Mario Martín Gijón
Un segundo destierro. La sombra de Unamuno en el exilio español
Iberoamericana, Madrid, 2018
352 páginas, 29.99 €
POR ANDREU NAVARRA

 

 

No hace ni tres meses que en este mismo medio nos ocupábamos de En el torbellino (Marcial Pons), de Colette y Jean Claude Rabaté, libro que se ocupaba del complejo asunto de la adhesión de Unamuno al bando insurrecto durante el verano de 1936, de sus consiguientes dudas, fallos y vacilaciones, la revisión de los sucesos del Paraninfo y la muerte y entierro del pensador vasco. Un nuevo libro, espléndido, del escritor y filólogo cacereño Mario Martín sale un poco del espectro de la polémica para situar su cámara justo después: a partir de que, en 1939, unos quinientos mil españoles se ven obligados a exiliarse de España para salvar la vida.

¿Cuál fue la imagen, o las imágenes, que de Unamuno se llevaron y defendieron aquellos exiliados? ¿Cómo reaccionaron a la adhesión al bando franquista? ¿Cómo la conciliaron con su cosmogonía democrática o revolucionaria? La primera virtud del libro de Martín es su estructura coral. De una manera ordenada, el autor va desgranando qué publicaron en sus distintos lugares de residencia los humanistas liberales, los comunistas, los nacionalistas vascos, los poetas, o las figuras intelectuales de mayor talla que reunieron las mayores singularidades y ofrecieron sus visiones más personales sobre el controvertido pensador.

Guillermo de Torre, que no formaba parte del exilio, pero que se había sentido parte del bando republicano y se había trasladado a Argentina con su esposa Norah Borges en los años veinte, escribió sobre Unamuno en Tríptico del sacrificio. María Zambrano ya había escrito sobre Unamuno antes de la guerra, en una carta colectiva enviada al maestro desterrado (1929) y en una reseña sobre El otro (febrero de 1933). La filósofa malagueña lamentó que Unamuno hubiera muerto «de espaldas a su pueblo», pero igualmente reconoció que la trayectoria del escritor vasco no tenía nada que ver con el fascismo. En 1940, publicó en la revista Nuestra España de la Habana su artículo «Sobre Unamuno». Con el tiempo, el análisis del idioma místico del maestro vasco le sirvió para reflexionar sobre el idioma poético en contacto con las experiencias de totalidad espiritual. Zambrano pensaba que, desde los primeros místicos del siglo xvi, la filosofía auténticamente española se había trasmitido a través de la poesía y la prosa místicas. En ese esquema, Unamuno ocupaba el lugar del epígono. En Delirio y destino, la filósofa consideraba a Unamuno como el último de los grandes pensadores españoles ensimismados con una idea de España considerada como el centro del universo. El autor de Niebla cerraba, de esta forma, un ciclo que abrían los escritores de la época de Quevedo.

De lo que no cabe duda, tras la lectura de Un segundo destierro, es que el examen de la revisión de la obra de Unamuno afecta a lo más hondo del homo hispanicus. La pregunta sobre Unamuno tiene una triple dimensión para el que se acerca a su obra: la filosófica, la política y la existencial. Qué significa ser humano, qué significa tener fe, perderla o fabricársela uno mismo. Por qué rayos hemos ido a caer a este universo, y lo más inquietante de todo: ¿por qué precisamente en España? ¿Por qué en un lugar tan peculiar, tan cruzado de pasiones tales como la envida o el cainismo? ¿Cómo se puede ser español con decoro y decencia? ¿Cuál es el modo vasco de poder habitar este mundo? ¿Qué somos? ¿Qué nos espera? Cómo es la filosofía o la poesía netamente españolas, si es que las hay. Son las preguntas que noqueaban a los escritores españoles, y a no pocos creadores europeos y americanos, cuando se topaban con la desconcertante esfinge unamuniana.

Preguntarse sobre Unamuno era y es un modo radical de intentar comprender nuestras contradicciones, limitaciones y posibilidades creadoras.

Unamuno. Bosquejo de una filosofía, de Josep Ferrater Mora, fue publicado en Buenos Aires el año 1944. El libro tuvo muy buena fortuna editorial: Sudamericana, lo reeditaría en 1957; en 1963 aparecería en versión inglesa traducido por Philip Silver. Otra edición iba a aparecer, aún en vida de Ferrater Mora, mejorada y ampliada, en 1985. El filósofo catalán, discípulo de Ortega, le envió la primera edición de su Bosquejo, desde Chile, a María Zambrano, que le contestó que aún andaba pensando en un libro unitario sobre Unamuno que finalmente no llegó a terminar. Sin embargo, Mercedes Gómez Blesa trató de reconstruir el Unamuno zambranesco, con todas las piezas que había diseminado la ensayista (Mondadori, 2004). Mario Martín piensa que España, sueño y verdad (1965) es el libro de Zambrano en el que más se dialoga con el maestro vasco desaparecido en 1936.

Sobre la obra de Ferrater Mora, Martín ha escrito que la considera una consecuencia lógica de su libro primerizo España y Europa, de 1942. «Para Ferrater Mora», continúa, «España se habría caracterizado por llevar hasta el extremo lo que en el resto de Europa sólo se esbozaba, para luego abandonarlo» (2018: 46). Experiencias como el casi nonato protestantismo endógeno español, el alumbradismo, o la de los Comuneros, o la Constitución de 1812, o la de 1931, o el mismo ciclo literario de la edad de plata, parecen avalar esta sospecha de Ferrater Mora, según la cual España lanzaba ideas novedosas sobre Europa para cerrarse luego a su perniciosa influencia, generando innovación para desperdiciarla luego, sorda para sí misma. La insistencia idealista de Unamuno sería un elemento más de esta sorprendente dinámica, de este derroche dorado y absurdo. Ferrater Mora es quien más contribuyó a afianzar la tesis de que Unamuno fue un auténtico filósofo. Y, curiosamente, no entró a debatir en la espinosa cuestión de si Unamuno era creyente o continuó siendo ateo durante toda su existencia adulta. La fluctuante fe de Unamuno hizo correr ríos de tinta dentro y fuera de España durante décadas.

El dramaturgo barcelonés Jacinto Grau publicó, en 1943, el folleto Unamuno y la España de su tiempo, que luego amplió hasta darle forma de libro tres años después. Grau, sobre todo, en un libro personal, destacaba el incendio de ideas que era siempre el Unamuno de carne y hueso, y reflexionó extensamente sobre su dramaturgia. También en Buenos Aires, el político republicano Carlos Esplá publicaba, en 1940, Unamuno, Blasco Ibáñez y Sánchez Guerra en París (Recuerdos de un periodista), sobre el exilio de estas tres grandes figuras en la etapa de Primo de Rivera. La experiencia parisina sobre la que también escribió el gran Corpus Barga en uno de los capítulos de su autobiografía, Los pasos contados (1979). También en una obra de recuerdos, el peculiar periodista y escritor catalán Francisco Madrid publicó en 1943 Genio e ingenio de Don Miguel de Unamuno (1943), el mismo año en que enviaba a imprimir su obra La vida altiva de Valle-Inclán. Declaró Madrid, que había nacido en Barcelona en el año 1900 y se había formado en la bohemia semiolvidada de la capital catalana, que pensaba escribir un volumen titulado Unamuno o el liberal, que finalmente no llegó a nacer.

Sí fue publicado, en Nueva York, en la casa Ediciones Ibérica, que se vinculaba con la revista homónima de Victoria Kent, el libro Monodiálogos de don Miguel de Unamuno (1958), del interesantísimo autor Eduardo Ortega y Gasset, hermano mayor de don José, el filósofo. El pensamiento de Unamuno (1953), de Segundo Serrano Poncela, excomunista reconvertido puntualmente a la fe, fue el primer libro de este autor en Puerto Rico. El aragonés Benjamín Jarnés publicó una antología de prosas unamunianas en 1943, y tituló el libro Páginas líricas. Tres años después, le dedicaba un capítulo de su libro Retablo hispánico. Juan José Domenchina, antiguo secretario de Azaña, publicaba en 1945 una edición de la Obra escogida de Unamuno, en la editorial mexicana Centauro. Luis Cernuda y León Felipe enjuiciaron extensamente la obra lírica del vasco. Pedro Salinas le dedicaba tres artículos de su Literatura española. Siglo xx (1941). Por su parte, Juan Larrea «consideraba a Unamuno, netamente individualista, como representante de una época que había de ser sobrepasada en el proceso hacia una humanidad colectiva», y se quedaba a las puertas de proponer una religión transunamuniana y posthispánica. Federico de Onís se ocupaba, en 1953, de preparar la edición íntegra del Cancionero. Diario poético de Unamuno, la gran obra póstuma que reunía un total de mil setecientos cincuenta y cinco poemas escritos entre 1928 y 1936.

Fueron muchos más los académicos del exilio que desarrollaron trabajos sobre Unamuno: Juan Marichal, Carlos Blanco Aguinaga, a quien también reivindica Martín (y no es el único) como escritor de creación… desde que Antonio Sánchez Barbudo planteó sus principales hipótesis sobre la espiritualidad unamuniana y la crisis de 1897 (Hispanic Review, 1950), sus tesis fueron desarrollándose en numerosos trabajos posteriores. Resulta asombroso comprobar hasta qué punto es capaz Mario Martín de agotar todas estas vetas, de reconstruir todo este minucioso laberinto filológico. Cómo se las ha arreglado con un corpus tan gigantesco y disperso de textos.

Capítulo aparte merece otro de los colosos del pensamiento español del siglo xx: Américo Castro. Un segundo destierro se ocupa también de la tormentosa relación que se desarrolló entre Unamuno y Castro, que llegó a ser insultado por el polemista vasco en la prensa. Sin embargo, Castro intentó separar sus diferencias personales con el maestro, a quien siempre admiró y entendió, aunque no siempre lo respetara, y parece que uno de sus libros capitales, España en su historia (1948), fue construido como una repuesta a En torno al casticismo. Este debate entre dos gigantes, merecería una monografía aparte. Aquí no podemos detenernos en este momento crucial de la cultura hispánica. Momento en el que se enfrentaron, y debatieron durante años, el altivo polemista y el sistemático filólogo.

Como se puede apreciar, la atención del exilio por Unamuno fue constante, inagotable. Una de las principales virtudes del libro de Martín consiste en este afán por recuperar puñados y puñados de intelectuales españoles perdidos, algunos de ellos de forma particularmente injusta. Son muchos los exiliados que, en un momento u otro, reflexionaron sobre la clave Unamuno, y que la historia ha tratado mal: Álvaro de Albornoz, Eugenio Ímaz, Juan David García Bacca (notable filósofo), el intelectual comunista Adolfo Sánchez Vázquez, el pensador evangélico Jerónimo Chicharro de León o el excombatiente Antonio Aparicio, poeta que había luchado en la brigada de «El Campesino». Una España expulsada e ignorada, abigarrada y diversa, comprometida y desesperada, de la que aún no sabemos beber.

Salvador de Madariaga, Francisco Ayala, Juan López-Morillas, Ángel Galarza, Juan Chabás, el escrito sovietizado César M. Arconada… todos ellos figuras relevantes, hasta de primerísimo orden algunas, todos escritores que dijeron algo sobre don Miguel, siendo José Bergamín el intelectual que más se perfiló, y durante más tiempo, como continuador y albacea literario de Unamuno, y su principal imitador.

El libro sobre Unamuno más madrugador de la posguerra española, aunque no fuera el primero en ser escrito, fue el Miguel de Unamuno (1943) de Julián Marías. Escrito desde el interior, pronto recibió dardos desde algunos de los intelectuales más destacados del destierro. La primera antología poética de la España que se quedó se debió al «falso falangista» Luis Felipe Vivanco, mientras que el exdiscípulo de Unamuno, Manuel García Blanco impulsó, desde 1948, los Cuadernos de la Cátedra Miguel de Unamuno, que han sobrevivido hasta la actualidad. Laín Entralgo se encargó de maquillar, falsear y depurar la imagen de la generación del 98, para que encajara todo lo posible en los valores del nuevo estado nacionalcatólico. Frente a la evidente influencia literaria general y filosófica de Unamuno, el movimiento exaltó a Menéndez Pelayo como «primer soñador de España», mientras no pocos sacerdotes tronaban contra la obra del antiguo rector de Salamanca, claramente herética. Y es que Unamuno, con el paso de los años, acertó a construir una forma personalísima de misticismo y protestantismo cristiano, a pesar de que algunos estudiosos (Sánchez Barbudo a la cabeza) defendieran a los cuatro vientos su ateísmo de fondo.

Mario Martín ha trazado, en su ensayo, con toda paciencia, una tupida red de interrelaciones textuales entre estudiosos de la obra de Unamuno. Ha rebuscado en archivos obras que ni siquiera llegaron a publicarse, bosquejos de conferencias, artículos recónditos, escritores tan esforzados como naufragados, en una obra que convierte a Unamuno en un nódulo de hispanidades interrogantes que nos sigue interpelando. De algún modo, el relato del libro es el de una serie más o menos larga de creadores y pensadores que trataban de encontrarse a sí mismos en la prosa, los versos y los dramas de un escritor endiablado que ni siquiera se había encontrado, él tampoco, a sí mismo, de una forma clara y unívoca. Es lo que provocó que, sobre una serie de temas unamunianos, se pudiera afirmar tanto una cosa como exactamente la contraria.

Y esto lo más curioso de la historia entera: habiendo abrazado Unamuno el bando nacionalista, fueron los falangistas quienes peor trataron a Unamuno en los textos, a pesar de que Unamuno fuera enterrado por el rito falangista; en cambio, todos los escritores del exilio, menos Sender, lo consideraron un ejemplo a seguir y una quintaesencia viva de la patria que había dejado detrás. De alguna forma, Unamuno acabó convirtiéndose en el símbolo de un discurso ilustrado español que había resultado derrotado en la guerra por el fascismo internacional. Desde la distancia, fue posible escuchar la voz de Unamuno más allá de sus propios ruidos y polémicas, desde un espacio y un tiempo trascendidos.

Atentos a lo que vaya publicando Mario Martín. Como científico, y pese a su juventud, es uno de los investigadores más destacados y premiados de los últimos años. Su misma trayectoria lo avala: es miembro del Grupo de Estudios del Exilio Literario (GEXEL), y ha publicado las monografías Una poesía de la presencia. José Herrera Petere en el surrealismo, la guerra y el destierro (Pre-Textos, 2009), Entre la fantasía y el compromiso. La obra narrativa y dramática de José Herrera Petere (Renacimiento, 2010), Los (anti)intelectuales de la derecha en España. De Giménez Caballero a Jiménez Losantos (RBA, 2011), La patria imaginada de José Kahn. Vida y obra de un escritor de tres exilios (Pre-Textos, 2013). Me gustaría mencionar como caso aparte su imprescindible ensayo La resistencia franco-española (1936-1950) (Diputación de Badajoz, 2014), con el cual se alzó con el premio Arturo Barea del año 2013. Por su importancia, es un libro que merecería reedición y mayor difusión.

Por si no fuera poco, resulta que Mario Martín es un excelente novelista: lo avalan la delicada Un otoño extremeño (Editora Regional de Extremadura, 2017) y Ut pictora poesis y otros tres relatos (Pre-Textos, 2018), que también acaba de aparecer. Me temo que la radical independencia de este autor, su honestidad, tenderán a apartarlo de los postureos habituales. Pero al final, mientras otros se hacen fotos bonitas, el más trabajador acaba llevándose el gato al agua. No ha andado miope el ayuntamiento de Bilbao a la hora de otorgarle el XVIII Premio de Ensayo Miguel de Unamuno a Un segundo destierro. La sombra de Unamuno en el exilio español. Mario Martín ha vuelto a demostrar su talla científica. Y esto es algo muy fácil de comprobar, transitando por cualquiera de sus libros. No dejen de hacerlo.