Finalmente se acabaron los aplausos e Hipopótamo pudo avanzar pesadamente hacia mí. Era enorme y su oronda cabeza, sostenida en un cuello corto y grueso, era una calabaza a punto de estallar. Con las prisas atropelló a un anciano que caminaba con pasos vacilantes y se plantó ante mí.
–¿Sabes? Me ha ido muy bien en la vida.
Me quedé tan admirado que no supe qué preguntarle para justificar una afirmación tan contundente. Hipopótamo no necesitaba preguntas para justificarse. Estaba seguro de lo que decía.
–Soy senador.
Pude recordarle que también Calígula había nombrado senador a un caballo, pero en lugar de esto lo felicité.
Me guiñó el ojo:
–No era ninguna lumbrera, pero fíjate.
Mi fijé, como me pedía. Me fijé en aquel rostro satisfecho y procuré que la expresión de Hipopótamo se me quedara grabada para siempre. Continuaba siendo un imbécil, cierto, pero nunca había encontrado un hombre que pareciera tan feliz con su destino y, posiblemente, nunca lo encontraría en el futuro. Enhorabuena, Hipopótamo.[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]