POR FRANCISCO FUSTER GARCÍA

 Nos figuramos hablar ahora como catalanes. Sus pugnas por la libertad son nuestras pugnas. Las aspiraciones humanas son idénticas en todos los climas. En la región ideal de la justicia —que no reconoce fronteras–, todos los hombres son hermanos. En esa región ideal ha luchado Cataluña, al luchar para sí, por toda España.

Azorín, «Todo un pueblo», Ahora (9-V-1935)

 

De Rubén Darío a Miguel de Unamuno, pasando por Azorín o Pío Baroja, fueron varios los escritores e intelectuales de la generación del 98 que sintieron un especial interés por la cultura catalana. En mayor o menor medida, todos vieron en Cataluña una tierra próspera, no sólo desde el punto de vista económico, sino —y sobre todo— desde el punto de vista cultural, pues consideraban que era la puerta de entrada a España de corrientes artísticas francesas y europeas como el naturalismo, el Romanticismo, el simbolismo o el impresionismo. En el caso concreto de Azorín, además, a esa admiración compartida hay que añadir la circunstancia personal de que, durante un importante período de su longeva trayectoria vital, mantuvo un estrecho vínculo profesional con aquella tierra, a través de sus colaboraciones en la prensa catalana, primero en Diario de Barcelona, donde escribió durante sus primeros años como periodista; después en el periódico La Vanguardia, donde publicó alrededor de doscientos artículos entre 1910 —cuando lo fichó Miquel dels Sants Oliver– y 1918; y, finalmente, en la mítica revista Destino, donde también estampó su firma como colaborador destacado durante los años de la posguerra franquista. Desde este punto de vista, pocos intelectuales españoles no nacidos en Cataluña conocieron y ensalzaron tanto el pasado catalán como el autor de La voluntad, quien, a la altura de 1931, hacía afirmaciones tan inequívocas como esta: «¡Qué vida tan intensa la de esta nación desde hace siete siglos! La ondulación de la historia de Cataluña es interesante; nada más curioso e instructivo. Seguir las fluctuaciones de la nación catalana desde la Edad Media hasta el presente es contemplar el más bello panorama» (Azorín, Crisol, 19-VIII-1931).

Para conocer la evolución del pensamiento azoriniano sobre Cataluña y el catalanismo, lo mejor es hacer un repaso general a la obra periodística de nuestro autor; primero, porque es ahí, en la batalla ideológica del día a día, donde más y mejor se oye la voz del Azorín intelectual; y segundo, porque los más de cinco mil artículos que el escritor de Monóvar publicó en la prensa son, en mi opinión, su contribución más potente y original, en cantidad y en calidad, a la historia de la literatura española contemporánea. De hecho, y aunque algunas de sus novelas se han convertido, con el paso de las décadas (y de los siglos ya), en auténticos clásicos, si Azorín ha entrado en el canon ha sido, justamente, por sus ensayos de crítica literaria, que no son, en su mayoría, sino recopilaciones de artículos publicados con anterioridad en las volanderas hojas de periódicos y revistas.

Las primeras opiniones de nuestro protagonista sobre el tema que me ocupa datan de una fecha tan temprana como finales del siglo xix, cuando Azorín ni siquiera existía como tal, porque todavía firmaba sus artículos —textos a veces anarquistas e incendiarios, en las antípodas de lo que después identificaríamos como su estilo— como José Martínez Ruiz o con algún pseudónimo, más o menos pintoresco. A veces, incluso, ni los firmaba. Es el caso de dos artículos que publicó en 1898 en el periódico El Progreso, y de otro que salió en la revista Madrid Cómico en 1900. El primero es un comentario a propósito de la aparición del primer número de la revista Catalonia, en el que Azorín hizo su primer elogio conocido de la joven intelectualidad catalana y del contexto de libertad en el que trabajaba y creaba, en contraste con el ambiente, viciado por la envidia, que se respiraba en el resto de España: «En Castilla no hay juventud literaria, no hay literatura joven; en Cataluña la hay vigorosa, enérgica, decidida. Aquí hay viejos engreídos, soberbios viejos, que miran con desdén al que principia, y hay jóvenes vanidosos, enfáticos, relleno el cerebro de la última revista, prontos a batir palmas ante el más flamante ídolo de la moda» (Azorín, 1972: 145). En el segundo, fechado ocho días después, los elogios eran incluso más contundentes: «Admiro sinceramente la literatura catalana», sentenciaba un jovencísimo Martínez Ruiz. «Hay en Cataluña lo que aquí falta: perseverancia, laboriosidad, tesón en el estudio, ansia de conocer». Pero estos halagos no eran gratuitos ni incondicionales. Que Cataluña fuese una región distinta al resto de España, con una cultura superior, no era óbice, según él, para que, de vez en cuando, sus propagandistas se pasaran de frenada a la hora de exagerar el valor de lo propio y menospreciar lo foráneo. Lo explicaba con un tono mesurado, pero con rotundidad y un toque magistral de ironía:

Cataluña, es cierto, es un pueblo aparte; nada tiene de común con las demás regiones españolas, ni historia, ni lengua, ni literatura, ni costumbres. Es una nación independiente, moralmente independiente, posee tradiciones propias, industria, arte, espíritu privativo. Pero todo esto no es razón para que se niegue lo de fuera y se llegue hasta caer en apologías y paralelos verdaderamente ridículos.

Sobre la mesa tengo un periódico barcelonés, Lo Regionalista.

Lo Regionalista hace la crítica del libro Lluhernas, de Marinel·lo, y llama a Apeles Mestres «el Tenyson catalán». Conforme con que a Mestres se le compare con el poeta inglés, y no sólo que se le compare, sino que se le ponga por encima. Apeles Mestres es un cabal artista, y el crítico de Lo Regionalista tiene razón. Pero siguen las comparaciones, y llama a Guimerá nada menos que «lo Shakespeare contemporani»…

Como estas cosas se escriben muchas en Barcelona. ¿Cree Pérez Jorba que esto es serio? (Azorín, 1972: 150-151).

 

Dos años más tarde volvió sobre la dicotomía Cataluña-Castilla en un artículo más matizado en el que empleaba una metáfora —la contraposición entre «hidalgos y ginoveses»— para referirse a la distinta naturaleza de castellanos y catalanes. Señalaba Martínez Ruiz en 1900 que Cataluña jamás iba a entender a Castilla, porque la mentalidad excesivamente pragmática y comercial de la burguesía catalana le impedía comprender el espíritu castellano, que era fundamentalmente artístico y despreocupado: «Frente a Cataluña burguesa, regateadora del céntimo, sórdida, sin ideales, sin robustas tradiciones artísticas, está Castilla, pobre, dadivosa, soñadora, artística; frente al noble descuidado, el mercader cuidadoso; frente al hidalgo desprendido, el ginovés que lo explota y vilipendia» (Azorín, 1972: 181-182).

Durante los primeros años del siglo xx, que fueron cruciales para él, pero también complicados, porque coincidieron con el período de su definitiva instalación en Madrid y de su consolidación como periodista, el tema catalán no fue prioritario en sus columnas, pero ni desapareció, ni se aminoró su interés por él. La prueba es que el 30 de marzo de 1906, el diario ABC, que lo había incorporado un año antes como uno de sus «fichajes estrella», petición expresa del fundador, Torcuato Luca de Tena, publicó una nota informativa —«Azorín, en Barcelona»— en la que anunciaba que había enviado al periodista monovero a la capital catalana como enviado especial, con una misión concreta: «oír el pensamiento de las personas más salientes de Cataluña» y «recoger el estado de opinión de todas las clases sociales acerca de la cuestión catalana» (ABC, 30-III-1906). Entre el 31 de marzo y el 21 de abril de 1906, Azorín publicó en ABC una serie de crónicas, bajo en el título genérico «En Barcelona», donde, además de contar su llegada e instalación en la ciudad condal, reunió sus entrevistas personales con prohombres de la cultura catalana, cuyos nombres merece la pena citar. El abogado Jaume Carner; los periodistas Miquel dels Sants Oliver, Josep Roca i Roca, Eusebi Corominas y Emili Junoy; los arquitectos Josep Puig i Cadafalch i Lluís Domènech i Montaner; y los políticos Alejandro Lerroux y Enric Prat de la Riba.

Una nómina imponente, formada por personas con sensibilidades y militancias distintas, más o menos próximas al catalanismo, que demuestran que Azorín se tomó muy en serio el cometido, pues en todos los artículos de la serie se percibe que el entrevistador conocía bien a los entrevistados y sabía situar sus opiniones dentro del contexto político y social del momento. Por su parte, las respuestas de esos catalanes ilustres ejemplificaban que había una diferencia notable entre los jóvenes intelectuales de la generación del 98, preocupados por los males de patria, pero desorganizados como grupo y sin un proyecto político propio, y sus homólogos catalanes, cuya preocupación por el país sí se traducía en una política concreta, desarrollada desde las instituciones. Como ha señalado Santos Juliá, los intelectuales catalanes de principios del siglo xx no fueron «meros ideólogos», ni se limitaron a acciones aisladas de protesta, sino que buscaron la movilización social a través de su propio ejemplo: «lo que escriben si son literatos, las casa o palacios que construyen, o las iglesias y monasterios que reforman, si son arquitectos, los pleitos que defienden si son abogados, están relacionados con lo que pretenden hacer en orden a la recuperación de la nación catalana desde las instituciones que administran y dirigen» (Juliá, 2002: 89).

Tras diez años de relativo silencio, Cataluña reapareció con mucha fuerza en la obra periodística de Azorín en 1916. Fue el año en que la Lliga Regionalista (partido político de ideología conservadora y catalanista, dirigido durante buena parte de su historia por Francesc Cambó) publicó el manifiesto «Per Catalunya i l’Espanya gran», redactado por Enric Prat de la Riba y firmado por los diputados y senadores del partido. La publicación de ese manifiesto, en el que se denunciaba la poca sensibilidad de Madrid con la personalidad propia de Cataluña y el nulo peso de los políticos catalanes en el gobierno de España, supuso el inicio de un proceso reivindicativo que desembocaría en la campaña de los años 1918 y 1919, en favor de la concesión, por parte del Parlamento Español, de un Estatuto de Autonomía para Cataluña. Como intelectual y como político (ese mismo año fue elegido, por tercera vez, diputado del Partido Conservador), Azorín quiso terciar en el debate y, entre 1916 y 1917, publicó varios artículos de prensa en los que argumentó su posición sobre el tema, siempre de forma ponderada, pero sin escatimar en ningún momento sus opiniones, aunque fuesen incómodas para las dos partes implicadas.

El 6 de junio de 1916 publicó un artículo en La Vanguardia en el que, empleando la fórmula del diálogo ficticio entre dos personajes inventados, atribuía a uno de ellos la premisa de la que, según él, debían partir los políticos catalanes a los que en el Congreso se les gritaba «¡viva España!», con una clara intención provocadora: «es preciso que Cataluña sepa que una cosa son esos gritadores de profesión y otra el resto de los españoles. El resto de los españoles siente, como Cataluña, ansias de ser libertada de una tiránica y grotesca oligarquía» (Azorín, La Vanguardia, 6-VI-1916). Dos días más tarde, en su columna casi diaria en ABC, repetía la misma idea: «no confunda Cataluña una grey de discurseadores profesionales con el resto de los españoles. El resto de los españoles está ansioso de las mismas reivindicaciones, del mismo resurgimiento, de la misma vida nueva que Cataluña». Además, censuraba a los políticos españoles que acusaran a sus colegas catalanes de ser antipatriotas, por separatistas, porque, según él, no había nada más antipatriota que ser un corrupto y, de eso, de chanchullos y engaños al pueblo, los diputados en Cortes eran quienes más sabían: «hay un separatismo más terrible y destructor que este [se refiere al catalán, aunque Azorín negaba su existencia]: el separatismo callado, lento, permanente, difuso, de aquellos que, siendo los directores de la nación, hacen con sus corruptelas, su falacia, su indelicadeza, sus torpes manejos, sus engaños, su infecunda charla, que la masa de ciudadanos, desesperanzados, vaya sintiendo una profunda tristeza al pensar en su patria» (Azorín, ABC, 8-VI-1916).

Total
2
Shares