POR EDGARDO DOBRY

Una entera etapa de la obra de Rubén Darío, y hasta de toda la poesía hispanoamericana, tiene como pórtico un párrafo del ensayo que José Enrique Rodó publicó en Montevideo en 1899 Rubén Darío, su personalidad literaria, su última obra:

La poesía enteramente antiamericana de Darío produce también cierto efecto de disconveniencia, cuando resalta sobre el fondo, aún sin expresión ni color, de nuestra americana Cosmópolis, toda hecha de prosa. Sahumerio de boudoir que aspira a diluirse en una bocanada de fábrica; polvo de oro parisiense sobre el neoyorquismo porteño (1899, 37).

 

El léxico de Rodó es suavemente agresivo: ofende precisamente por la estudiada blandura del «sahumerio de boudoir» y del «polvo de oro». Esa carga condensaba parte de las que ya le habían lanzado Juan Valera («Veo, pues, que no hay autor en castellano más francés que usted»), Clarín («Colorines y trompetería») y Unamuno («Eternismo y no modernismo es lo que quiero») en parecidos términos y entonaciones de elogio envenenado. «Su libro no enseña nada […], está impregnado de espíritu cosmopolita», escribió también Valera acerca de Azul el mismo año de su publicación, 1888.

Con aquellas palabras, Rodó introducía y justificaba la sentencia que, dice, había «oído en cierta conversación»: la que afirmaba que «Darío no es el poeta de América». A diferencia de los escritores españoles del 98, Rodó se ubicaba nítidamente en el ámbito latinoamericano acompañando a Darío en la formación de un espacio literario propio en el que a un gran poeta moderno corresponde un crítico a su altura, que lo juzgue y trace su marco de legibilidad. Rodó no impugnaba la ambición de modernidad de Darío sino su falta de sensibilidad política. Por eso, al hablar de «neoyorquismo porteño» no piensa sólo en poesía. En esas palabras se condensa el argumento de lo que iba a combatir en Ariel: el peligro de una «cosmópolis» demasiado tentada por la cultura de la productividad y el dinero, y descuidada de la moral cristiana. A diferencia de Martí, que advierte sobre el peligro de Estados Unidos como futuro invasor de Hispanoamérica, Rodó ve un fantasma menos marcial, más sutil y ya extendido: la relación entre pragmatismo protestante y consumismo burgués. Se diría que, en Ariel, Rodó da por anticipado la respuesta católica a la tesis, algunos años posterior, de La ética protestante y el espíritu del capitalismo, de Max Weber.

Rubén Darío, que ya entonces era el poeta más reconocido e imitado de la lengua, podría haber ignorado la crítica de Rodó, quien por otra parte no iba a alcanzar relevancia en todo el ámbito del castellano hasta los años posteriores de la publicación de Ariel (1900). Pero, como había hecho con Juan Valera –a quien, en el prólogo a El canto errante (1907), reconoce como «quien dio a conocer, con un gentil entusiasmo muy superior a su ironía, la pequeña obra primigenia que inició allá en América la manera de pensar y escribir que hoy suscita, aquí y allá, ya inefables, ya truculentas controversias» (Darío, 1977, 303)– y con Unamuno –de quien reseñó en La Nación de Buenos Aires sus Poesías: «Su canto, quizá duro, me place tras tanta meliflua lira»–, muestra aquí una nueva expresión de ese «no rechazar teresiano» que, en 1955 (Algunos tratados en La Habana), José Lezama Lima iba a identificar como característicamente americano: ese poeta que todo lo absorbe, que todo lo metaboliza, incluidas las críticas, y hasta los exabruptos. En 1901, la segunda edición de Prosas profanas aparece en París con un prólogo de Rodó, aunque por descuido del editor no salió la firma del uruguayo. Darío, sin embargo, no se limitó a la mera caballerosidad. El verdadero impacto de esa negación como poeta americano está, nítido, completo, en Cantos de vida y esperanza, cuyo poema primero y principal, homónimo, está encabezado por una dedicatoria a Rodó. Es el que empieza:

«Yo soy aquel que ayer nomás decía / El verso azul y la canción profana…».

 

Darío está, aquí, leyéndose y corrigiendo el rumbo de su poética: del decadentismo de sus dos primeros libros importantes, Azul y Prosas profanas, se quieren alejar, en buena medida, estos Cantos de vida y esperanza. Como anuncia en el prólogo: «Si en estos cantos hay política, es porque parece universal. Y si encontráis versos a un presidente, es porque son un clamor continental: Mañana podremos ser yanquis (y es lo más probable)» (1997, 244). El presidente al que se refería era Theodore Roosevelt, que ocupaba la Casa Blanca desde 1901, definido aquí como:

«[…] El futuro invasor / De la América ingenua que tiene sangre indígena, / Que aún reza a Jesucristo y aún habla español».

 

El perentorio «aún» tiene un sonoro eco algunas páginas más adelante, en el poema «Los cisnes», donde leemos:

 

«¿Seremos entregados a los bárbaros fieros? / ¿Tantos millones de hombres hablaremos inglés? / ¿Ya no hay nobles hidalgos ni bravos caballeros? / ¿Callaremos ahora para llorar después?».

 

Aquí la conmistión de literatura y política alcanza su nudo más visible: ¿quiénes serían, ya en pleno siglo xx, los «nobles hidalgos» y los «bravos caballeros»? ¿Pensaba Darío que Rodrigo Díaz de Vivar y don Quijote iban a salvar a los pueblos hispanoamericanos del invasor del Norte? Darío avivaba así, en su estilo, la alarma que, quince años antes, había encendido José Martí con sus crónicas desde Nueva York, donde advertía:

 

Jamás hubo en América […] asunto que requiera más sensatez, ni obligue a más vigilancia, ni pida examen más claro y minucioso, que el convite que los Estados Unidos potentes, repletos de productos invendibles, y determinados a extender sus dominios en América, hacen a las naciones americanas de menos poder, ligadas por el comercio libre y útil con los pueblos europeos, para ajustar una liga contra Europa, y cerrar tratos con el resto del mundo. De la tiranía de España supo salvarse la América española; y ahora, después de ver con ojos judiciales los antecedentes, causas y factores del convite urge decir […] que ha llegado para la América española la hora de declarar su segunda independencia (1977, 57).

 

Llevada esta admonición política, comercial y militar al ámbito de la poesía, la advertencia de Martí significaba que el peligro ya no venía de ese pasado español, anquilosado y vetusto, de esa «lengua de Cervantes, viejo reloj rouillé que está marcando todavía el siglo xvi» –en palabras de Sarmiento– o de esa «tradición hermosillesca» a la que Darío, en su autobiografía de 1912, reconocerá haber hecho, en sus años azules, «todo el daño que me era posible» (1991, 92). La amenaza viene ahora del futuro inminente y está escrita en las garras del águila imperial que compra con dólares y habla en inglés. A ella responden los versos de Darío, como el Ariel de Rodó responderá al Calibán anglosajón.

Pero había algo más, algo que tocaba al lugar del poeta en el nuevo panorama político de los países hispanoamericanos. Algo que modificaba la tajante división entre la poesía y ese «et tout le reste est littérature» que Darío había tomado de Verleine y que se había afirmado, en Azul y en Prosas profanas, como la defensa del reino interior, ámbito de belleza y armonía, frente a la brutalidad burguesa, el espacio urbano de la vulgaridad y de la fealdad industrial. Esta oposición, que los modernistas adoptaron a la letra del simbolismo francés, muestra la singular encrucijada del poeta, aristócrata del espíritu y, a la vez, ganapán de toda clase de trabajos y sinecuras, desde cargos diplomáticos al albur de las satrapías centroamericanas a corresponsal de los grandes diarios en toda clase de eventos. Darío que, en su juventud, como escribe Octavio Paz, se había visto obligado para justificar los mecenazgos a escribir «odas y sonetos a tigres y caimanes con charreteras» (1990, 132), encuentra ahora la ocasión de ocupar un lugar imprescindible, una posición de intelectual, en el pleno sentido que este término había adquirido en Francia por aquellos años entre los dos siglos. El poeta del «reino interior», que permanecía ajeno a la maquinaria pragmática que rige el mundo moderno –esa ajenidad que representa el jardín del rey burgués en el que poeta de Azul moría de frío, olvidado precisamente a causa de su inutilidad práctica y de su gravedad poco bufonesca–, se desliza ahora hacia la figura de un vate anunciador de unos graves peligros acerca de los cuales lloraremos después si callamos ahora. Algunos de los historiadores más sutiles vieron en este segundo Darío su destino verdadero, considerando el de sus primeros libros como una «pose». Max Henríquez Ureña, al referirse al prólogo de Prosas profanas en que el poeta se jactaba de sus «manos de marqués», apunta: «Todo esto es pose que desaparecerá más tarde, cuando Darío asuma la voz del Continente y sea el intérprete de sus inquietudes e ideales» (1962, 97). Henríquez Ureña asume la senda trazada por Rodó: el poeta de América será poeta político (asumirá «la voz del Continente») o no será sino epígono de corrientes adaptadas, con mayor o menor fortuna, de otras latitudes.