Margarita García Robayo
La encomienda
Anagrama
192 páginas
POR CARMEN G. DE LA CUEVA

Nuestra felicidad o nuestra infelicidad personal, decía Natalia Ginzburg, tiene mucho que ver con lo que escribimos porque, en el momento en que uno escribe, se siente impulsado a ignorar las circunstancias presentes de su propia vida. Y si somos infelices, la memoria hace acto de presencia en la escritura, nos impacta con su brío y nos posee y, entonces, el sufrimiento que nos produce ese recuerdo, o esa ausencia, o ese vínculo que ya no existe, hace que la fantasía se vuelva débil y perezosa y lánguida. Y todo esto es lo que le pasa a la narradora de La encomienda (Anagrama, 2022), la última novela de la escritora colombiana Margarita García Robayo.

Una mujer en su treintena, una escritora joven todavía que tiene que armar un texto para una beca de escritura en Holanda, algo confusa, perdida quizá, entregada a una cotidianidad que no la satisface ni lo más mínimo, sola y, al mismo tiempo, rodeada de personas con las que comparte una intimidad impuesta por las circunstancias. La narradora se va contando a sí misma ofreciendo sutiles retazos. Sabemos que vive en Buenos Aires y que se siente una migrante, ignorada y vilipendiada. Tiene un pequeño apartamento cuyo epicentro es doble: por un lado, un sofá Chesterfield, y, por otro, una terraza algo desvencijada. El vínculo más fuerte que mantiene es con una hermana que está lejos, muy lejos de ella, exactamente, a cinco mil trescientos kilómetros de distancia, y que le hace llegar cajas, paquetes, encomiendas con fruta, ricos platillos que, en su origen, eran frescos, pero que a ella le llegan podridos. Tiene también una amiga, Marah, con la que apenas se ve, un novio, Axel, que es fotógrafo, una serie de vecinos que la sienten como una intrusa, una gata vagabunda a la que alimenta y un par de vecinos, Susan y León, madre e hijo, que son dos presencias más o menos perturbadoras de su rutina y que le sirven de espejo cuando recibe la última e inesperada encomienda de su hermana: su propia madre.

Hasta ese preciso momento, esta parecía ser la historia corriente de una mujer que autoanaliza en exceso su entorno y también a sí misma. Pero la madre —una aparición, una criatura mágica, un fantasma— sale de una inmensa caja de madera, se instala con ella y provoca una brecha en su vida actual que se va haciendo más y más profunda. La madre es como una pequeña hilacha en un jersey, y la narradora comienza a tirar del hilillo para arrancarlo, quiere sacarlo de allí, cortarlo, pero la hilacha crece y crece y los puntos caen y deshacen toda la prenda.

Lo que menos hace esta escritora es escribir. Se sienta delante de su portátil y teclea algunas frases sobre un proyecto al que llama, inicialmente, “Diario de mi madre”: «Ustedes crecían y sabían cosas. Yo, en cambio, seguía siempre en las mismas. Les colgaba la ropa al sol para que la sintieran tibia, les calentaba el agua para bañarse a la mañana y así las salvaba del primer frío, les cocinaba cosas que me parecían ricas… Ustedes estaban para asuntos más elevados. Para mí alimentarlas era una misión elevadísima». Lo único que parece mantenerla anclada es la escritura. «Los días y los asuntos de nuestra vida, los días y los asuntos de la vida de los demás a los que asistimos, lecturas e imágenes y pensamientos y conversaciones», dijo Ginzburg a propósito del oficio de escribir, «lo alimentan y crece en nuestro interior». De eso no hay duda: los días y los asuntos de la vida de la narradora de La encomienda, los pensamientos —los fugaces y los más profundos—, todas las conversaciones, hasta las más banales e incómodas, terminan por alimentar la escritura y hacerla crecer y crecer.

Los cuidados, el lugar que ocupan los lazos de sangre en nuestras vidas, la importancia de los vínculos, cómo influye la infancia en la construcción del parentesco, sobre todo esto reflexiona la narradora. Viaja del presente al pasado, del pasado al presente con una prosa, en ocasiones, demasiado aséptica y desafectada, para intentar comprender qué le falta, por qué se siente tan desligada, tan fuera del mundo, adónde pertenece: «Nunca me sentiré parte. No importa hasta dónde fuerce el hilo del parentesco y de la memoria para encontrar el sentido, el origen, la semilla de ser parte».