POR RODRIGO FRESÁN
Fotografía de Magdalena Siedlecki

UNO. Comienzo a leer Montevideo de Enrique Vila-Matas (fotocopia de pruebas anilladas) en plenísima olísima de calorísimo en el mes de julio más agosto que se recuerda. 

Comienzo a leerlas, también, en el día de mi cumpleaños número 59 (coincidente con el de la muerte de Jane Austen y la publicación de Mein Kampf y, fuera de lo literario pero culpable de tantas malas novelas, del alzamiento del Cauidillísimo y todo eso). Comienzo a leerlo con la refrescante tranquilidad de saber que no trata de la Guerra Civil ni de los cuarenta años de dictadura ni de la Transición ni de la Memoria Histórica que, para demasiados, es Memoria Histérica. 

Haya paz o al menos tregua: uno a esta altura comienza a leer un libro de Vila-Matas con la certeza y el agradecimiento y el placer y el pasmo de saber que Montevideo no va a tratar ni se va a tratar de otra cosa que no sea Vila-Matas. 

Es decir, Montevideo trata sobre leer y escribir. 

Pero -detalle pertinente, decisivo, definitivo- sobre leer y escribir Literatura.

DOS. Me explico, mejor, por las dudas: lo de Vila-Matas no es auto-ficción. Y él mismo ya dice mejor que nadie en la página 63 cuando, didáctico y con la paciencia con la que se le habla a un niño, explica: «la autoficción (que no existe, porque todo es autoficcional, ya que lo que se escribe siempre viene de uno mismo; hasta la Biblia es autoficción, porque empieza con alguien creando algo), la autorrepresentación, la no ficción, que tampoco existe porque cualquier versión narrativa de una historia real es siempre una forma de ficción, ya que desde el instante en que se ordena el mundo con palabras se modifica la naturaleza del mundo».

Y, claro, al final, casi todo aquello que viene denominándose «autoficción» no es, finalmente y en principio, otra cosa que autoayuda para sus propios y lastimeros y auto-chocados ficcionalistas.

TRES. Lo que no quita que -sin proponérselo, pero con sus innumerables propuestas- los libros de Vila-Matas acaben ayudando ya desde el principio. Vila-Matas ayuda a leer y a escribir porque todos sus libros tratan, finalmente, insisto, sobre eso. Y, posiblemente, Montevideo trate sobre eso más que nunca. 

¿Quedó claro? Espero -supongo- que sí. Pero, por las dudas, voy a ser más preciso: los libros de Vila-Matas tratan sobre Vila-Matas porque su tema/trama no es otro que el acto de leer primero y después pensar en lo que se ha leído y después escribir sobre lo que se pensó al leer y, finalmente, pensar en lo que se escribió al pensar en lo que se leyó para, por fin, escribir todo eso en lo que uno (y me afirmo y reafirmo aquí como lector de todo lo que escribe Vila-Matas) acabará pensando (y que hasta volverá a leer o leerá por primera vez cortesía de Vila-Matas) antes de sentarse a escribir lo propio. 

Y que así siga lo que sigue o, como decía Kurt Vonnegut, And so it goes…

CUATRO. Quien escribe estas líneas sobre Vila-Matas mientras lee a Vila-Matas (en una penumbra estival de persianas bajas y radiación ahí fuera) viene leyéndolo desde casi el principio. Por orden. Un Vila-Matas tras otro que, en verdad, son como capítulos de una única novela o cuentos de un volumen que no deja de contar o, mejor aún, circunvalaciones de un cerebro que no deja de girar sobre sí mismo y sobre sus escrituras y lecturas y, más importante aún, relecturas y reescrituras de sí mismo. 

Los libros de Vila-Matas transcurren en muchos sitios del mundo (tan sólo a partir de sus títulos ya tenemos una París, una Veracruz, una Kassel, una Dublín, una Marienbad, una Parma y una «ciudad nerviosa» que es Barcelona, pero la Barcelona de Vila-Matas) aunque que en realidad sea uno solo y es Vila-Mataslandia. Una Vila-Mataslandia que no se acaba nunca. Es decir: la mente y la mentalidad de Vila-Matas. La cabeza de Vila-Matas. Sumarle a ese neuronal y un tanto neurótico atlas este Montevideo (que arranca en Francia y en Francia permanece porque para Vila-Matas, sí, París no se acaba nunca). Y -sorpresa y placer y privilegio- donde también vivo (es decir, donde también leo y escribo) yo mismo. Y valga y discúlpeseme la autorreferencia (que existe en literatura desde hace tanto tiempo como la autoficción) cuando, en la página 76 de Montevideo, aparezco yo en la lectura y escritura de Vila-Matas y allí se lee, invocándome, una defensa de los libros que transcurren dentro de una cabeza y de la historia/biografía de un estilo como única misión posible. Ese estilo que es la manera más cómoda pero no sencilla de lo que en realidad no acaba siendo otra cosa que un idioma propio. La más interesante y arriesgada pero, también, si todo sale bien, compensadora y recompensadora de las misiones. Y Vila-Matas siempre ha sido lo que yo admiro y denomino escritor retaguardista. Y lo es en el sentido que, como le anticipa alguien o se anticipa él en Montevideo, «pronto te darás cuenta de que lo más importante ya no es morir por las ideas, los estilos, las teorías, sino más bien retroceder un paso y tomar distancia de lo que nos sucede». Así, en lo suyo y por las suyas, Vila-Matas regresa una y otra vez en busca y al encuentro de las grandes y mejores vanguardias para traerlas al aquí y ahora. Y remata y revive toda la idea con una frase en los cahiers de Paul Valéry, año 1902, donde se postula: «Los demás hacen libros. Yo hago mi mente».

CINCO. Y esa ha sido la misión de Enrique Vila-Matas ya desde sus inicios donde propuso un libro asesino de su propio lector para así poder resucitarlo y hacerlo suyo de allí en más. Hacer su mente. Ser un escritor mental. Un escritor, sí, de mente (no confundir con demente). Misión cumplida. Y misión me parece una buena palabra para utilizar como sinónimo de obra o de vida (da igual, es lo mismo) en lo que hace a Vila-Matas. Y, ya vila-matiano, pienso «misión» y me acuerdo de aquello que alguna vez contó, creo, Joseph Heller (piloto de combate en la Segunda Guerra Mundial y posterior autor de Catch-22) explicando que entonces, al volar cargados de bombas, había que calcular muy bien la distancia recorrida para, una vez descargados los explosivos, contar con el combustible exacto para poder volver a la base. Si fallaban los cálculos, si se pasaban de largo, precisaba Heller, entonces se alcanzaba el «punto de no retorno» y ya no tenía sentido regresar y, mejor, seguir volando, más allá y más lejos.

Buenas noticias: en Montevideo, Vila-Matas ha alcanzado -pero calculando con toda precisión y voluntad y genio- su punto de no retorno.

Allá vamos.

SEIS. Y acaso quepa una explicación en lo que hace al punto de no retorno de Montevideo y es la siguiente: en Montevideo, además de escribir y leer sobre el leer y escribir, Enrique Vila-Matas escribe sobre la misión más peligrosa de todas, sobre el oscuro blanco más móvil y movedizo como arena. En Montevideo, Vila-Matas escribe sobre todas las cosas que le pasan a un escritor cuando no escribe, cuando -bloqueado- no puede escribir, sabiendo que debería estar escribiéndolas. Y, como no puede, entonces las cuenta para que las lean otros como si las escribiesen. Porque atención, estos es muy importante saberlo mientras se prueban motores y se ponen a girar párrafos como hélices: Vila-Matas es uno de esos cada vez más contados y contables escritores que siguen escribiendo para aquellos que leen, que todavía saben leer y que nunca dicen «no se entiende» sino que optan, a veces, por un «no lo entiendo». Y entonces se enrolan en la más aérea de las fuerzas centrífugas y, ya sobre Montevideo, leen/escuchan a su piloto por los altoparlantes del avión confesarles que: «De volver un día a escribir, mi nuevo libro trataría de un asunto invisible. El lector notaría que al asunto yo jamás lo perdía de vista, pero no me extendía sobre él, más bien lo daría por sobreentendido y por indescriptible, y ni lo nombraría, dejando que planeara sobre los lectores, que sobrevolara el núcleo duro del asunto, tan invisible, pero tan presente todo el rato, precisamente por indescriptible».

Pues bueno, ajústense los cinturones y prepáranse para la maniobra de despegue y aterrizaje: Montevideo es ese libro. 

SIETE. Planear de volar y, a la vez, planear de hacer planes. Y Montevideo despega a partir de una casualidad/causalidad bastante conocida por/para un lector medianamente curtido. Aquello de esos dos cuentos siameses -«La puerta condenada» y «Un viaje o El mago inmortal»- pero separados por miles de kilómetros que escribieron al mismo tiempo pero sin leérselos mutuamente Adolfo Bioy Casares en Buenos Aires y Julio Cortázar en París (ese escritor que hoy demasiados desdeñan con un «para adolescentes» como si este no fuese en verdad el mejor elogio posible). Cuentos acerca de acaso una misma habitación, la 205 (y su gemela 206) de un mismo hotel en una misma ciudad: el Cervantes, en Montevideo. Para Vila-Matas esta habitación propia (o habitación con vista o viaje alrededor de habitación o pequeña pero enorme habitación o resplandeciente habitación de otro hotel o, me recuerda a mí, habitación de hotel cósmico al final de la 2001 de Stanley Kubrick) es, al mismo tiempo, agujero negro que devora toda luz para, enseguida, expulsar rayos y centellas de todo tipo. 

Es decir: la suite Vila-Matas de cámara y recámara pero no por eso privándose de lo sinfo-polifónico. La re-cámara reveladora de instantáneas constantes de Vila-Matas en modalidad cinco estrellas súper de-luxe con maxi mini-bar barra libre cortesía de la casa, de la casa para siempre. 

A saber: 

Invocaciones varias y maníaco referenciales (numerosos «escritores de antes»). Videntes citas a ciegas. Desplazamientos de flanneur mental o de Tintín psico-tristes-trópicos por «fragmentos» ciudades surtidas (que pueden llamarse Bogotá o Reikiavik o Cascais o St. Gallen o París rodeando a una central Montevideo como state of mind, pero que quedan todas en Vila-Mataslandia suya y no en coma pero sí en puntos suspensivos y por donde deambula este hombre de mundo/país). Teorías talismánicas o talismanes teóricos (El Síndrome de la Duda Eterna, El Laberinto Aleatorio, la Gran Araña, los Cannelloni suizo-psicodélicos, la Perspectiva del Sótano, El Soplo y La Parcialidad Fría). Las Cinco Tendencias/Casillas: «1) La de quienes no tienen nada que contar. 2) La de quienes deliberadamente no narran nada. 3) La de quienes no lo cuentan todo. 4) La de quienes esperan que Dios algún día lo cuente todo, incluido por qué es tan imperfecto. 5) La de quienes se han rendido al poder de la tecnología que parece estar transcribiéndolo y registrándolo todo y, por tanto, convirtiendo en prescindible el oficio de escritor». Conversaciones con personajes verdaderos o falsos o verdaderamente falsificados (como Madeleine Moore o Antonio Tabucchi o Enzo Cuadrelli o Jean-Pierre Léaud) funcionando como muñecos ventrílocuos que a su vez son también ventrílocuos y dicen cosas tan argentinas como que los escritores que dicen saber por qué escriben «son los más pelotudos… y delatan con su boludez que no son escritores ni nada, creen que explicar el libro es explicar la historia que puede leerse en él». Y –last but not least– el propio Vila-Matas monologando consigo mismo y reescribiéndose (ahí está ese Virtuosos de la suspensión como transparente antifaz de Bartleby y compañía– como lo hiciesen André Breton en Nadja, o Vladimir Nabokov en ¡Mira los arlequines!, o Martin Amis en Desde adentro) o cantándose a partir de pedazos ideales como instruye Bob Dylan en «My Own Version of You». Y todos confluyen/construyen en la mejor versión de Vila-Matas quien, con manos firmes en los mandos y sin perder de vista su objetivo a alcanzar, explica a través de él o de alguien mientras vuela alto pero solo: «Toco en el portón del tiempo perdido y veo que nadie responde. Vuelvo a tocar, y de nuevo la sensación de que golpeo en vano. La casa del tiempo perdido está cubierta de hiedra, por un lado, y de cenizas, por el otro. Casa donde nadie vive, y yo aquí golpeando y llamando por el dolor de llamar y no ser escuchado. Nada tan cierto como que el tiempo perdido no existe, sólo el caserón vacío y condenado. Y el viejo palacio helado… No se trata de combatir a tope a los imbéciles digitales, porque imbéciles los hay en todos los círculos; se trata de oír lo que dicen y entenderlos y luego crearnos un mundo en el que los idiotas no entren. Con el tiempo, yo creo que nos hemos creado ese mundo». 

Leyendo Montevideo -volando sobre territorio cada vez más enemigo y traicionero y habitado por cada vez más nutridas tribus desnutridas en lo que hace a arriesgarse a escribir/leer algo diferente pero verdadero- yo estoy seguro de que Vila-Matas ha creado ese mundo y que su puerta se abre y que el tiempo perdido ha sido recuperado.

OCHO. Aunque, en realidad, Vila-Matas no ha hecho otra cosa que recrearlo. Porque lo viene creando desde ya casi medio siglo y casi cincuenta libros. Pero, me parece, estoy seguro, en Montevideo lo ha hecho/deshecho con la más extraña de las formas de vida. Con Montevideo Vila-Matas ha llegado a otra parte. Enrique (no Vila-Matas) sabe muy bien que mi libro favorito entre todos los suyos es Una casa para siempre: novela-en-relatos o relatos-en-novela de 1988. Y, claro, esto no significa que sea el mejor suyo para él, pero sí mi preferido; ya que fue el que a mí más me ayudó/enseñé y del que más aprendí/comprendí en su momento. Vila-Matas volvió allí con Mac y su contratiempo para (retaguardista, ya lo dije) reexplorar/explotar su propia vanguardia. Y (de nuevo) Enrique dijo alguna vez que yo tuve algo que ver con eso y no me consta, pero sí puedo certificar que Mac y su contratiempo volvió a serme de gran ayuda para el libro que yo termino de escribir por estos días y gracias otra vez. 

Pero no nos dispersemos y concentrémonos en que ahora, con y en Montevideo (su destino más radical pero, a la vez, el más inequívocamente suyo hasta la fecha) Vila-Matas ha creado una habitación para siempre. Una habitación de la que (ya entenderán más y mejor a lo que me refiero cuando lean el libro) él solo y sólo él tiene la llave. Y que nos la presta por un rato, por las 300 páginas de un libro que, nada es casual, su mecanismo es similar al de una puerta. 

Y, además, abre varias puertas ya desde su portada.

Pasen y vean y lean.  

NUEVE. Y –last but not least– hay en Montevideo dos momentos que me parecieron muy emocionantes. Y si en Montevideo se empieza intentando una «biografía de mi estilo» (y evocando aquello de Vladimir Nabokov en cuanto a que «la mejor parte de la biografía de un escritor no es la crónica de sus aventuras, sino la historia de su estilo»), no me parece casual y sí pertinente el que esos dos momentos a los que aludo estén protagonizados por los verdaderos autores del autor. Es decir: por el padre y la madre del narrador Vila-Matas. 

El primero tiene lugar a partir de la muerte del padre y propone visiones de un apocalipsis global para así atenuar la zozobra del cataclismo íntimo. El segundo tiene sitio en la última página de Montevideo en la que la madre es evocada con potencia de oráculo respondiéndole cansada al hijo que no deja de preguntarle por qué es tan extraño el mundo que «el gran misterio del universo era que hubiera un misterio del universo».

Cambiar la palabra universo por la palabra literatura y, creo, ya no hace falta decir nada más.

DIEZ. O sí y para terminar. Uno de mis cuentos favoritos es de Malcolm Lowry pero podría ser de Enrique Vila-Matas. Está incluido en un libro de cuentos genial, Escúchanos, Señor, desde el cielo tu morada y se titula -gran título- «Strange Comfort Afforded by the Profession». El extraño bienestar proporcionado por la profesión. La profesión a la que alude Lowry (mientras su protagonista camina por Roma y visita la casa en la que murió Keats y se acuerda de Shelley y de Vercingetorix rey de los galos y de Gogol y de Ibsen y de Mann y de Eliot y de Fitzgerald y de Poe y del dentista de George Washington y de Kafka y de Flaubert y lo volví a leer en ola de calor pensando en que tal vez, esta vez, quién sabe, también se mencionaría a Vila-Matas) es, claro, la de lector/escritor-escritor/lector. Y allí se detalla el extraño bienestar que esta proporciona. Un bienestar que es también no un malestar pero sí un estar en otra parte desde siempre y para siempre y surfeando y googleando mucho antes de que existiesen las redes sociales. Y -como esos extraterrestres de Matadero Cinco del ya mencionado Kurt Vonnegut, otro soldado conquistador del punto de no retorno, no bombardero sino bombardeado- esta es otra de mis citas favoritas. Allí, en la novela de Vonnegut, se hace referencia a seres de otro planeta empeñados en libros que «eran cosas pequeñas. Los libros tralfamadorianos eran ordenados en breves conjuntos de símbolos separados por estrellas. Cada conjunto de símbolos era un tan breve como urgente mensaje que describe una determinada situación. Nosotros, los tralfamadorianos, los leemos todos al mismo tiempo y no uno después de otro. No existe una relación en particular entre los mensajes excepto que el autor los ha escogido cuidadosamente; así que, al ser vistos simultáneamente, producen una imagen de la vida que es hermosa y sorprendente y profunda. No hay principio, ni centro, ni final, ni suspenso, ni moraleja, ni causa, ni efectos. Lo que amamos de nuestros libros es la profundidad de tantos momentos maravillosos contemplados al mismo tiempo».

 El mejor elogio que le puedo hacer a Montevideo, como escritor, es el de que es un libro tralfamadoriano. Y a Enrique Vila-Matas -como colega, y con cierta sana envidia- es que ha conseguido ser un escritor extraterrestre. Desde y para siempre y sin retorno. Sin necesidad de salir de esa habitación que está dentro de su propia y única cabeza.

 Abrazad toda esperanza quienes entren en ella sabiendo que -colgar eso de PLEASE, DO NOT DISTURB en el picaporte del lado de afuera- no saldrán de allí hasta haber concluido su más que reparadora estadía.

Bienvenidos.