Tampoco Ramón Gómez de la Serna esquivó la atracción de esos núcleos, tan castizos como marginales, que representan los barrios tradicionales que albergan el Rastro y su prolongación hacia las zonas suburbiales próximas al río y a las Sacramentales. En estos paisajes de solares y descampados, de casas bajas y medianeras grises, de una nueva miseria que reúne la pobreza bíblica campesina y la marginación urbana, lo que llama los «barrios fuertes», sitúa Ramón la acción de La Nardo, una novela marginal y canalla, de prostitución, chulos de verbena y morfina, en la que se respira un olor a churros y gallinejas. La cartografía del Madrid apache y miserable de Ramón se completa con las referencias que dedica en El Rastro, un libro esencial en la vida y obra del escritor, a describir la vida y las gentes de las corralas y viviendas de los alrededores de la Ribera de Curtidores, todo a la sombra de la chimenea del Gasómetro que luego pintaría Ramón Puyol.

Domingo de carnaval es en cierto sentido una variación, pero en tradicional, de Esencia de verbena, la película urbana anterior de Ernesto Giménez Caballero, dedicada a un Madrid de vanguardia en el que las verbenas son las de las pinturas de Maruja Mallo y los suburbios los de las pinturas de Gabriel García Maroto, es decir, tan vanguardistas como castizos. Esta película debe algo a un libro de Giménez Caballero casi coetáneo, Julepe de menta (1929). Sin embargo, Neville, no muy lejos del ambiente de las kermeses de la Bombilla y de las verbenas de San Antonio de aires zarzueleros que recoge GeCé en su película, aunque rueda quince años más tarde, sitúa su obra en una época anterior, dándole un aire más del noventa y ocho. El escritor y director ubica el sainete carnavalesco que es Domingo de carnaval en 1917, un año clave en el que la crisis del sistema de la Restauración se abre con brusquedad al coincidir varios conflictos institucionales y sociales con la finalización de la oleada de prosperidad que trajo la demanda de los contendientes durante la Gran Guerra. El nacionalismo catalán, la huelga general de agosto, los disturbios campesinos andaluces y el corporativismo militar de las Juntas de Defensa confirman el fin de una época que se había iniciado con la Regencia, etapa que, durante la Guerra Civil, algunos conservadores de impulsos románticos consideraron algo parecido a una edad de oro. Fue un período mítico para escritores como Agustín de Foxá o el propio Edgar Neville, que vivieron en él su infancia y consideraban que el Madrid ideal era el de estos años de zarzuela y minoría real, de Teatro Apolo y tertulias de escritores modernistas, de asombro ante el nuevo siglo y las nuevas técnicas científicas que, en efecto, como decía la zarzuela, «avanzaban que era una barbaridad» y transformaban el mundo como confirmó tempranamente Filippo T. Marinetti. En fin, una época de transformaciones, sobre todo del propio Madrid, que confirmaba, como observaba el entonces poeta ultraísta Pedro Garfias, que «las cosas se habían roto».

Era una época idealizada –según proclamaron luego en los años de trincheras y del Burgos campamental y franquista– en la que el taller todavía no era industria y el menestral, que aún no se había convertido en obrero, alternaba con el señorito sin que terciase por medio la lucha de clases. Luego, en los años treinta, llegaría la sorpresa y la pregunta, muy retórica, de Ernesto Giménez Caballero –«¿Quién puso cartuchera sobre el vientre del lechero, alegre, de mi desayuno?»–, que en su Madrid nuestro (1944) insistía en el rechazo de la nueva ciudad surgida durante la República. Ya entonces Agustín de Foxá y Edgar Neville entonaban desde la Salamanca franquista el ubi sunt de la urbe de su infancia recurriendo al recuerdo de la mosca y el bigote de los alabarderos de Palacio o del carrito de la plaza de Oriente, en el que muchos llegamos a montar. Quizás también estos tres sainetes cinematográficos nevilleanos, situados en los años anteriores a 1917, haya que verlos como un canto a la ciudad añorada que, a pesar de la victoria, sabían definitivamente perdida.

En el caso de Edgar Neville, lo que hay en esta posguerra es añoranza, recuerdo de una infancia feliz que se extiende por simpatía a la misma época, la de la belle époque, bendecida también por la dulzura del recuerdo. Esta etapa, según nos dice en la Historia madrileña del medio siglo, era la de «la civilización más completa que ha conocido el mundo y que estaba gozando un bienestar alcanzado después de veinte siglos de depuración». En el período anterior a 1918 no existían los pasaportes, se llevaban en el bolsillo luises de oro que tenían validez internacional y, junto a la ausencia de conflictos, existía una estabilidad económica luego desconocida. Aquella añoranza propia de la aristocracia distaba de ser nostalgia preindustrial y, aún menos, agrarismo, pues para Neville el confort de la vida moderna, urbana y tecnificada era algo esencial. En realidad, no era otra cosa que el deseo imposible de vivir en una época sin problemas, aunque reconoce que era ñoña y algo aburrida. Y es que no se puede tener todo.

En Domingo de carnaval, más que nostalgia arcádica o proclama antiindustrial y ecológica –que algo hay en Neville como demuestra El último caballo–, lo que destaca es una decidida entrega a la pintura y también a la literatura.  En la película de Neville, como ya hemos adelantado, hay algo del ambiente de Insolación, mucho de los sainetes de Carlos Arniches, aún más del Gutiérrez Solana escritor –también muy del noventa y ocho, y especialmente de su magnífico Madrid, escenas y costumbres–, trazos del Valle-Inclán de Luces de bohemia y de los esperpentos –como Martes de carnaval–, al fin unos sainetes deformadores y bastante de su amigo Ramón, en especial de El Rastro y de La Nardo, obras cuya influencia se detecta en tipos y en secuencias del film. Probablemente, esta combinación imposible da un resultado original gracias a Neville, pues era, como Ramón y como muchos de la generación del veintisiete y del treinta y seis, un virtuoso a la hora de combinar la tradición y la modernidad, lo castizo y la vanguardia.

De la obra cinematográfica de Neville se pueden seleccionar algunos títulos que formarían parte de una sinfonía urbana madrileña que, a falta de un Walter Ruttmann y su Berlín, sinfonía de una ciudad, tuvo a Ernesto Giménez Caballero y su citada Esencia de verbena, que tanto debe al libro anterior Julepe de menta. En el caso de las obras de Neville, al contrario de muchos de esos cantos urbanos filmados, hay una estrecha vinculación con la literatura que ha tenido a Madrid como espacio protagonista. La relación es especialmente estrecha en Domingo de carnaval, una película en la que el aliento literario de todos los escritores citados y del propio Neville es intenso.

En Domingo de carnaval aparece con más nitidez que en otros trabajos la combinación de modernidad y tradición, de lo cosmopolita y lo castizo que caracteriza a la obra de Neville, un tipo que estuvo trabajando en Hollywood en los años dorados del cine y cerca de los aires renovadores. Sin duda, Neville hace buena la insuperable frase de Ramón en Elucidario de Madrid, donde dice aquello de «no quita el que tengamos churrerías, cafés cantantes y barrios castizos el que seamos neoyorquinos crúos», jugando con la referencia a los majos más radicales de Ramón de la Cruz. La atracción por lo madrileño como categoría cultural, que no por lo costumbrista, en la que el Rastro y los suburbios ocupan un lugar esencial, y la inclinación a lo castizo de Edgar Neville aparece en muchas de sus obras tanto escritas –se ha recuperado recientemente la casi desconocida Historia madrileña del medio siglo (Sevilla, 2020)como filmadas. Así pues, la postrera y memorialística Mi calle solo la supera Ramón Gómez de la Serna, quizás el escritor que mejor combinó lo madrileño y la modernidad. Todo ello sin olvidar que el interés hacia lo capitalino y su creciente protagonismo literario es una constante desde el noventa y ocho.

En lo que se refiere al cine de Edgar Neville, más cercana a Domingo de carnaval está una película anterior, menos conocida pero de título revelador: Verbena, un mediometraje realizado en 1941 y basado en un relato anterior a la Guerra Civil. Se trata de una obra extraña, más teatral que cinematográfica, en la que hay una atmosfera surrealista cuyo interés esencial es el entorno suburbial y los extraños personajes de feria, que parecen anticipar otras películas como La torre de los siete jorobados, aunque en este caso el relato sea de Emilio Carrere, escritor que se puede considerar el bohemio oficial de la capital.

La vocación por el mundo madrileño más popular y el interés por el carnaval más castizo de Neville, además de estar al servicio de una plástica y de expresarse a medio camino entre el sainete y el esperpento amable –de aguafuerte español, calificaba la película el propio director–, tiene un carácter documental, casi de narración antropológica. No es de extrañar que, desde esta combinación de literatura, de la pintura y los grabados de Gutiérrez Solana, y como si fuera unos Tristes trópicos a la madrileña, también se pueda contemplar Domingo de carnaval, un sainete filmado que recuperar siempre.[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]

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