He ido a la Feria de Guadalajara varias veces, y puedo decir que, de las Ferias que conozco, es la que más me gusta. Hay, en mi apreciación, razones objetivas y también subjetivas. Hay, posiblemente, justicia e injusticia a la vez, pero desde mi primer viaje, hace ya unos cuantos años, he vuelto siempre a Madrid con la maleta llena de libros y la agenda con direcciones y contactos de nuevos amigos.
Si no me equivoco, en mi primer viaje, que fue infernal, sólo estuve allá dos o tres días y volé haciendo escala en Los Ángeles. Como hacía escala en EE.UU., me cortaron el pasaporte (sí, en Barajas, con una tijera), y tuve que correr desesperada por el aeropuerto para conseguir un documento nuevo. Soy fóbica con los viajes, le tengo miedo al avión, así que a punto estuve de quedarme en casa pero, a último momento (no me extiendo con la aventura), el trámite se solucionó, y llegué agotada a Guadalajara. Mi primer aprendizaje fue, por lo tanto, no viajar nunca haciendo una escala en Estados Unidos.
Así, pues, llegué agotada, pero en ningún momento me arrepentí. Mi cometido, entonces, era presentar un número de la revista «Sólo cuento» que yo había coordinado desde Madrid, con cuentistas españoles. La revista estaba dirigida por Rosa Beltrán, a quien yo no conocía y, como eso era todo lo que tenía que hacer, pude disfrutar de la Feria y de mis tres días como si fuera una visitante.
La FIL de Guadalajara, hay que decirlo, es gigantesca, un auténtico monstruo. Es enorme, difusa, y la maravilla es que funcione bien. Como no tenía demasiada tarea, me dediqué a escuchar todas las charlas que me interesaban, y pude ver cómo los mexicanos hacían magia y pasaban del caos absoluto a un orden impresionante. En medio de la confusión sonaba un timbre y, de manera absolutamente puntual, lo que antes era una masa informe se convertía en una serie de actividades magníficamente planteadas donde pude disfrutar de la magia de los mexicanos. No recuerdo bien qué oí, pero todo era bueno, bien fundamentado, serio, perfectamente organizado. Mi anfitriona pasaba de mesa en mesa con una soltura envidiable y desarrollaba distintos temas como si se hubiera doctorado en todos ellos. Esa, la calidad de las charlas, su riqueza de perspectivas, fue mi primera sorpresa. La segunda fue mi rápida amistad con Rosa Beltrán, el único contacto que tenía en la Feria, con la que pasé tres días conversando y tejí un vínculo que aún perdura. En el hotel, situado frente a la Feria, nos encontrábamos para intercambiar ideas, y de allí, de estas conversaciones informales, surgió un volumen de microficción que publicó la Universidad Nacional Autónoma de México, La aldea de F., un peculiar homenaje a Arreola que coordiné y prologué, con cuatro autoras residentes en España. La última sorpresa de ese día fue un viaje breve a Tlaquepaque, un pueblecito turístico pero lleno de encanto, donde escuché a las primeras «mariachas» de mi vida y compré esa artesanía que, de tan hermosa, me produce crisis de ansiedad. Allí también, creo, yo, que soy casi abstemia, aprendí a beber tequila con sangrita, buena costumbre mexicana que tampoco he abandonado.
En este mismo viaje me presentaron a un muchacho joven, bastante tímido, con el que empaticé en el acto, en parte porque compartíamos editorial, en parte, también, porque su libro, El jardín japonés, me había encantado. Antonio Ortuño y yo seguimos encontrándonos en otras ferias y en otros ámbitos, lo presenté en la Feria del Libro de Madrid cuando ganó el premio Ribera del Duero, leí sus otros libros y su amistad fue otro de los regalos de aquella Feria.
Hubo más encuentros en México, pero se me mezclan un poco. En uno escuché, por fin, y tan lejos, el filandón de José María Merino, Juan Pedro Aparicio y Luis Mateo Díez, creo que en esa ocasión me habían invitado como autora argentina y tuve que llegar hasta México para asistir a lo que en España hacía tiempo que tenía ganas de escuchar. Entonces sentí ese «tan lejos, pero tan cerca», propio de las grandes Ferias.
Para no confundir momentos e historias, voy a recordar ahora mi último viaje que fue, creo, hace dos años. En esa ocasión me habían invitado, no como argentina, ni como española, sino como europea. Era una invitación curiosa: el plantel, por llamarlo de alguna manera, estaba constituído por escritores y escritoras cuyo origen no coincidía con el país de residencia. Así como yo era la representante de España, otro autor, Mohamed Mbougar Sarr, nacido en Senegal, representaba a Francia. De pronto comprendí que estaba frente a una idea genial, que la coordinación de la Feria estaba enfrentando un tema importante tantas veces soslayado, no tenía una visión tradicional de la vieja Europa sino que la ponía en el mapa literario tal y como era ahora, con sus riquezas y contradicciones, un continente de migrantes, de los que estábamos desplazados y a la vez llamados a modificar las historias y el idioma, y de eso, de esos cambios, de esas tensiones, íbamos a hablar. El debate, y el encuentro con Mohamed, Premio Goncourt reciente, fue un auténtico regalo. No sólo coincidimos en muchos puntos de vista, sino que además presenté su novela, La más recóndita vida de los hombres publicada en España por Anagrama y que pronto saldría en Argentina. Allí conversé con él y, aprovechando el encuentro, pudimos organizar un largo reportaje para periódicos argentinos del que todavía me enorgullezco.
Podría contar muchas más de esta Feria siempre fecunda. Como, por ejemplo, el hecho de que lleven a los autores a compartir charlas con chavales en los colegios, que haya actividades dirigidas a ellos o que, por el hecho de residir en el mismo hotel, los desayunos en el bar sean un punto de encuentro. Allí, por ejemplo, Martín Kohan me puso al día sobre la situación en Argentina, o me encontré con mi querida Socorro Venegas, con quien siempre conversamos sobre vida y literatura, me encontré también, cómo no, con mi editor de Madrid, Juan Casamayor, y comimos reflexionando sobre nuestra América Latina, sobre la comunidad del cuento, entre las risas y las ironías, que tanto me divierten y que con tanto acierto practican los mexicanos, intercambiamos ideas más serias también, sobre el dolor de un país. Cada vez que voy a la Feria de Guadalajara vuelvo con ideas para escribir, nuevos amigos, y una percepción ampliada de lo que se hace en otras literaturas en castellano. Aunque me cuesta mucho organizar el viaje, que es largo, aunque debo desplazar otros compromisos, siempre que me invitan a Guadalajara digo que sí, y empiezo en el acto a escribirle a los amigos para ver qué hay de nuevo, que me recomiendan ver, en dónde nos encontramos.