de su vida como lector –abandona el colegio y, sin que sus padres se enteren, a lo largo de dos años se escapa al centro comercial Salvajes Palmeras donde lee centenares de libros que consigue en una librería del mall–, la tercera es la contracción pánica de todo eso, el repliegue, la narración de quien ha sido exiliado no de un territorio sino de la vida viva. El narrador, derrotado por la adultez, desencantado y cínico, se ha convertido en ghost writer de autobiografías ajenas, un fantasma a precio fijo, escritor gastado de las gastadas memorias de otros. Enrarecida por una textura febril que remite a películas retrofuturistas como Gattaca, la tercera parte tiene una belleza penosa –la belleza de lo que se ha perdido– y transcurre en una ciudad distópica muy similar a Barcelona aunque se la percibe como un asteroide huérfano donde los amaneceres y los atardeceres son controlados de manera artificial. Su estructura está sostenida por una irónica serie de consignas que podría recibir un aspirante a escritor en un taller literario, y funciona como sarcástico manual de antiescritura y crítica ácida a ciertas facetas del ecosistema literario. Pero, en ese mundo entristecido, aparece una fisura. Que tiene la forma de un objeto que ha llegado desde muy lejos en el espacio y en el tiempo de manos de alguien que nunca debió desaparecer. Y allí, poco a poco, Fresán prepara sus mejores armas hasta lanzar sus flechas, dos frases que dan en el centro exacto de la más perfecta emoción.

Mucho antes de eso, en la página 44, César X Drill le dice a Land: «el verdadero núcleo de todo libro, el auténtico protagonista, es su idioma. No el idioma en el que está escrito sino el idioma dentro de ese idioma. Eso que ahora yo busco y persigo. Eso que no es otra cosa que un estilo único dentro del estilo ya reconocible y propio de su autor: su elemento secreto, su lenguaje aprendido para ese libro en particular que, si todo va y sale bien, enseñará a sus lectores para que lo hablen leyéndolo y que, si no consiguen aprenderlo, les sacará la lengua y les gritará como grita un loco». En El estilo de los elementos Fresán hace contacto máximo con su elemento secreto y encuentra su lenguaje, largamente aprendido, para este libro en particular. Aunque no fue escrito con ese propósito, su destino lo excede: será, para muchos, el libro que despierte el deseo de escribir y/o de leer. Decenas de escritores y lectores cachorros le deberán a El estilo de los elementos esa salvación y esa condena. En un fragmento de La velocidad de las cosas se dice: «No hay pensamiento más absurdo y soberbio que el convencimiento de que una historia concluye cuando se la ha terminado de contar». Esta historia no ha terminado. Land sigue vivo. Vivirá para siempre.