Toda una estirpe de poetas americanos sale de este giro rubeniano, que alcanza como mínimo a Neruda, no al Neruda azul de Residencia en la tierra sino al del Canto general, tan cercano, por otra parte, a este Darío que, en el mismo poema a Roosevelt, piensa en «la América grande de Moctezuma» y en «el noble Cautemoc» y que esccribió: «Yo no estoy en un lecho de rosas». De hecho, en el primer verso, cuando le dice a Roosevelt: «¡Es con voz de la Biblia o verso de Walt Whitman, / que habría que llegar a ti, Cazador!», Darío está haciendo explícita la genealogía que Neruda iba a prolongar en la parte más abiertamente política de su obra, en el Canto general: «Walt Whitman, levanta tu barba de hierba, / mira conmigo desde el bosque, / desde estas magnitudes perfumadas»; y también: «Dame tu voz y el peso de tu pecho enterrado, / Walt Whitman, y las graves / raíces de tu rostro para cantar estas reconstrucciones!».
Se trata de lo que Max Henríquez Ureña denomina «segunda etapa» del modernismo, la «americanista», que tiene su capital en esa misma Buenos Aires del «neoyorquismo porteño»:
«Dentro del modernismo pueden apreciarse dos etapas: en la primera, el culto preciosista de la forma favorece el desarrollo de una voluntad de estilo que culmina en refinamiento artificioso y en inevitable amaneramiento […]. En la segunda etapa se realiza un proceso inverso, dentro del cual, a la vez que el lirismo personal alcanza manifestaciones intensas […], el ansia de lograr una expresión artística cuyo sentido fuera genuinamente americano es lo que prevalece. Captar la vida y el ambiente de los pueblos de América, traducir sus inquietudes, sus ideales y sus esperanzas, a eso tendió el modernismo en su etapa final, sin abdicar por ello de su rasgo característico principal: trabajar el lenguaje con arte» (Henríquez Ureña, 1962, 33).
Este segundo modernismo, atento a las urgencias de la «sangre de Hispania fecunda», tuvo una inesperada culminación en un libro extremadamente reconcentrado y decadente: el Lunario sentimental en que Lugones puso el reino interior al borde de la implosión, un libro destinado a agotar las posibilidades metafóricas de la luna, desde las más o menos sublimes, pasando por el lugar común de la moneda y la medalla, hasta llegar a las abiertamente estridentes, como «fugaz sardina» o «en mi poético exceso / naturalmente es queso». Es célebre el modo en que Borges iba a escarnecer el exhibicionismo rimador de Lugones, que fabrica pares del estilo de boj/reloj o náyade / haya de o la sardina, que acabamos de mencionar, y mandolina. Chirría aquí el elemento feísta del modernismo. Nada estaba más lejos del espíritu de Lugones que la vía panamericanista y panhispanista emprendida por Darío; nada podía causarle más rechazo que esa «sangre india» y esas ensoñaciones con Moctezuma y Cautemoc. Lugones soñaba ya con una Buenos Aires como nueva Atenas, como heredera fuerte del «linaje de Hércules», conclusión de sus programáticas conferencias sobre el Martín Fierro, de 1913. Y, sin embargo, encabeza el Lunario sentimental con un prólogo que, hasta cierto punto, tiene un visible aire de familia con el de Darío a Cantos de vida y esperanza. El texto está dedicado a justificar la necesidad del poeta en la sociedad de la producción industrial y el capital: «Va pasando, por fortuna, el tiempo en que era necesario pedir perdón a la gente práctica para escribir versos». Esta «gente práctica» es, claro, la misma a la que se refería Rodó con su «neoyorquismo porteño». Aunque Lugones iba a quejarse unos años más tarde –en el prólogo a El payador (1916)– de «la plebe ultramarina, que, a semejanza de los mendigos ingratos, nos armaba escándalo en el zaguán» (1991, 15). Esa era la parte del «neoyorquismo» que le molestaba: la gran inmigración, una invasión, para Lugones, más temible y concreta en el Río de la Plata que la amenaza de Estados Unidos. Pero, en el prólogo a Lunario sentimental decía:
«El lenguaje es un conjunto de imágenes, comportando, si bien se mira, una metáfora cada vocablo; de manera que hallar imágenes nuevas y hermosas, expresándolas con claridad y concisión, es enriquecer el idioma, renovándolo a la vez. Los encargados de esta obra, tan honorable, por lo menos, como la de refinar los ganados o administrar la renta pública, puesto que se trata de una función social, son los poetas. El idioma es un bien social, y hasta el elemento más sólido de las nacionalidades» (1988, 92).
Se prefiguraba allí la que sería, en su prolífica producción del Centenario (1910), la idea central: la patria tiene un cuerpo, el territorio; y un alma, la lengua; ninguna de las dos puede dañarse sin perjudicar su integridad. El primero, el territorio, lo defienden los militares; el segundo, el idioma, es la jurisdicción del poeta. Nada de las «ínclitas razas ubérrimas» tiene aquí cabida: lo importante es la nacionalidad, que es una y no busca fundirse con otras. De aquí al fascismo hay sólo dos pasos, y Lugones, como sabemos, los franqueará con contundentes zancadas unos años más tarde. Pero no deja de ser significativa la voluntad de justificar, en un libro tan inmotivado como Lunario sentimental, la utilidad y necesidad del poeta, de ponerlo al mismo nivel del que cultiva las mieses y administra la renta pública. No es el mismo «clamor universal» del que se reclama Darío; es un clamor nacional pero no menos urgente, no menos elocuente en su necesidad de justificarse (por mucho que Lugones empiece diciendo que ya ha pasado el tiempo en que era necesario pedir perdón). En esa primera década del siglo xx algo ha cambiado en la forma de pensarse de los poetas: el valor estético, sin renunciar a su sublimidad, se ha vuelto permeable, atento a cumplir una función social, cultural, política en definitiva. Buena parte de la poesía escrita en Hispanoamérica saldrá de este giro contundente, predicho y presidido por la admonición del arielismo. Como si no sólo Darío sino la entera lírica hispanoamericana del siglo xx encontrara su verdadero destino –y abandonara sus «poses»– cuando se impregna de sensibilidad política.