POR FERNANDO NAVARRO

Llevo años escribiendo para ganarme la vida. Aprende a vivir de la pluma decía Flaubert. ¿O era Balzac? Siempre los confundo. Me hice guionista de cine por necesidad. Y escribí más bien por vanidad un libro de relatos entrelazados que conformaban juntos una (mi) primera novela. Entre guiones de televisión -empecé joven, en una serie diaria- y películas -filmadas o no- habré escrito entre unos cincuenta o sesenta guiones. Estoy en el proceso de escritura de lo que será, ahora sin relatos entrelazados, mi segunda novela. Estoy trabajando en dos guiones de cine que comienzan su filmación el año que viene. Estreno una serie de terror en dos meses y una película en unos siete. Me paso el día, los meses, los años, la vida, ante la pantalla. Frente a los dos procesadores de textos (el de guiones, por cierto, con sus propias reglas y formato estándar de la industria) ante los que Balzac -¿o era Flaubert?- hubiera disfrutado lo suyo.

Tecleo. Releo. Tecleo. Releo. Leo. Tecleo. Tecleo.

Y en este tiempo no pocas veces ha surgido una pregunta. Por parte de compañeros guionistas. Por parte de amigos escritores. Por parte de mi entorno cercano de músicos. Por parte de los pocos periodistas que se hicieron eco del libro conociendo mi trayectoria como guionista. ¿Por qué escribir un libro ahora? A ese pregunta suelen seguirle otras: ¿qué diferencia hay entre escribir cine y escribir literatura? ¿Es distinta la manera de abordar la escritura? ¿Las ideas? ¿En qué se parecen? ¿Cuándo o cómo elijo si una historia será un guion o una obra publicada? Mi oficio de escribir (cine) con mi vocación -tardía- de escribir (libros).

Vale.

Vamos a intentar contestar.

A lo segundo.

Aunque, siendo sinceros y tirando de tópicos, en realidad yo no elijo nada. Las historias, los personajes, van buscando acomodo y es más o menos el tipo de narración, el ritmo o algo tan prosaico como la capacidad de financiación la que decanta que el texto acabe siendo un guion -con suerte una película- o una novela, un relato o -aún con más suerte- el capítulo de toda una serie.

Aunque eso es hablar de dinero.

Y hablar de dinero está feo, ¿no?

Así que vamos al principio.

El principio es el mismo.

El impulso de retratar un lugar.

Un estado de ánimo.

Un personaje.

A veces es algo más prosaico. Mi única inspiración es la llamada de un productor decía Cole Porter. Lo siento, hemos vuelto al dinero al invocar a este compositor por encargo. Me siento cercano a él, a Carole King, Randy Newman, Ennio Morricone, Carmen Santonja, Ry Cooder o Jack Nitzsche; como desde siempre me he sentido cercano a Richard Matheson, Elmore Leonard, Leigh Brackett, Rafael Azcona, Clive Barker, Alan Moore, Luciano Vincenzoni, Jodoroswky, Gérard Brach. Todos ellos han escrito por dinero, por encargo, para otros; para el cine o la industria del cómic o han formado parte de la vieja y ya extinguida -cómo la echamos de menos- tradición del libro baratuno de páginas amarillentas que se lee un poco de esa manera. Todos han escrito y reescrito adaptando lo que querían contar -o la melodía que les rondaba por la cabeza- a lo que se les pedía. A por lo que se les pagaba.

Y así se podría, en fin, resumir la gran diferencia entre las dos escrituras: quién paga esta fiesta.

Pero, venga.

Vamos.

No hablemos de dinero.

Volvamos al principio.

El principio.

Dónde, cómo, por qué.

Cuánto.

Lo primero que escribo en ambos casos suele ser una imagen. Bueno, no. En realidad lo primero, más lejos en el tiempo, más escondido en el pecho, aún más profundo, en algún sitio de la cabecita es un sonido. Un sonido concreto siempre sobre la pantalla en negro. Ese sonido sobre negro suele ser el arranque de cualquier historia. El principio. A veces ni siquiera es aún una historia. A partir de ese sonido empiezo a imaginar tanto un texto literario como un guion. O incluso una crítica, hace mucho, cuando escribía críticas. En ese primer instante primordial no hay diferencias entre el guion, incluso si es de encargo, y el texto literario que será un cuento, una novela, y que se escribe por puro gozo y donde no hay más expectativas que las de ver las horas pasar. Que las de consumir el tiempo. Escribir como única manera de pasar el tiempo sería una buena manera de pasar el tiempo.

Entonces, vale, un sonido. Un sonido que será cine en el momento en el que lo describa en el guion, con toda la precisión de la que sea capaz, la naturaleza concreta del sonido. El sonido sobre negro que da paso a la primera imagen. El hilo que asoma y del que tirar para construir toda la historia. Yo no haré ese sonido. No lo crearé como tal. Solo lo describiré. No podré inventarlo. Solo invocarlo como se invoca la suerte. El sonido primero sobre negro del que parte el guion lo hará el actor quizá recitando una línea de propio guion o será puede un fragmento de la voz en off grabada ante un micrófono desnudo. O quizá lo haga el artista de foley -quizá el más bello oficio de todos los oficios que componen el cine- en una sala. O quizá sea un sonido vivo, no artificial; un sonido natural que registró el pertiguista en el rodaje. Ese sonido es cine. Y es cine porque lo imagino yo y lo hacen otros. El mezclador terminará de afinar el sonido que quizá ha pronunciado el actor, que quizá ha creado el ingeniero de sonido. Ese sonido es cine.

¿Es literatura ese sonido? Con él arranca, de igual modo, la narración. Con él empieza el viaje. Pero no es un sonido en realidad. Son palabras. Y es mi entera responsabilidad transmitirte a través de las palabras su longitud de onda, sus matices, ayudarte con los silencios que construyen el sonido. Me toca a mí grabarlo con palabras, editarlo con palabras; reconstruirlo. Y que con ese sonido lleguemos a las puertas mismas de la historia. Es literatura ese sonido.

Ahora sí: al sonido le seguirá una imagen. Al fin. Pensemos en esa imagen. Mmm. Un hombre. Un hombre abre los ojos en una cama. El sonido sobre negro lo ha despertado: era un golpe. Un golpe antinatural. Extraño. Como algo que se arrastra. O el paso de una cuchilla afilada sobre un cristal. O una voz que decía papá con el mismo timbre que el de un niño que murió hace tres años en esa misma mismita casa. Un sonido que no se puede producir a estas horas de la noche en esa casa vacía. Una casa sin niños ni cuchillas sobre el cristal. La imagen escrita ha pasado de la cabeza al teclado a la pantalla en blanco al pdf. Se imprime en la productora. ¿Quién lee esa imagen? ¿Quién espera en la estación vacía? ¿Un editor? ¿Un productor? ¿O todo un equipo esperando para ejercer sus distintos oficios? El cine está lleno de lectores: cada persona que hace la película. Lee esos nombres al principio o al final de cada película y tendrás a mis lectores potenciales cuando escribo un guion.

¿Por qué escribir un libro ahora? A ese pregunta suelen seguirle otras: ¿qué diferencia hay entre escribir cine y escribir literatura? ¿Es distinta la manera de abordar la escritura? ¿Las ideas? ¿En qué se parecen? ¿Cuándo o cómo elijo si una historia será un guion o una obra publicada? Mi oficio de escribir (cine) con mi vocación -tardía- de escribir (libros)

El editor, sin embargo, leerá cada palabra de mi texto literario con la exigencia y precisión de un cirujano. Analizará el ritmo preciso de la escritura imaginando casi el teclado clac clac clac rápido como ahora lo lees tú y las palabras se agolparán en su cabeza como estas palabras clac clac clac clac se agolpan en la tuya. Esta palabra sobra esta no va ¿no falta una coma? esto es un error de concordancia esto me gusta deberíamos darle más vida a este personaje ¿un capítulo más como este?

Las palabras tienen en el texto el valor de las palabras y son solo -¿solo?- palabras.

En el guion no.

Las palabras no son solo palabras.

Poco importan, a veces, las palabras en un guion.

El productor es tu otro lector. ¿Igual de exigente? ¿Más exigente? Quizá él te ha encargado este texto. Te ha pagado por él. Ha hablado contigo varias veces antes de que empieces a escribir. A veces con cierta desconfianza. Ha querido estar seguro de qué cuándo cómo por qué. El productor lee y piensa. Y las palabras no son palabras. ¿Cuánto cuesta?, se pregunta. En su cabeza empieza un viaje que va de una televisión a otra, de una plataforma a otra, de un gobierno a otro, de un inversor a otro. En cuanto el director -sin gorra ni gafas ni barba solo un hombre normal que va a filmar la historia- se sienta ante el texto surgen nuevas preguntas: Por qué esto mejor esto no esto me gusta esto lo quitamos dale una vuelta siempre el dale una vuelta hagamos otro borrador cambiemos el tercer acto este actor al final va a ser gallego y no andaluz reescribamos los diálogos para él no podemos rodar en esa localización uy se nos va a quedar largo esto quitemos la secuencia de acción. Dale. Toma. Toma. Dale. Clac, clac, clac.

Es inmediato.

Y no puede detenerse.

Como Evel Knievel lanzado hacia el fuego.

En cuanto se lee un guion que gusta, un círculo de personas e intereses se mueven en torno a su transformación.

El hombre que ha despertado en esa casa vacía es un hombre distinto en tu cabeza y en la mía. En la del director sin gorra y el productor de las cuentas mentales. Pero ya que se va a filmar, al filmarse solo puede ser un hombre y no los mil hombres en las mil camas que serían ese hombre en esa cama. No te has atrevido a describir mucho sus rasgos: para qué perder el tiempo, piensas. Al final lo hará el actor que tenga fechas, el que esté disponible, el que nos venga bien a todos, el que salga por la tele haciendo el tonto a la hora de la cena y escuchando gilipolleces frente a dos calcetines. En el relato publicado, en la novela que escribes, ese hombre sí tiene unos rasgos precisos que tú has buscado que tenga y has pasado un buen rato describiendo el olor que desprende y los dientes verdosos amarillos y la forma de su nariz y la manera de hablar que has reproducido tal cuál la quieres, porque son palabras, solo palabras lo que usas. Y tu personaje será mil personas en mil cabezas y no se paseará por los platós escuchando tonterías de dos calcetines en horario de máximo audiencia.

El guionista teclea su guion y lleva unas cuantas páginas dalequetedale hasta que, algo pasa. ¿Me aburro? ¿Te aburres? Qué cruel es el espectador futuro de esta película no nacida, piensa, o añora; porque de escribir para su amigo el editor él podría frenar de manera caprichosa la narración y decir un poco lo que piensa, puede incluso decirse en voz alta que no tiene miedo de aburrir y que el hombre que al que ha despertado el ruido piensa algo que solo nuestro escritor sabe que piensa o se ha acordado de algo que nos lleva a muchos siglos atrás y podemos contar esos siglos atrás y otro paisaje y no importa lo que cuesta viajar ni lo que cuesta pararlo todo para que el hombre de la cama se acuerde de algo. Ojo, porque la trama avanza por otro lado: el guionista se da cuenta de que el hombre al que llevamos siguiendo media hora en la pantalla tiene que hacer algo. Rápido urgente venga. Que no se quede parado pensando en cosas de hace un siglo. Porque esto no es un libro, no te entretengas. Porque en una mesa de una tele alguien tiene una fila de guiones que leer y este está colmando su paciencia y en una mesa italiana1 con todos los actores se han escuchado algunas toses y suspiros y en un cine alguien que no tiene mucho dinero resopla pensando por qué me metí justo en esta película con las otras dos que había y el escritor de la película que soy yo que soy el escritor del relato piensa que no puede aburrirte y que tiene que pasar algo y algunos a veces tienen una pizarra en la que pone las cosas que van a pasar para que la gente no se aburra. Y en el libro las palabras son hermosas y te permiten viajar y piensas que es como mirar por la ventana del tren y que a veces es mejor mirar por la ventana del tren que llegar a donde vaya el tren. ¿A dónde va el tren?

El tren: la gente quiere pasar un rato delante de una pantalla. Que le cuenten algo más o menos interesante, sí, claro. Pero que no le aburran. Y eso haces. Eres guionista. Tu trabajo es no aburrirlos. Entretenerlos. Con todas las herramientas que tienes a tu disposición. Sin pudor. Sin prejuicios. Vas a pasar un buen rato -en mi caso, que hago terror y thriller sobre todo vas a pasar un mal rato- y es lo que le prometes a toda esa cadena de personas y lectores de un texto no escrito; vas a pasar un mal rato y a ganar algo de dinero le prometes al productor; vas a pasar un mal rato y no vas a mirar al reloj, le prometes al futuro espectador.

El libro: el libro quiere enredarte con sus palabras y entretenerte, sí. No quiere que lo dejes aburrido y busques otro. Eres escritor y en el libro te tomarás tu tiempo y recordarás que cuando empezaste por aquel sonido solo querías contar una historia en la que la palabra dinero no estuviera tanto en tu cabeza. O en la que te desordenaran las páginas y cambiaran incluso el significado. Porque en el montaje, la última escritura del cine, el guionista ve transformado y reescrito su manuscrito. Y piensas de nuevo en el dinero porque te pagan por eso.

Un sonido sobre negro.

Un lector abre un libro, pasa las páginas. Escuchamos el papel. El cine que tiene en su cabeza proyecta las imágenes.

Un sonido sobre negro.

El ajetreo del hall de un cine. Moqueta en el suelo. Olor a palomitas. Un espectador ha comprado su entrada. Ha leído algo bueno en algún lado. O ha encontrado la película empezada en televisión. O la ha buscado en una plataforma.

La película me necesitó y me abandonó. La escribí y otros la hicieron y pegaron los trocitos y en el montaje la reescribieron. La estrenaron y ahora vive en el recuerdo de todos los que la hicimos. El libro te necesita, solo a ti, en la cama o en el sofá; como te necesito yo, atento y tranquilo, llegando al final de este texto que, por supuesto, no he escrito por dinero.

1. Allí donde se reúnen actores, escritor y director a leer el guion futuro, la película no rodada. Por primera vez. Y en voz alta.