Pierre Michon
Llega el rey cuando quiere. Conversaciones sobre literatura
Traducción de María Teresa Gallego Urrutia
Wunderkammer, Terrades (Girona), 2018
160 páginas, 21.00 €
POR CRISTIAN CRUSAT 

 

A estas alturas, la historia es tan conocida que prácticamente no hace falta volver a contarla. A comienzos de febrero de 1984, la editorial Gallimard publica el primer libro de un autor desconocido y provinciano (es decir, educado lejos de la capital, en un entorno rural; más en concreto, en el departamento de la Creuse, en el puro centro del hexágono que dibujan las fronteras de Francia). El autor, llamado Pierre Michon, está a punto de cumplir los treinta y nueve años y durante casi dos décadas, básicamente desde que sucedieron los acontecimientos de Mayo del 68, ha encontrado demasiadas excusas para integrarse en la vida civil, hasta el punto de llegar a vivir, como él mismo confesó, «de la caridad pública». Pero Vidas minúsculas —así se titulaba el libro— asombra de inmediato por su sostenido sobrecogimiento, por su flaubertiana incomodidad escritural, por su ferviente anhelo de «resucitar» textualmente a un puñado de personajes anónimos. El libro se alza pronto con el Prix France Culture y Pierre Michon se convierte en un autor insoslayable de la literatura francesa, amén de un celebrado representante del milagro de la literatura, tan caro a las sociedades espectaculares: «El milagro era sencillamente poder, casi con cuarenta años, festejar que se hubieran acabado mis duelos. Era que mi desastre íntimo se resolviera en proeza; mi incapacidad, en competencia; mi melancolía, en júbilo; en resumen, todo en su contrario. Pero ya conseguido y demostrado todo eso, ¿qué hacer con esa competencia y ese júbilo?».

Desde entonces, el quehacer literario de Michon ha consistido en indagar, mediante una particular estética de la identidad oblicua, en los destinos de una serie de personajes en trance de construirse a sí mismos o de conquistar su propio sentido. En general, en su proyecto narrativo abundan los creadores: escritores y pintores que, inmersos en la búsqueda de su mito personal, tienen en la creación su principal drama y único valor.

Pero antes, mucho antes, todo comenzó con aquellos célebres personajes «minúsculos». ¿Quiénes eran? Ocho existencias modestas que gravitaban alrededor del propio autor, acosado permanentemente por las amenazas del fracaso, la indignidad y la impostura; un autor que apenas lograba escribir y que se había transustanciado en una suerte de «Charlot que glorifica a los tontos del pueblo y los duelos familiares, que se inventa una genealogía, que recurre a un padre desaparecido, que escribe para los muertos con la devota esperanza de que van a responder (quizá, en cierto modo, sí han respondido)». Desde el principio hubo algo ardiente en la escritura de Michon, un desesperado afán de reconciliación con el áspero mundo que lo rodeaba.

Al diseminar elementos autobiográficos en los textos de Vidas minúsculas, Michon halló un modo mediante el que afirmar su quebradiza e inestable identidad literaria y, al mismo tiempo, conjurar los más profundos temores estructuralistas (cabe recordar que en 1969 Barthes decretó la muerte del autor, aunque en 1973 matizó su dictamen y, ya en 1975, publicó un libro de elocuente título, Roland Barthes par Roland Barthes: el muerto se empeñaba en regresar a la vida). Conjurando tales recelos y fetiches teóricos, Michon, a su manera, halló el modo de reencontrarse de nuevo con un mundo del que se había ausentado tras años de aislamiento y extravío en un árido islote levantado a base de textos e imposibilidades: «Puede ser que ese acto de surgimiento que fueron las Vidas minúsculas me abriera los ojos al mundo, me permitiera ver; y no cabe duda de que entre los quince y los treinta y cinco años no vi literalmente nada. Me aparté tanto de todo lo que había sido mi calvario, mi imposibilidad de escribir, y el mundo se me apareció, como quien dice. El mundo y las imágenes, que son el mundo del mundo».

El milagro de este robinsón literario, como suele ocurrir con la mayoría de los milagros, encerraba una descomunal paradoja: había encontrado el éxito al narrar de manera tan descarnada como sublime su propio fracaso de escritor mediocre de provincias. Era imposible continuar por esa senda. Michon, en consecuencia, optó por rastrear las sospechas del fracaso y las causas del milagro artístico entre los pintores y escritores que, a lo largo de la modernidad, habían convertido la creación en uno de los grandes mitos de nuestro tiempo (y sin el cual, tal vez, no hubiera tenido lugar el éxito de Michon). En resumen, se dedicó a examinar lo que aconteció tras el viaje de Rimbaud a Abisinia y la llegada de Van Gogh a Arles. 

Para llevar a cabo este proyecto, Michon se encomendó a su reconocible estilo —«la literatura es una forma venida a menos de la oración, la oración de un mundo sin Dios»—, a su predilección por el retrato —«me parece la forma más acabada, más frágil, más conmovedora del gran arte de Occidente»— y a su esencial «iconolatría» o culto de las imágenes –«lo que busco es un arte de la evocación, un arte de la aparición»–. Y así, tras Vidas minúsculas, Michon dio a la imprenta en 1988 Vida de Joseph Roulin, un memorable texto sobre la figura de Vincent Van Gogh, si bien contemplada a través de los ojos del factor Joseph Roulin, el muy socrático vecino y empleado de los servicios postales franceses que trabó amistad con el pintor holandés a su llegada a Arles. Mediante su oblicua estrategia de la aparición (toda vez que Roulin no deja de ser un testigo «minúsculo» del milagro artístico), Michon presenta al lector el renovado inventario de preocupaciones de Van Gogh, cuya muerte se describe de manera conmovedora gracias a una dislocada yuxtaposición de motivos procedentes de varios cuadros del pintor. Esta «vida», por lo demás, inauguró una serie de retratos de pintores que incluye a Francisco de Goya, Antoine Watteau, Piero della Francesca y Claudio de Lorena, «donde se habla de forma flagrante de la representación, de su vanidad y de su necesidad, pero donde lo más importante, sin duda alguna, fue para mí la revisión del valor, la búsqueda del mínimo denominador común de la humanidad que existe entre mentes excepcionales indiscutibles, Van Gogh, Watteau, y un factor simplón o un sacerdote cortesano melancólico». En el volumen Señores y sirvientes, publicado por Anagrama en 2003, encontrará el lector esta fantástica galería.

Entre las ficciones sobre escritores (Beckett, Faulkner o Balzac, incluidos en Cuerpos del rey), destaca por razones obvias Rimbaud el hijo, de 1992, cuya leyenda se reelabora bajo las siguientes premisas: «¿Cómo hizo usted esas obras no siendo sino lo que era? ¿Cómo hace usted de negatividad virtud?». A partir de un recorrido vital inamovible —Charleville, París, Harar—, es decir, de un referente firme y bien establecido, el retrato de Rimbaud por parte de Michon cautiva por la elección de los detalles, determinados por el punto de vista que adopta la narración: «En mi Rimbaud, por ejemplo, intenté ver en qué punto mi propia persona y la suya concuerdan». En cierto modo, el libro es un espléndido cara a cara entre dos adolescentes de provincia que, a la postre, arroja luz sobre la mítica juventud del autor de Una temporada en el infierno.

La literatura de Michon se ha nutrido asimismo de los archivos y crónicas municipales, elementos indispensables para realizar su proyecto reparador. En cierto modo, es como si este autor francés se hubiera propuesto la escritura de la autobiografía del género humano: «Busco hombres en los archivos, los encuentro e intento volver a darles vida». A este empeño responde un título como Mitologías de invierno, cuya edición española se acompaña de El emperador de Occidente, otra breve narración de finales de la década de 1980 que tiene como protagonista a Prisco Atalo, un personaje histórico con el que Michon se topó en Historia de la decadencia y caída del Imperio romano, de Edward Gibbon. Por su parte, una de sus obras más recientes, Los Once, que recibió el Gran Premio de Novela de la Academia Francesa en 2009, también abreva en uno de los periodos más significativos de la historia moderna: la última década del siglo xviii, los años 1793 y 1794, el Terror,  donde «intento enfrentarme con el nudo de las artes y de la política, el eclipse de Dios, el asesinato del padre y la matanza recíproca de los hijos, y la impotencia de las artes para dejar constancia de ello, todo ese lío. O también: ¿por qué la Revolución no produjo obras de arte a la altura del acontecimiento?».

Sobre todas estas obras y sobre otras como El origen del mundo dialoga en profundidad, matizando aseveraciones y alumbrando nuevas regiones de su pensamiento literario, Pierre Michon en Llega el rey cuando quiere, publicado por la editorial Wunderkammer, cuyo catálogo constituye un audaz dialecto literario. Este libro, además, inaugura la llamada «Colección Áurea», que se suma de esta forma a los títulos que ya alberga la «Colección Clásica» (Pierre Loti, Raymond Roussel, Julia Kristeva, Villiers de L’Isle Adam…). Todas las citas entrecomilladas que se han asperjado a lo largo de la reseña proceden de este valiosísimo libro de conversaciones, cuya mayor dificultad reside en deslindar qué frases decide uno no subrayar.

Traducido pulcramente por María Teresa Gallego Urrutia —quien ha vertido gran parte de las obras de este autor al español—, Llega el rey cuando quiere constituye un privilegiado umbral por el que acceder a una parcela literaria de singular importancia. Su habitante, ese náufrago de los archivos que responde al nombre de Pierre Michon, es un autor que nos recuerda que los autores de ficción narrativa son privilegiados intérpretes de la experiencia humana que, en lugar de ofrecer interpretaciones, crean objetos artísticos cuyo sentido debe ser descifrado oportunamente. De ahí la duda, el misterio, el temor, el milagro.

Resulta difícil no sentirse interpelado en la mayoría de las repuestas de Michon, que gravitan en torno a los motivos fundamentales de su obra y, en general, en torno a las habituales dudas que se presentan ante el fenómeno literario. Pero, también, ante nuestro esforzado día a día: «Creo que las obras mayores son opacas y añaden opacidad al mundo. Se convierten en una parte del mundo, y como tales las conocemos sin por ello entenderlas, como a los árboles o los peces». Así se asentaron en mitad del mundo los libros de Michon, y así nos ayudan a revelar su sentido estas extraordinarias conversaciones.