POR  RAFAEL ARGULLOL

A Juan Malpartida

ARISTÓTELES EL DESCUIDADO

 Zoraida había conservado el brillo en los ojos pese al transcurso de los años. Era lo más destacado de su cara junto a la nariz aguileña, un poco cleopatrina si juzgamos por algunos retratos más o menos fiables de la reina de Egipto. Había heredado la nariz de su padre, un rico comerciante con aficiones esotéricas, quien le había dado este nombre, Zoraida, en honor de una alquimista árabe y quizá intuyendo las futuras inclinaciones de su hija.

Conocí a Zoraida en tiempos juveniles, cuando era una hechicera en formación y sobresalía por su simpatía, sus rarezas y sus magníficos ojos azules. En una ocasión me hizo muchas preguntas sobre el día y hora de mi nacimiento para confeccionar un horóscopo bien detallado. Nunca pasé a recogerlo, falto de curiosidad astrológica, y Zoraida se esfumó de mi camino hasta el encuentro de hoy. Eso no quiere decir que desconociera su reputación, pues hasta los periódicos informaban de que Zoraida había adquirido tal grado de excelencia en la adivinación que se había erigido en la hechicera favorita de las clases pudientes. Sus servicios estaban solicitadísimos.

Hoy, al encontrarnos en la calle, lo primero que he hecho ha sido felicitarla, y luego la he invitado a un café. Ella, que parecía tan contenta como yo por nuestro encuentro, me ha regañado inmediatamente por lo del horóscopo. Reposaba entre los papeles de Zoraida desde hacía dos décadas, nada menos. Al reñirme su tono era el mismo de antes: el de la niña mimada que arrastra desdeñosamente las sílabas bien por pereza, bien por ánimo de seducción o, con mayor probabilidad, por una mezcla de ambas cosas. Cuando ha finalizado el cariñoso reproche, Zoraida ha pasado sin transición a lo importante:

–Chico, Aristóteles y Ptolomeo hubieran podido ser menos descuidados.

Naturalmente en un principio no he entendido nada. Pero Zoraida ha hecho caso omiso de mi cara de piedra y ha continuado con las razones de su desengaño. Por lo que he podido apreciar el núcleo de la cuestión estribaba en la torpeza de los dos pensadores al traducir e interpretar los antiguos textos babilónicos. Al equivocar una estrella por aquí y al fallar en un cálculo por allá resultaba que primero Aristóteles y después, al seguirlo, Ptolomeo habían inducido a toda la civilización occidental a errores de bulto que distorsionaban cualquier investigación. Estábamos a ciegas, por así decirlo, a causa de aquellos personajes, poco duchos en la traducción y mal preparados para interpretar las trayectorias astrales.

–Ya podrás imaginar el disgusto que me llevé –ha exclamado Zoraida con su voz de seductora perezosa y como si Aristóteles hubiera sido un amante que había fallado en el momento decisivo.

Tras este descalabro la pobre Zoraida tuvo que emplearse a fondo, pues adivinó que la suerte de la civilización occidental recaía sobre sus espaldas. Dejó de lado las mixtificaciones aristotélicas y ptolomeicas y se dispuso ella misma a empezar de nuevo. Estudió las lenguas mesopotámicas para traducir los textos antiguos sin lamentables intermediarios y aprendió a descifrar los jeroglíficos egipcios. Poco a poco, sin caer nunca en el desaliento, Zoraida fue recomponiendo lo que los otros habían descompuesto por miopía o precipitación. Gracias a sus esfuerzos los astros volvieron a hablar según les correspondía; es decir, sin los tartamudeos que les asignaba el poco cuidadoso Aristóteles.

–Fue duro pero tuvo su recompensa –afirmó triunfalmente Zoraida.

Tranquilizado por la idea de que el universo ya estaba otra vez en su sitio, pregunté tímidamente por las conclusiones de mi horóscopo.

–Chico, menos mal que no viniste a recogerlo. Los augurios no podían ser peores. En mi vida he visto un horóscopo más negro que el tuyo.

Aunque no creo para nada en la astrología me he quedado blanco como la cera. Entonces Zoraida, a punto de zamparse el bombón que acompañaba al café, ha soltado una sonora carcajada.

–No te preocupes, hombre. Los cálculos estaban equivocados. ¿No ves que entonces todavía hacía caso a Aristóteles?

 

EL PROFESOR DE ARTE

Roca, el eminente crítico y profesor de Arte Contemporáneo, estaba a punto de pronunciar la frase que más había pronunciado en las últimas décadas. Miró hacia el público que llenaba el auditorio y sin dirigirse a nadie en concreto tomó aire para, a continuación, muy lentamente, casi con deleite, desgranar las sílabas.

–El u ri na rio de Du champ.

Siempre quedaba aliviado tras soltar estas ocho sílabas. Se sentía espiritualmente satisfecho y con esa tranquilidad que proporciona el deber cumplido. En realidad el profesor Roca tenía una relación tan estrecha con el urinario de Duchamp que apenas transcurría un día de su vida sin que se refiriera al célebre mingitorio. Si se le preguntaba por la principal obra de arte del siglo xx respondía indefectiblemente: «El urinario de Duchamp». Pero no se acababa aquí su admiración. En la mente del profesor Roca el urinario duchampesco era, se mirara como se mirara, la cima del arte, la expresión definitiva y revolucionaria de lo artístico. La vanguardia, no había duda, conducía al urinario. Sin embargo, cuando se contemplaba sin prejuicios la historia del arte se comprobaba que todos los caminos convergían en el urinario de Duchamp. Entre la Capilla Sixtina y el urinario solo había un pequeño trecho, y no mucho mayor era el recorrido que debía realizar la imaginación para trasladarse desde las oscuras cavernas del Lascaux o Altamira hasta la resplandeciente cerámica del mingitorio.

Esa seguridad en el destino del arte había encumbrado al profesor Roca, considerado uno de los mayores expertos en la creación contemporánea. De hecho, había sido requerido desde muchas universidades para que disertara sobre su tema favorito. Estaba orgulloso de ser la máxima autoridad en la obra maestra de Duchamp y poco le importaba que sus alumnos le apodaran «Profesor Urinario», como se encargó de confesarle un descerebrado que un día se dirigió a él con este apelativo tal si fuera lo más natural del mundo. A Roca no le afectaban estas menudencias, ocupado como estaba en sus múltiples ponencias y publicaciones alrededor de la dinámica excrecional del arte.

La existencia del profesor Roca transcurría sin sobresaltos, afianzado como estaba su prestigio en una época que idolatraba, como a un tótem, a su querido urinario. No obstante, una noche tuvo dos sueños consecutivos que le turbaron. En el primer sueño se le apareció Marcel Duchamp en persona, un Duchamp ya entrado en años, delgado y con una pipa en la boca. Sobre el pecho, como si fuera un escapulario, llevaba colgado un pequeño tablero de ajedrez. Lo miró con ojos escrutadores. Luego le riñó con severidad:

–¿Aún no te has dado cuenta, imbécil?

Tras decir esto Duchamp desapareció. Roca se despertó sobresaltado. Creía que ya permanecería desvelado, pero pronto se durmió y sufrió el asalto de un segundo sueño. En él el urinario se ensanchaba y se ensanchaba hasta convertirse en una enorme bañera, casi una piscina. El profesor Roca estaba a punto de precipitarse en ella. Cuando al fin caía, abrió los ojos aterrorizado y empapado en sudor.

Durante una temporada estuvo muy preocupado con estos dos sueños. ¿Y si eran una premonición? Sin embargo, sus convicciones eran tan arraigadas que logró dar la vuelta a los presentimientos y consideró los sueños como la confirmación de que el destino del arte y el suyo propio quedaban sellados en el seno acogedor del urinario. Reanudó sus intervenciones y perfeccionó el canto de las sílabas que tanto gustaban al público.

–El u ri na rio de Du champ.

Esporádicamente no podía evitar que una voz retumbara en su interior.

–¿Aún no te has dado cuenta, imbécil?

 

EL HOMBRE MÁS FELIZ

¡Hipopótamo! Claro, es él. No recuerdo su nombre auténtico pero por fin me he acordado de su apodo. Lo llamábamos Hipopótamo y a veces, para acortar, Hipo. Supongo que porque era torpe y pesado y, si no estoy equivocado, también olía bastante mal. Éramos de la misma promoción en la escuela, al menos durante los últimos cursos. Ahora su silueta se recortaba con claridad en el decorado del año inmediatamente anterior a la universidad. Los profesores lo consideraban un desastre y entre nosotros, los alumnos, tenía fama de ser un tipo bonachón en el que no se podía confiar por demasiado estúpido.

Por lo que he deducido, Hipopótamo me ha reconocido enseguida, mucho antes de que yo lo hiciera; sin embargo, el concierto ya había empezado y no ha podido saludarme, como seguramente era su intención. Esto no lo ha desanimado porque no ha dejado de mirarme con insistencia sin hacer demasiado caso al pianista que interpretaba el Concierto para piano número 12 de Mozart. A decir verdad, daba la impresión de que a Hipopótamo no le importaba Mozart en absoluto, sino que toda su atención se concentraba en mi persona: quería comunicarme algo con la máxima urgencia.

Como estaba sentado a unos metros de distancia, en la fila de delante, Hipopótamo tenía que girarse de manera bastante ostentosa, algo que incomodaba probablemente a varios espectadores, además de a mí. A medida que el concierto avanzaba mi observador disimulaba menos su impaciencia. Sus ojitos brillaban en la penumbra y la sonrisa de complicidad, oscilante al principio, se había vuelto permanente: no había duda de que desde su punto de vista había entre nosotros una fervorosa intimidad. Por mi parte, trataba de adivinar por qué éramos tan íntimos mientras disimulaba con los ojos dirigidos hacia el pianista.

En el transcurso del primer movimiento nada pude averiguar. Durante el andante mi memoria se abalanzó sobre el mayor número de cabezotas posible con la esperanza de recuperar la de aquel insolente que me espiaba descaradamente. No obstante, fue en el allegretto cuando el truco acabó funcionando. La revelación no fue repentina sino más bien el fruto de ir escarbando lentamente. Tras cada cabezota surgía una nueva cabezota, como en las matrioshkas rusas. Antes de llegar a Hipopótamo tuve que recordar a bastantes otros imbéciles. Pero al fin apareció él, allí, en el último curso del colegio, tantos años atrás. Aquel que me miraba con avidez era el increíblemente torpe Hipopótamo, pero no como entonces, un zarrapastroso, sino elegantemente vestido con una americana de lino blanca.

Al acabar el concierto Hipopótamo aplaudió junto a los demás espectadores, si bien no vuelto hacia el escenario sino hacia mí. Los aplausos consiguieron del intérprete un par de bises, lo cual no hizo sino aumentar la impaciencia de mi antiguo condiscípulo, que parecía dispuesto a saltar hacia mi asiento aplastando a varias señoras que se interponían entre nosotros.

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