POR MANUEL ALBERCA
Entre los escritores españoles de Fin de Siglo, Ramón del Valle-Inclán fue el que más y mejor supo despertar una curiosidad general y desmedida hacia su persona. No siempre lograría lo mismo para su obra. Tejió una biografía legendaria a su gusto y medida, hecha de invenciones y mentiras, muy en la onda modernista que sostenía que la realidad imitaba al arte, cuyo representante más cualificado sería el provocador Oscar Wilde. Los coetáneos de don Ramón normalmente no cuestionaron esta leyenda, sino que la aceptaron como algo chistoso. ¡Cosas de Valle! Por tanto, la leyenda tejida por el propio escritor tuvo fortuna, y se repitió y se amplificó hasta la saciedad. Luego vendrían los primeros biógrafos, que hicieron suyas todas las patrañas y falsificaciones sin preocuparse lo más mínimo de comprobarlas, documentarlas o rechazarlas.

En este sentido, Valle-Inclán destaca entre los escritores españoles contemporáneos, pues la invención biográfica oscureció su verdadero perfil humano y pudo llegar a oscurecer incluso su propia obra, lo que hubiera sido sin duda aún más penoso. Fue de esa clase de escritores que, por su manera de ocupar la escena pública, dejaba la literatura en segundo plano, tal vez sin querer. En ocasiones, ésta concitó lamentablemente menos interés que el mito en que el autor llegó a convertirse. Así lo advirtió Guillermo de Torre: «La máscara desfiguró el rostro. Lo exterior pintoresco y la verba mordaz favorecieron su popularidad urbana, pero falsearon su personalidad y la de sus libros, a los cuales los posibles lectores, estimándose ya saciados con la espuma anecdótica, se acercaban en número insuficiente».

Superado el año 2016, cuando se conmemoró el 150º aniversario de su nacimiento, acaecido el 28 de octubre de 1866 en la localidad gallega de Villanueva de Arosa, parece oportuno hacer una valoración del derrotero político de Valle-Inclán y de la errónea interpretación que se le ha dado tantas veces. Para el que suscribe resulta curioso, por no decir sorprendente, que se le conceda todavía el discutible papel de analista de nuestros males nacionales. Durante todos los años que llevamos en crisis, con sonados casos de corrupción y evidentes signos de colapso político, se ha calificado de «esperpéntica» la situación general que se vive en España. El sustantivo «esperpento» designa el género teatral creado por Valle-Inclán para representar hechos grotescos que producen al tiempo hilaridad y sonrojo. Incluso en este mismo sentido de encomiar el análisis político de Valle-Inclán, se ha echado en falta un nuevo «valle-inclán» que pinte con rasgos esperpénticos los acontecimientos de ahora. En lo literario, disfrutar ahora de una figura así sería un regalo incalculable; en lo político, como se verá, no parece que lo fuese.

El error no es de ahora, pues ya en los años finales del franquismo, cuando se elevó su figura y su obra a categoría paradigmática de izquierdismo o anarquismo, se enarbolaron ambas, la obra y la persona de Valle-Inclán, como un banderín de enganche contra Franco, lo que no se compadecía en absoluto con la realidad de su obra y, menos aún, con su figura política. Sin duda la militancia antifranquista, en el afán de sumar activos a su causa, padeció espejismos e ilusiones que competían con los de don Quijote. En los últimos tiempos, en la prolongada crisis política que arrastramos, la obra de Valle-Inclán y sobre todo su mirada esperpéntica, grotesca y deformante, ha sido muy considerada por el análisis político farandulero. Nadie le puede negar a Valle-Inclán sus dotes creativas y su fino escalpelo crítico a la hora de plasmar su visión de España y de su historia, pero no era ni un político –y menos un estadista– que tuviese una idea precisa de cómo resolver los problemas que arrastraba el país desde el siglo xix. Tampoco cabría esperarlo en principio de un escritor –¿por qué?–. Sin embargo, quiso intervenir en la política nacional, y lo hizo con escasa fortuna.

Su opinión sobre la política nacional fue crítica, más aún, punzante y, sobre todo, contradictoria. Sus desconcertantes cambios dieron lugar a fuertes bandazos; eso sí, sobre la base de un pensamiento tradicionalista. Defendió posiciones contradictorias y dio giros ideológicos imprevistos a lo largo de su vida y hasta poco antes de morirse en Santiago de Compostela el 5 de enero de 1936, como he podido contar y analizar con detalle en la biografía La espada y la palabra. Vida de Valle-Inclán (Tusquets, 2015). Por ejemplo, y a manera de breve resumen, en 1933 descubrió que Mussolini podía ser modelo para España después de quedar fascinado por las reformas que había introducido en Italia, pero elogiaba también la figura de Lenin, y en su altar particular lo ponía a la par que el pretendiente carlista Carlos VII. O consideraba a Azaña un firme director de los destinos de la República, cuando ambos –Azaña y la República– estaban ya en sus horas bajas. En fin, admiraba los caracteres autoritarios, y desconfiaba de las soluciones parlamentarias liberales.

 

NI REPUBLICANO NI SOCIALISTA, ¡CARLISTA!

Como ya he adelantado, fue ante todo un tradicionalista, es decir, alguien que pensaba que los problemas de España se solucionarían volviendo al pasado, a modelos pretéritos y sobrepasados por la historia. En ellos pensaba que se podrían encontrar soluciones para la difícil situación española. Militó con evidente protagonismo durante casi una década en la Comunión Tradicionalista y fue un activo carlista hasta la Gran Guerra, en la que se alineó con los aliadófilos, mientras que la gran mayoría de sus correligionarios, liderados por Vázquez de Mella, se situaron en el bando germanófilo. La razón esgrimida por don Ramón para apoyar a la republicana Francia no era otra que la de su cristianismo y su heroica resistencia y admirable lucha contra el «paganismo» alemán. En prueba de esa admiración visitó las trincheras galas de los frentes de guerra entre Alemania y Francia en mayo y junio de 1916. El lector interesado en esta cuestión puede leer el artículo que publiqué en estas mismas páginas («Valle-Inclán en el frente francés», Cuadernos Hispanoamericanos, 771, septiembre de 2014), en que se relata la visita al frente y se realiza un análisis de la posición aliadófila del autor.

En torno a esta discrepancia se fraguó su alejamiento de la militancia en la Comunión Tradicionalista. En realidad no rompió nunca totalmente con el tradicionalismo, pero se adaptó a los nuevos y convulsos tiempos. A comienzos de la década de los veinte se acercó a Eduardo Dato, incluso se mostró propició a formar parte de las listas conservadoras al Congreso de Diputados, algo que no llegaría a materializarse, del mismo modo que tampoco formó parte de las listas carlistas al Congreso en las elecciones de 1910 y alguna más, y no por falta de ganas. Al mismo tiempo que coqueteaba con Dato, frecuentaba la tertulia del café del hotel Regina de la calle Alcalá, en la que predominaban socialistas y republicanos: Manuel Azaña, Luis Araquistain, Cipriano Rivas Cherif, Canedo, Bello o Bilbao. También el escritor y diplomático mexicano Alfonso Reyes, cuando se encontraba en la capital, y al que le uniría una estrecha y fiel amistad, de la que tantos beneficios económicos se desprenderían en los últimos quince años de su vida. Pero todas las declaraciones de estos amigos disuelven cualquier duda: nunca fue ni republicano ni socialista. Azaña, que lo retrata de manera atinada en sus diarios, vio siempre en don Ramón, por debajo de cualquier «aggiornamento» ocasional, el «carlista que llevaba dentro». No sería el único.

En 1920 Rivas Cherif, que admiraba sobre todo su obra teatral en ciernes, y que hizo lo posible y lo imposible por subirla a las tablas, publica un artículo en La internacional titulado «Respuestas de Valle-Inclán a las preguntas de Tolstoi». Allí se puede leer esto: «¿Es don Ramón un convertido al Socialismo? No –se contesta Rivas a sí mismo–, don Ramón es bolchevique, y si se quiere bolchevista, en cuanto le inspiran gran simpatía los procedimientos antidemocráticos dictatoriales». Dicho de otro modo, lo que le une o le vincula a Lenin y a los bolcheviques es su común preferencia por las posturas autoritarias y paternalistas, por las que la minoría dirigente se arroga el derecho de conducir a las masas.

Otro contertulio del café Regina, el socialista Luis Araquistain, transmite la misma admiración por don Ramón, y casi al unísono que Rivas publica en el diario La Voz el artículo «Polemario. Valle-Inclán en la Corte». Araquistain mostraba su devoción por el personaje, y se recreaba en destacar su singularidad física, su gestualidad única y su oratoria seductora. Para él Valle-Inclán era sobre todo un hombre que atesoraba en sí mismo un profundo pasado: sacerdote egipcio, mago medieval, profeta indio y, por supuesto, carlista militante. Militancia que Araquistain explicaba como la expresión del rechazo a una época chabacana, a un liberalismo funesto, mediocre, decadente. Frente a todo eso, la apología del carlismo cobraba sentido. Todo ese bagaje del pasado le permitía a Valle-Inclán reconocer en la actualidad los gérmenes del futuro. Su obra literaria de madurez sería la prueba de que había captado los cambios que se desarrollaban a su alrededor, del mismo modo que el tiempo estancado, inerte y sin ideas le hizo concebir en sus inicios una obra de carácter abstracto, que idealizaba el pasado. No, no era un izquierdista –concluye Araquistain–, era sólo un panegirista de la revolución soviética que encontró en esta gesta el campo de acción estimulante que le faltó en su juventud. La aureola heroica de la revolución, aunque sea comunista, encendía y exaltaba la curiosidad y la imaginación de don Ramón. ¿Contradicción? No, concluía Araquistain, por debajo de la lógica fluía una corriente de profunda unidad psicológica entre lo aparentemente extremo.

El cambio histórico, que señalaban las revoluciones sociales y políticas de esa década, sería el caldo de cultivo de sus nuevos temas literarios. Valle-Inclán ponía el oído a lo que estaba pasando en Rusia, en Cataluña, en Andalucía o en las calles de Madrid, y encontraría los nuevos escenarios teatrales y novelísticos con sus héroes anónimos. Esto era lo que ahora comenzaba a interesarle, y como dice Araquistain, no había que entender estas novedades como la rectificación de su pasado ni de su obra, sino su complemento. Estaba en transición literaria y captaba esta época en transición. No borraba el pasado ni la obra anterior, los unía y los profundizaba desde un presente en cuyo espejo se adivina el futuro.